Facultad de Estudios Superiores (FES) Aragón
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Hace más de 50 años la población mexicana escuchó por primera vez: “Este es el programa número uno de la televisión humorística. ¡El Chavo!”. Sin embargo, el humor en los guiones de Chespirito se quedaba corto ante las ocurrencias de los gobiernos que quisieron aparentar ser como el Chavo: humildes. Si retrocedemos un poco en el tiempo y recordamos al país en 1970, en la mirada de los mexicanos se reflejan dos escenarios: por un lado, la imagen de Pelé ovacionado en el Coloso de Santa Úrsula; por el otro, los recuerdos de Tlatelolco en 1968.
La columna “La transición democrática en México” escrita por el doctor y académico de la Facultad de Estudios Superiores Aragón, José René Rivas Ontiveros, para El sol de Durango, describe una situación posterior a la masacre en la Plaza de las Tres Culturas. Dicho escrito es un ejemplo del pensamiento de muchas personas a la pregunta: ¿Qué iba a pasar en México después del 2 de octubre? En este texto encontramos: “Sin embargo, antes de que nos pasaran a las celdas de la prisión, el director de Santa Martha, un general de alto grado, en un tono muy paternal (…) nos manifestó a todos los estudiantes detenidos que él se encontraba muy preocupado porque después de lo acontecido en Tlatelolco estaba a punto de que en México se diese un golpe de Estado.”
Recordemos antes de lo de Tlatelolco a Adolfo López Mateos en la presidencia, cuando comenzaba a quedar claro que no existían “hombres de extrema izquierda”, como él se hizo llamar, cuando en 1959 reprimió el movimiento ferrocarrilero y encarceló a Demetrio Vallejo y Valentín Campa. Después Gustavo Díaz Ordaz dio su dedazo para postular a Luis Echeverría Álvarez, su Secretario de Gobernación, como candidato a la presidencia para el periodo de 1970-1976. Al ser el más alejado de los sucesos de Tlatelolco, ante el ojo público, resultaba la mejor opción para que el país no siguiera desmoronándose.
Tras haberse impuesto ante el candidato oficial del Partido Acción Nacional, Efraín González Morfín, el 1° de diciembre de 1970, Echeverría asumiría el cargo de presidente de la república, iniciando su proyecto de apertura democrática, caracterizado por el ejercicio de la autocrítica, aunque en realidad era un juego de la papa caliente con Díaz Ordaz. El echeverrismo se quería pintar de tricolor, empezando por Los Pinos y su gabinete. José Agustín lo describe en su libro, Tragicomedia Mexicana 2, de la siguiente manera: “Enarboló como modelo a Lázaro Cárdenas. (…) dispuso que en las comidas y celebraciones presidenciales en vez de vino y licores “extranjerizantes” se sirvieran aguas de chía, de horchata o de jamaica. (…) El presidente, por su parte, para que viesen que sus simpatías se hallaban con el pueblo campesino, a la menor provocación se ponía guayaberas.”
El gusto de Echeverría por aparentar ser amigo de dirigentes sociales y liberador de presos políticos, le duró poco menos de un año pues comenzaba una década trágica disfrazada de izquierda. En 1971 surgió un movimiento estudiantil dentro de la Universidad Autónoma de Nuevo León (UANL), ocasionado por diversas diferencias ideológicas que se habían estado prolongando entre la comunidad universitaria y el gobernador neoleonés, Eduardo Elizondo. En solidaridad con el movimiento en el norte del país, los estudiantes del aún Distrito Federal, la mayoría pertenecientes a la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM), anunciaron una manifestación con fecha del 10 de junio de 1971; en la tradición católica, era el día de Corpus Christi.
En la inquietud que se gestaba en la calzada México-Tacuba, los fantasmas de Tlatelolco azuzaron contra los estudiantes de la misma forma que lo hicieron en el 68. Un grupo paramilitar, conocido como “los halcones”, agredió a los manifestantes con armas de fuego, macanas y palos de bambú: “Marcha estudiantil frenada por grupos de choque; 6 muertos”, así se encabezaba el periódico Excélsior. “Refriega de estudiantes”, escribía La Prensa. “A nadie engaña el regente; la matanza fue oficial”, publicaba la revista ¿Por qué?
