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Esta ventana es para mirar dentro de nosotrxs a través del arte y la creatividad.
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Dhyamis Kleber
Ángel Uriel Beltrán García

Ángel Uriel Beltrán García

Facultad de Economía

Mis días se ocupan en ser estudiante de Economía, y en ratos libres soy la palabra sobre el papel… y estudiante de Economía. Me gusta la música Punk y el Darkwave, hasta llegar a los boleros, las cumbias y de vez en cuando las canciones norteñas. Practico el piano y el bajo eléctrico cuando se da la ocasión, aunque la mayoría de las veces, me encuentro entre lecturas de terror, románticas y de suspenso. Miembro más joven de la “Cofradía Viajante”: Grupo de escritura creativa con tendencia a sensibilizar, humanizar y recrear la imaginación. Creo firmemente en la libertad, los sueños y la esperanza. Marx, mi ídolo y la explotación al trabajador, mi enemigo.

Nuestro sueño

Número 5 / ABRIL - JUNIO 2022

Una embriaguez sin sonido al mirarnos fijamente, imaginando el resplandor de su tersa piel que acompañaba en cautela toda una armonía indiferente

Ángel Uriel Beltrán García

Ángel Uriel Beltrán García

Facultad de Economía

I.

No sé qué sucedía. Mi corazón palpitaba tan fuerte que sentía como si huyera de mi pecho. Me faltaba el aire. ¿Qué hora era? No recuerdo. Tenía que levantarme de la cama. No sabía cómo reaccionar. No tenía ni la noción del día. Sentía mucho miedo. No creo recordar con claridad el sueño. Todo parece tan confuso y no entiendo por qué se presentó esto al dormir. No sé, no tengo respuestas simples. Era algo extraño, y tengo la sensación de ver un rostro ahí; sí, era una chica; ojos muy bellos y un rostro fino. Parecía con carácter fuerte, altiva y sin musitar palabra alguna, ni un ruido; realmente no encuentro palabras precisas para demostrar la impresión que reflejó en mí. Era digna, muy digna.

En ese sueño también observé su cabello; la forma suave y casi ondulada de su cabello que, si la luz del sol hubiese pegado con fuerza, las imágenes facilitarían el recrear una admiración majestuosa de sus dorados cabellos edificados como todo el resto de sus encantos. Una embriaguez sin sonido al mirarnos fijamente, imaginando el resplandor de su tersa piel que acompañaba en cautela toda una armonía indiferente. Un desafío; un límpido entramado; el encuentro imaginario del sol con su piel.

Tenía la intención de averiguar en dónde nos encontrábamos o, mejor dicho, dónde me encontraba; cuál era la intención, la razón por la que las visiones nos reflej aban ahí. A pesar del esfuerzo por recordar una y otra vez el lugar, una simple cosa por lo que me rodeaba, o acaso, algún objeto que hiciera tomar mi completa atención para asimilarlo con la realidad, fue inútil. Todas las señales se delinearon en silencio y, al paso de las horas, ya querían ser olvidadas. No había mucho en ese entonces: su mirada, su piel, sus dulces y rojizos labios, el discreto de sus ojos y su altura que se parecía a la mía; toda una edificación encantadora.

Una breve retrospección por fuera de mí logró que recordara el instante en que ella estaba ahí y, que, la desconocida me miraba, pausa romántica creada por mi parte; yo me encontraba sentado con mi desventura, como si estuviera dentro de un pozo sin ideas que no querían ser escritas dentro de las hojas de papel y formarse en pequeños textos, relatos, poemas. Unir, por lo menos, algunas palabras por el delirio de los recuerdos y susurrarse en el silencio.

En el escenario gris donde ella apuntaba justamente en mis ojos con los suyos, yo comenzaba a sentir esas palpitaciones tan fuertes dentro de mi pecho y diminutos cosquilleos en mis brazos hasta mis manos. Me levantaba en breve asustado y desubicado. No podía comprender qué hacía esa persona, esa desconocía por todos, parada frente a mi sin decir absolutamente nada. La plenitud del sueño terminaba y, al despertar, ya no estaba ahí, ni aunque así lo hubiese deseado.

II.

Recuerdo sentir el verano con mucha calma cuando iba caminando por las calles, había una sonrisa en mi cara que no podía borrarse. Aquellas imágenes que en algún momento estuvieron en mi mente ya no habitaban más y el sentimiento incomprendido que algo pasaría ya no estaba más conmigo; la angustia no me arruinaba los normalidad que, supuestamente, debemos tener cada persona.

Era la tarde y me encaminaba para ver a mi amigo Daniel en la calle Cicalco, junto a un quiosco maltratado y casi abandonado, ahí por el metro Universidad. Dijo que llegaría diez minutos tarde, aunque sabía bien que se tomaría unos cinco minutos más, en fin… Seguí con mi camino y aproveché la demora para comprar un cigarro

No acostumbro a fumar y tampoco tenía la necesidad de andar oliendo a cigarro, aunque curiosamente, a pesar de mi tranquilidad, una voluntad mecanizada hizo que ese humo se fumara en mi boca. Ese día no parecía domingo, aunque lo era. Creo que de ellos hay que entender su desconfianza, apropiarnos de la relación que tienen con las personas y reconocer su burdo entendimiento con el mundo.

