Facultad de Estudios Superiores (FES) Acatlán
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La primera vez que Amparo pisó una iglesia fue a los cinco años. No entendía las palabras de las catequistas: ¿por qué la imagen de un hombre ensangrentado y con dolor en el rostro podía ser su amigo? Se lo preguntaba en la penitencia. Nunca obtuvo respuesta.
Poco tiempo después, empezó a ir a misa cada domingo con su madre; también a casas de oración y a misiones por las vocaciones. Siempre vestida de domingo, cada vestido con su bolso colgado al hombro.
Con el tiempo, crecía. El mundo le quedaba pequeño, sus vestidos también. En la escuela descubría la ciencia y la vida en otros planetas.
Dejó de rezar.
Dejó de usar la cadenita que le regalaron en sus quince años.
Dejó de temer a Dios.
Entonces su madre murió, y la casa que siempre olía a incienso y romero ahora era cascajo de pan quemado y café diluido, más agua que grano.
Una noche, Amparo encontró una caja llena de revistas científicas de los años ochenta, libros que hablaban de plantas medicinales y cartas firmadas por su madre. La mujer, sola y sin rumbo, guardó en esa misma caja las libretas de física y apagó las noticias que declaraban que en Júpiter llueven diamantes.
Tuvo una hija. La sostuvo entre sus brazos, la bautizó y la llevó a misa todos los domingos y fiestas de guardar, a casitas de oración y a misiones por las vocaciones. Siempre la miraba, pero su hija nunca le devolvió la mirada. Su hija dejó de rezar.
Dejó de usar la cadenita que sus primos le regalaron en sus quince años. Dejó de temer a Dios.
Amparo murió.
Se reencontró con quien le dio la vida y descubrió que Dios no era una cruz llena de sangre, ni una paloma a la luz del sol, ni siquiera un hombre moribundo con corona de espinas, sino el amor que sentía por su madre y que nunca expresó; era la conexión que siempre anheló tener con su hija, a quien nunca entendió; era todo aquello que anhelaba, pero que nunca reconoció.
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