Colegio de Ciencias y Humanidades Plantel Oriente
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Desde que nacemos, la sociedad nos prepara para los roles de género que “debemos” seguir. De pequeños, alguien decide por nuestro cuerpo. Rara vez le preguntamos a las infancias como se quieren vestir. Por desgracia nuestro comportamiento será dictado por nuestros círculos sociales, cuando alguien salga de la normativa será señalado por su forma de expresarse.
Dejar nuestro cabello largo si somos niñas o de lo contrario lo cortan, no solo por gusto personal de los padres, también será por las reglas tradicionales de la escuela, que deciden sobre nuestro cuerpo, sobre el uniforme que usamos a diario en su institución, al menos las niñas pueden llevar pantalón ahora, pero sería impensable que los niños usen falda.
Nos suelen enseñar lo vergonzoso que es nuestro cuerpo, si tenemos suerte alguien nos indica cómo cuidarlo. Una enseñanza que repercutirá en cómo tratamos los cuerpos ajenos, a tener prejuicios sobre ellos, a ser gordofóbicos, racistas y machistas, aunque seamos respetuosos, aprendemos estos comportamientos del exterior.
Después de la adolescencia entramos a un limbo en el que estamos descubriendo nuestra identidad, desde el género hasta la religión. Aprendimos a sobrevivir imitando conductas, e inconscientemente repetimos patrones, por desgracia no todos tomamos conciencia de esto.
Buscamos trabajo, debemos dar la imagen que se requiere en la mayoría de las veces. Entonces, ¿dónde está nuestra identidad? y ¿dónde queda nuestro derecho a la libre expresión? cuando constantemente reprimimos y juzgamos a la persona que está a nuestro lado.
Sin mencionar, que la sobreexplotación en el trabajo está demasiado normalizada, llevamos nuestro cuerpo al límite para que nos den un salario mínimo, que pocas veces nos permite darnos lujos como las vacaciones. Vemos el cuerpo como una fuerza de trabajo que descansa solo dos días a la semana, que enriquece a alguien más, donde nos hacen creer que somos reemplazables. Sin embargo, en un escenario hipotético donde todos los trabajadores dejarán de producir, las empresas estarían reducidas a nada.
Es denigrante que solo podamos descansar en la tumba, que irónicamente ese sea nuestro hogar sólido como lo expresó anteriormente Elena Garro. Tenemos derecho a una vivienda, pero jamás podremos comprar nuestra propia casa, solo queda resignarnos a rentar.
El trabajo, como un lugar que está al otro lado de la ciudad, por el que tenemos que viajar dos horas o más para llegar. Tomamos una combi, nuestro cuerpo es apretado con otros, subimos a un vagón de metro donde peleamos por un asiento porque nuestros cuerpos están cansados, cuando nos roban el asiento maldecimos otro cuerpo igual de cansado. Nos acomodamos como sardinas en lata para entrar a un transporte, hacemos un esfuerzo por respirar, en el calor nos bañamos en sudor porque los ventiladores no funcionan, pero en el frío nos sentimos reconfortados al entrar a un vagón calientito.
Nuestro cuerpo merece ser tratado con respeto, porque somos más que una fuerza, somos más que solo nuestra profesión o las cosas que consumimos, realmente tenemos una crisis de identidad.
¿Cuándo vamos a tener tiempo para cuestionarnos el sistema si no tenemos tiempo para nosotros mismos? Nuestro deber como seres humanos es cuestionar lo que nos rodea, nutrirnos de cultura y crecer. Citando a Bertolt Brecht, “el arte no es un espejo para reflejar la realidad, sino un martillo para darle forma”.
Ser empático con otras personas, también será la clave para que avancemos con la humanidad, cuando hagamos nuestros los problemas de otros cuerpos. El individualismo ha causado tanto daño que somos indiferentes con el sufrimiento ajeno, tan indiferentes que ignoramos las guerras que suceden a nuestro alrededor. En el momento en el que nos preocupemos por otros seres vivos, dejaremos de estar destinados a la extinción.
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