Ante el suceso, Luis Echeverría apareció indignado, incrédulo de que se hubiese presentado nuevamente una represión. “Fueron los emisarios del pasado”, se excusaba, comprometiéndose a realizar una investigación, que al final, nunca se concretó. Su solución fue pedir la renuncia al regente del Distrito Federal, Alfonso Martínez Domínguez, y desaparecer por algunos años de la vida política al jefe de la policía, Rogelio Flores Curiel.
Este hecho rompió las tenues relaciones con el proyecto de apertura democrática por parte de la izquierda mexicana, y las críticas, sociales y periodísticas, no cesaban. A pesar de que en los próximos años del sexenio, Echeverría realizaría actos que se consideran democráticos, como refugiar a exiliados chilenos por el golpe de Estado a Salvador Allende el 11 de septiembre de 1973 (un hecho que, a mi parecer, es más relevante reconocer y profundizar, por nuestra naturaleza como universitarios, que el de las Torres Gemelas en 2001), también continuaba con su juego de la “Guerra Sucia”: dirigentes como Lucio Cabañas, guerrillero rural, o Rosario Ibarra de Piedra, serían la piedra en el zapato del presidente. Las luchas sociales y movimientos urbanos eran su dolor de cabeza, que se curaba con la persecución y el asesinato.
¿Y la derecha mexicana? Se encontraba descontenta. El presidente quedó como el perro de las dos tortas. Su intento de mantenerse como nacionalista le causó conflictos con el sector empresarial, lo cual se acentuó con el asesinato de Eugenio Garza Sada, empresario regiomontano, el 17 de septiembre de 1973.
¿Y la libertad de expresión? Destrozada. Como estudiante de periodismo, me parece importante recalcar brevemente el papel de Julio Scherer García en el sexenio Echeverrista. El periódico Excélsior, a diferencia de otros medios impresos en México como El Universal, era formado por una cooperativa. Julio Scherer se había mantenido como director del diario desde 1968, y con ello, se manejaba una línea editorial que evidenciaba el mal estado de la política en el país. El 8 de julio de 1976, a unos meses de terminar el sexenio, se organizó una calumnia dentro de la cooperativa impulsada por un grupo de Los Pinos. Para ello, Regino Díaz Redondo, dirigente de dicha agrupación, expulsó del periódico a Scherer García, al gerente general, Hero Rodríguez Toro, y a colaboradores como Miguel Ángel Granados Chapa, Vicente Leñero, Carlos Monsiváis, etc. A pesar del duro golpe, en noviembre de 1976, Scherer fundó la revista Proceso, que se convertiría en uno de los seminarios políticos más vendidos e importantes en México.
¿Qué impacto tienen los ecos de los setenta en nuestro presente? El gobierno de Luis Echeverría concluyó formalmente el 30 de noviembre de 1976, pero no se olvida la imagen de un gobierno de México que se incomodó ante las revoluciones sociales. El que Echeverría, en 1975, declarará ante un auditorio lleno en Ciudad Universitaria: “¡Así gritaban los jóvenes de Hitler y Mussolini, muchachos (…), se les está metiendo el fascismo a la Universidad!”, nos debe invitar a cuestionarnos qué somos los universitarios para el gobierno y la UNAM. Al día de hoy, ningún presidente en funciones ha pisado territorio universitario. Ni siquiera, Andrés Manuel López Obrador, quien ha sido el fenómeno nacional de la izquierda más mediático en los últimos años.
En mi opinión, desde la década de los 70, gran parte de la comunidad de la UNAM, se ha desinteresado de participar en activismo social y en conocer las problemáticas nacionales e internacionales. Nos hemos quedado sedados después de una inyección de conformismo, que solo alimentó a nuestro narcisismo y nos cerró el pensamiento en un: “Si no me afecta, no me importa”.
Debemos reflexionar: ¿Estoy conforme con mi estancia en la UNAM? ¿El gobierno humanista de la “Cuarta Transformación” me representa? Para mí, hoy en día no existe manera en la que se vuelva a repetir un movimiento tan grande como fue el 68’. José Emilio Pacheco, en Las batallas en el desierto, define lo que, a mi parecer, es el ejemplo perfecto de nuestra actualidad: “Terminó aquel país. No hay memoria del México de aquellos años. Y a nadie le importa.”
Ahora, tal vez, nuestra misión es despertar del sueño y recuperar el espíritu revolucionario de los jóvenes de Allende. ¿Tú, quisieras despertar?
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