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Esta ventana es para mirar dentro de nosotrxs a través del arte y la creatividad.
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Lennart Wittstock/Pexels
Picture of Armando Yael Arteaga Ortiz

Armando Yael Arteaga Ortiz

Escuela Nacional Preparatoria Plantel 2

Armando Arteaga, escritor aficionado.

Convertirse en Edgar

Número 4 / ENERO - MARZO 2022

Tenía trece años cuando pasó, intenté convencerme de que todo era mentira, pero las pesadillas fueron insoportables

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Armando Yael Arteaga Ortiz

Escuela Nacional Preparatoria Plantel 2

Tenía trece años cuando pasó, intenté convencerme de que todo era mentira, pero las pesadillas fueron insoportables. Probé de todo, terapia, sesiones de hipnotismo, pastillas, sin embargo, nada funcionó; estaba en mi cabeza su chillido, su maullido.

Era una noche de otoño, el frío ya llegaba a Covenham. Siempre fui en el turno vespertino, por lo que me acostumbré a llegar tarde a casa. Ese día regresé junto a mi amigo Edgar, que vivía en la calle Mein, decidí acompañarlo, ya que mi casa estaba a pocas cuadras de distancia, mientras caminábamos hablábamos de lo poco que sabíamos de mujeres y el amor; cuando lo sentimos, sin previo aviso el aire se volvió denso y una niebla espesa salía de las alcantarillas. Nos miramos sabiendo los pensamientos del otro, caminamos un par de calles con el corazón en la garganta, hasta que él súbitamente se detuvo, antes de poder decir una sola palabra tomó mi mano, estaba frío como si hubiese muerto.

Desearía haber muerto, pero no morí y mis ojos lo vieron; frente nosotros había una mujer que aparentaba como mínimo 80 años, con manos esqueléticas y pálidas en extremo, mi sangre se congeló en un momento, quedé petrificado hasta que un aullido infernal, un gemido de dolor cortó el silencio, la señora tomó un gato de la calle y le abrió el estómago con sus propias manos, dejando caer las tripas del animal en su boca sin un sólo diente. Yo estaba atónito, mi cuerpo se quedó inmóvil y mis piernas olvidaron como correr. Me hubiera quedado estático de no haber sido por la sensación de un líquido pegajoso resbalarse por mi suela, al voltear descubrí el pantalón mojado de mi compañero, pero no dije nada porque comprendía su miedo. Sabía que tenía que hacer algo, así que con el valor que no tenía lo tomé del brazo y corrimos hacia mi casa como si no hubiera un mañana. Jadeando llegamos al portón, le dije a mi madre que era tarde y nos venían siguiendo unos vagos cuadras atrás, ella lo comprendió. La calle Mein era un lugar inseguro, mi padre había vivido ahí. Al subir a mi cuarto, él se dio una ducha y no dijimos nada.

Al siguiente día estaba claro que no íbamos a tocar ese tema, todo transcurrió sin novedad, incluso llegué a pensar que lo había soñado, sin embargo al volver a casa junto a mi amigo, me miró a los ojos y me dijo: –Creo que la bruja nos vio–. De inmediato sentí un peso en mi espalda y solo pude responder –Es solo una loca–. Al llegar a su casa nada pasó, o al menos no lo supe esa noche.

Por la mañana, en el receso Edgar me acerco junto a él y me lo contó todo. –Te dije que nos había visto, no pude dormir, me acecha, tienes que ayudarme, se paró frente a mi ventana–, con el corazón lleno de miedo le respondí: –Solamente es tu mente jugando contigo–. Al pasar de los días lo veía visiblemente demacrado, se dormía en clase, tenía malas notas, pero no le tome importancia porque nunca había sido muy atento, un día catorce de noviembre me dijo: –Ahora la bruja va a ir por ti–, en ese momento no entendí sus palabras hasta que sus padres me llamaron el día siguiente: –Edgar se ahorcó–, me dijo su padre al otro lado de la línea, con la voz cortada.

Nunca en mi vida me sentí tan culpable, yo era el único que podía salvarlo y no hice nada, en mi mente solo existía la pregunta: ¿podría haber hecho algo por él? Mientras, las lágrimas corrían por mi rostro y mis manos temblaban, la pregunta se repetía en bucle; no podía creerlo, uno de mis mejores amigos se había suicidado.

El funeral fue terriblemente triste, aun así no hubo lágrima alguna saliendo de mis ojos, la culpa consumió al dolor y el dolor me consumía a mí, al terminar el entierro los padres de Edgar nos invitaron a tomar café en su departamento, entré a su cuarto como para despedirme, como para disculparme, fue entonces cuando vi su icónica libretita roja donde dibujamos a los profesores con caras graciosas; juraba que cuando fuéramos grandes yo escribiría historias que él ilustraría, y sentí alegría por un breve instante, pero la diversión no dura para siempre. Casi al final del cuaderno estaba ella, había dibujado a la bruja devorando al gato, sentí que la habitación se encogía, así que salí al baño a vomitar. Al volver a casa con el cuaderno rojo en manos intenté recrear el dibujo, pero nunca sería tan buen dibujante como lo era Edgar.

Recuerdo despertar en la madrugada con una sed terrible, al bajar las escaleras me quedé congelado. –Edgar tenía razón– me decía a mí mismo, ahí estaba la bruja afuera de la ventana, acechándome a través de la cortina.

Esa noche no pude dormir, ni tampoco la siguiente.

Poco a poco me transformé en Edgar, mis calificaciones fueron disminuyendo a medida que el insomnio se masificó. Todo el mundo pensó que fue por la muerte de Edgar, pero era la bruja a través de la ventana que quería comerme, sabía que nadie me creería, en pleno siglo XX… creyendo en brujas.

Decidí escribir un cuento sobre lo que había pasado, pero el profesor de literatura me envió a un concurso; no tenía un solo amigo en el mundo, nadie podía entenderme. Todas las noches rezaba porque el día siguiente ella se fuera, porque me dejara dormir. Sin embargo, mis plegarias eran inútiles, estaba indefenso, el pasar de las horas en las que me mantenía despierto se sentía como una navaja intentando pasar por el interior de mi garganta, mi cordura estaba sostenida por el poco sueño que recuperaba en la clase de matemáticas, poco a poco estaba ganando, cada minuto era un calvario.

Sangre…

El primer pensamiento que tenía por la mañana era sangre, roja sangre resbalando por la acera, la bruja muerta y mi vida restaurada, la primera vez que lo pensé fue en clase de geografía mientras luchaba con todas mis fuerzas por no dejar caer mis párpados, para ser sincero me asuste, ese pensamiento era ajeno a mis valores, me estaba perdiendo.

Inevitablemente llegó el día. No quería convertirme en Edgar, así que tomé el viejo revólver que guardaba mi padre en su escritorio, me acerqué a la ventana, descargué todas las balas, y con ellas lo que me quedaba de inocencia. Seis balas escupió la pistola una por cada letra del nombre de Edgar y la última para vengar al gato. Mis padres corrieron a quitarme el arma, alarmada mi madre llamó a la ambulancia, al acercarme a la acera vi tendida sobre el piso a una mujer de aproximadamente 30 años con un gato entre sus manos tersas.

Trauma; ese fue el primer nombre que le dio el psicólogo al que me llevaron, con el paso del tiempo y un tratamiento infructífero el trauma se transformó en trastorno de estrés postraumático, nadie me creyó entonces y nadie me cree ahora. Escríbalo señor, escriba que yo maté a la bruja, que todos sepan que no estoy loco, que mis padres sepan que no estoy enfermo y que me saquen de aquí.

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