Facultad de Ciencias Políticas y Sociales
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Su mirada escaneaba a todos en el velorio, cualquiera de esas personas podía saber su secreto; sus ojos de vigía acechaban el recinto buscando las orejas culpables; algunas eran jóvenes, delatadas por pequeños orificios, hechos probablemente en medio de una fiesta con un alfiler, otras eran viejas, colgantes, como las de los sabuesos retirados de su pueblo natal.
En el féretro, uno menos de los que sabían el secreto; el canal auditivo por donde entró, ahora estaba lleno de estática, los sorbidos de café y el llanto de su madre; ruidos que ya nunca serán escuchados, fue convertido en un radio sin señal.
El misterio estaba aún entre los vivos, el dueño del secreto escuchaba atento las conversaciones de las tías chismosas, que curiosamente tenían orejas extremadamente prominentes, deformadas, probablemente a causa de la práctica de escuchar charlas indecentes en las que eran intrusas. Pronto descubrió que no iba a encontrar la información que buscaba, resignado le dio un sorbo al café de olla que sostenía más por inercia que porque le gustara el café; entonces el sabor lo llevó a sospechar de la madre del difunto, que otra persona podía escuchar ese hecho terrible como quien oye llover.
La observó por un largo rato esperando por una reacción al verlo, aguardando por algún gesto de asco o alguna impresión, pero era inútil; la mujer estaba destruida, si alguna vez oyó el secreto se quedó perdido entre los escombros del laberinto de sus oídos; ni siquiera podía pararse porque era incapaz mantener el equilibrio, la pérdida le retumbaba en el cerebro como el sonido de un viejo herrero que intenta trabajar.
Ansioso de no poder encontrarle, se sentó a un lado del abuelo, que cabeceaba cínicamente en medio de los rosarios, sus orejas, estaban llenas de vellos canosos sin cortar, que formaban una barrera natural, médicamente para evitar infecciones, pero él, pensaba que se habría cansado de oír los dolores del mundo, los quejidos de su esposa, sus rodillas rechinantes, las noticias cada vez más brutales en la televisión; ya le despreocupa lo que podía escuchar, de vez en cuando, cuando la gente no se daba cuenta, apagaba su aparato para la sordera que se comía lentamente sus sentidos, encontraba paz en el silencio.
Las palabras del padre que oficiaba el velorio no podían penetrar el cinismo del dueño del secreto, hacía mucho que no sentía culpa, ni tampoco remordimiento, era en cierto modo como un cascarón de lo que un día fue un hombre, parecía imperturbable; sus oídos habían escuchado miles de secretos tan oscuros como el que dejó escapar, sus manos habían silenciado otros mil, pero ya no importaba, sí alguien divulgaba lo que buscaba morir sería el menor de sus problemas.
De pronto escuchó el zumbido en el oído derecho, ese del que le había advertido su padre que al escucharlo uno sabe que la muerte se acerca, entonces volvió a ser un joven viendo a la minivan blanca con vidrios polarizados desde la que le arrebataron a su padre, desde la que saldaron la cuenta por pagar; la misa de su padre era parecida a esta, solo que a los hombres malos nadie les llora, para un niño es duro darse cuenta de que está solo en la vida; ese recuerdo lo estremeció. Su aturdimiento no duró mucho, pues fue interrumpido por el escalofrío que le generó una mano extraña tocando su hombro, esa era la conclusión de su augurio hecho zumbido, no había nada que pudiera hacer, como el que es condenado a la guillotina, solo quedaba esperar al sonido del hierro cayendo.
La bala entró en forma de sonido, recorrió su canal auditivo lento, nadando entre la cerilla y los cadáveres de los viejos secretos que había escondido, ya en el oído medio, entró en una caja, esperando por un juicio; un mallete, juez de sus actos, un yunque, en el que se forjaran sus cadenas y un estribo, para llevar el mensaje del veredicto por el laberinto hasta su cráneo. Las once letras le perforaron los tímpanos, un escalofrío recorrió todo su cuerpo, ya no importaban las formas ni las historias de las orejas que miró, era demasiado tarde para él, lo supo desde qué lo escuchó; desde que esa voz dulce lo dijo … “SÉ TU SECRETO”.
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