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Esta ventana es para mirar dentro de nosotrxs a través del arte y la creatividad.
Esta ventana es para mirar dentro de nosotrxs a través del arte y la creativdad.
Valeriia Miller/Pexels
Adrián Antonio Sandoval Marrón

Adrián Antonio Sandoval Marrón

Escuela Nacional Preparatoria Plantel 2 Erasmo Castellanos Quinto

Lo que me gusta hacer en mi tiempo libre es leer cuentos, novelas, ensayos y poemas de escritores latinoamericanos, estadounidenses, franceses, etc. Por eso, hace más de seis años comencé a interesarme por la redacción hasta convertir el acto de escribir en uno de mis mayores placeres. También me encanta ver películas de cine independiente y de los años sesenta a los noventa.

Naranja dulce

Número 4 / ENERO - MARZO 2022

Los aromas pueden transportarnos a otros espacios, a otros tiempos y a personas que hemos amado

Adrián Antonio Sandoval Marrón

Adrián Antonio Sandoval Marrón

Escuela Nacional Preparatoria Plantel 2 Erasmo Castellanos Quinto

Recordando a quienes queremos…

El cerebro es sin duda una pieza orgánica formidable para el ser humano, resulta de gran interés debido al conocimiento sibilino que resguarda entre sus tejidos, aunque sin duda para encontrar el porqué los estímulos pueden esclarecer ciertas vivencias, que de otra forma permanecerían ignoradas, hay que ir más allá de la anatomía y adentrarse en lo intangible. No cabe duda: la respuesta se genera dentro de la mente. Yo lo corroboré el mes de junio del año 2016, cuando un sutil aroma me conmovió.

Mi bisabuela moriría sin remedio. Siempre que iba los fines de semana a visitarla, la hallaba postrada en la cama, invadida de tubos y agujas, mirando sin sentido en derredor, acompañada del pitido lejano del monitor. Cuando me sentaba a su lado, ella siempre echaba ojo al rincón, como si una tercera presencia la perturbara. Yo igual sabía de aquel extraño ente por el olor que desprendía y se impregnaba cual veneno en los ojos para mantenerlos desenfocados, en la piel para hacerla marchita, de mármol, y en la mente y el alma para perderse entre las dunas de lo perenne.

Noté que yo me volvía invisible en esa silla y que mi bisabuela, durante días de callada agonía, se desprendía de su dulce esencia, lo único que la conservaba presente. Intuí entonces que la petrificaba la idea de morir. Creo que es razonable tener miedo a la muerte, después de todo nuestra existencia tal como la conocemos encuentra su fin gracias a ella, ¿pero también será que uno teme al descanso eterno cuando por fin descubre que se ha privado de algún lujo, experiencia, sueño y otras tantas aspiraciones que son metas imposibles? ¿Pensamos entonces en lo que implica morir? ¿Por qué somos más sensatos poco antes de olvidarnos del mundo? ¿Valoramos más nuestra vida o es que evocamos muchos más recuerdos?

Considero que es lo último: los recuerdos. Siempre antes de irnos, en silencio, brindando nuestra fuerza quedándonos inmersos en las vivencias, vemos por un instante la manera en que crece esa cinta que llevamos con nosotros, hasta el momento en que no hay más que recordar. Ya no necesitamos saber quiénes somos, ya no interesa reconocernos… lo verdaderamente pertinente antes de expirar es aceptar lo que fuimos.

No dejé de pensar en eso aquel día ni tampoco al siguiente, cuando la noticia de su muerte se difundió. Un derrame cerebral, igual que mi bisabuelo, en paz descanse. Es extraño, pero a pesar de no ser un creyente ejemplar siento remordimiento al no bendecir el nombre de mis difuntos. De modo que gana vigor la noción de un castigo celestial.

Hubo flores, café, pan, llanto y música. Reconozco haber sido más testigo que cómplice esa noche cuando honrábamos las cenizas. Mirando desde una ventana contigua al comedor, me percaté que mi llanto escondía una riña entre las remembranzas de mi bisabuela con los temores de mal agüero que trataban sobre mi madre, su muerte y la miseria que posteriormente corroería mi espíritu. Desconocí en ese momento si estaba bien expresar melancolía pensando en dos personas distintas, más cuando sólo una de ellas merecía las lágrimas y los lamentos. Aun no hallo razones congruentes para evitar la impugnación colectiva, será por eso que me niego a sincerarme sobre el consuelo que persistió en mí gracias a su aroma, a su calor y presencia. En esa habitación envenenada de dolor –igual que cuando Pandora liberó las desgracias de la caja–, empezó a acentuarse el olor de la naranja fresca, viva; su manifestación no consiguió despejar la tristeza, pero nos llenó de fe en que al despertar encontraríamos, cada quien, a su modo, una razón para continuar.

Pasaron cuatro meses. Mis tíos decidieron conservar la casa de mi bisabuela y mis tías encontraron reconfortante venir dos o tres veces por semana a ayudar con el quehacer. Yo sabía que esa entrega a la labor doméstica consistía en un pretexto usado para pasar horas enteras contemplando la habitación vacía, sacudiendo los almohadones, limpiando las cadenas y relojes, cavilando si era prudente abrir las ventanas o mantener cautiva esa fragancia ajena a la engendrada por los pimpollos de las rosas, que habían permanecido desfloradas.

Llegado el turno de mi abuela, decidí acompañarla para sentarme en el sillón que ocupaba desde siempre (el más vistoso de la estancia), ese que movieron para erigir la tarima donde descansaron las cenizas. Pasé varias visitas sentado… hasta aquel junio cuando me atreví a penetrar en la alcoba. Me detuve en seco, quedando mi mano pendida de la manija, sobrecogido por un grato aroma otoñal. Con ese bálsamo me embarqué en un sueño terso, afectuoso y longevo… pude oír el paso de las zapatillas de mi abuela, las cacerolas rozando con la hornilla, su voz llamándome al comedor, mis ojos recordaron la imagen de sus manos moviendo el molinillo, en mi boca saboreé el chocolate que acostumbraba preparar y el momento cumbre fue su presencia viniendo hacía mí con la charola de pan caliente, con la firme intención de llenarme de besos, dejándome oler la fragancia cítrica que la caracterizaba.

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