El humo del cigarro iba volando apresuradamente. Pasaron no cinco sino quince minutos cuando de pronto, Daniel me sorprendió con un grito y su chiflido ñerazo muy de su estilo. Volteé con la actitud, sabiendo que era Daniel y, sorprendentemente, una persona menos alta que él, lo acompañaba a su lado; quería indagar quién era mientras se acercaban más y, antes de soltarles un saludo, mi felicidad colmó tan rápido que hasta pude sentir como mis manos iban convirtiéndose en un par de objetos helados. Mi corazón comenzó a bombear tan rápido, tanto que tuve la sospecha que de repente, de tanto esfuerzo, se desmoronara y quedara el polvo sólo a recoger.

Era ella, esa, la de los dorados cabellos.

III.

Esa misma tarde no sabía cómo reaccionar. Me quedé inmutado, inmóvil y no pude dar el siguiente paso. La conmoción la notaron, pero ya estaban junto a mí; nos saludamos y ella, indiferente, me miró sólo por una vez y la atención que mucho me había correspondido de pronto ya no era. Su atención era de los demás, de los otros, y poca relación tuvieron mis ojos con sus ojos. No estaba loco, o eso insistía decirme con mi pensamiento; reconocía su rostro, sus ojos, toda ella. En la conmoción imaginaba como los dorados de su cabello reptaban sigilosamente hasta subirse en mis brazos y someter, de alguna forma, a este rostro, frio y casi muerto; no tenía escapatoria.

Aquella tarde casi no escapó un sonido de mi garganta, ni una sola oración interesante. El esperado combate de sus ojos pegados a los míos nunca sucedió y solo así pudo marchar el día, con la chispeante zozobra que resentía mi pecho.

Con el tiempo, descubrí que su nombre era Anya. Anya, Anya, Anya. Repetirlo me ocasiona un poco de nerviosismo, pero me gusta.

Deseé mucho mirarla nuevamente en mis sueños; cada día se formaba un llanto en mi pecho que era por ella. Sufrí letargos innecesarios que no podía contraponer. La extrañaba mucho.

Fue así como en una noche logró aparecer en mis sueños. Nuevamente me miraba y esta vez pudo sonreírme, y yo moría, ahora, de felicidad. Soltamos algunas palabras. Creo que nos queríamos.

Ponía de pretexto cualquier cosa para tener la oportunidad de ver a Daniel y decirle que llevara con él a la desconocida, que ya no tenía mucho de eso. Parecía que solamente eran amigos, simples amigos que se la pasaban bien y que su amistad no interponía nada más que eso. Fueron varias las ocasiones en las que salimos los tres. Casi no había conversación con ella; es decir, ella conmigo; no pasaba de un saludo o un “cómo estás” y un “bien” consecuentemente. No importaba, podía verla, pero en ciertas ocasiones, mis inseguridades y los absurdos celos que no tenían razón alguna salieron a flote. Imaginaba muchas veces que se iba, que me dejaba, y yo seguiría padeciendo los sueños malos, desgastantes; dormiría igual de mal y de vacío. Su ida presentaría mi inseguridad y me recordaría a la naturaleza, a la infame naturaleza, y que todo lo que me dio simplemente se desvanecería o nos desvanecería así de pronto.

Ya no era necesario que deseara, que casi suplicara para que ella estuviese en mis sueños, simplemente aparecía, estaba ahí y yo con ella. Éramos solamente dos que hacían un sólo e inolvidable amor.

IV.

Decidí terminar con el martirio y decirle, explicarle y confesarle todo mi completo cariño que le tenía. Nos veríamos nuevamente, pero sólo ella y yo, aunque ahora, cerca del quiosco que está por la casa de Daniel; no entendía por qué, pero allá fui. Todo el resto de las palabras que estaban en un mar de lágrimas iban a ser de ella, una por una. Me encaminé, llegué al metro; hice unos veinte minutos y por fin estaba en su estación; salí lo más pronto posible que pude; era la hora exacta, tres treinta de la tarde; el quiosco era nuestro único cómplice. Esperaba ahí, como anteriormente esperé para poderla ver por primera vez. Compré una rosa, una sola rosa roja. Una sola que demostraba todo mi completo cariño; en la roja estaba el pacto entre mi amor y su amor, Todo era suficiente y la espera se hacía cada vez más larga. Tres y cuarenta; tres y cincuenta; cuatro; cuatro y media de la tarde. Los minutos pasaron y el hecho fulminante estaba por ocurrir.

Se avecinaron pasos, lentos y arrastrados; ahora creía en lo predecible de las cosas y mi sonrisa era toda. Los pasos se detuvieron a mí, mostrándome el último aliento que en mi alma perduraba. Era Daniel con un recado por parte de Anya en una hojita, rota como si fuera simplemente arrancada de un cuaderno: “Me voy”, decía, “Tengo que irme. El divorcio de mis padres solo complicó las cosas y ahora tengo que alejarme. Espero que hayas sabido, aunque todavía no me explico cómo, que te quise mucho, y que mis silencios no hayan complicado mi cariño hacia ti. Siento que en mi sueño que tendré esta misma noche, podré verte de nuevo, como en los otros sueños en los que anteriormente apareciste tú y, así, besarte los labios como nunca lo pude haber hecho. Con amor. Anya.”

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