Facultad de Filosofìa y Letras
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El narcotráfico ha penetrado en cada esfera de la vida social en México. Tenemos un santo, fiestas temáticas, videojuegos e incluso canciones.
Una vez bailaba chilenas en mi pueblo, en la lejana Costa Chica de Guerrero en el momento de las complacencias del público. Entre la lucha de peticiones, ganó un corrido dedicado a un importante delincuente del poblado de Huehuetán, también en Guerrero. No quiero reproducir los nombres de las susodichas canciones porque son de dominio público para cualquier costeño. No obstante, me llama poderosamente la atención el cómo los cantautores de mi tierra dedican puño y letra para glorificar las hazañas de los criminales.
Aquellos protagonistas de los corridos, comenzaron en la miseria, en el dolor de la labranza y en el olvido del sistema.
Pero en aquel fondo más oscuro lograron encontrar una luz a través del cultivo de drogas. Es decir, una forma de salir adelante entre las carencias.
Algunos de ellos construyeron iglesias, celebraron al santo patrono del pueblo, respetaron a los habitantes e incluso encarnaron las responsabilidades que debía cargar un Estado: edificaron caminos, donaron dinero y pusieron a sus comunidades en el ojo del país. Badiraguato y su relación con el Chapo Guzmán como claro ejemplo actual.
El pueblo no admiraba el lado oscuro de sus riquezas, admiraba que ellos se habían vuelto la ley, habían puesto orden y salido adelante a pesar de sus orígenes más humildes.
Pero, sin dilaciones, regresemos a mi baile.
Al momento de sonar las primeras notas, los borrachos más apasionados entre el mar de sillas sacaron sus armas personales, rifles de alto poder y pistolas semiautomáticas. Entonces, envalentonados por el alcohol y las hazañas de un muerto de hace 50 años, emitieron detonaciones al aire mientras gritaban incoherencias.
—Yo soy el macho prieto…
La policía comunitaria quedó pasmada ante tal despliegue de fuego, puesto que sus escopetas viejas no podían competir con la cadencia de fuego de un AR-15. Los lugareños simplemente se dispersaron ante las detonaciones, con un coro al unísono: “otra vez con sus chingaderas”.
Entre el murmullo pude ver a una joven sentada, bebía una cerveza modelo, serena y calmada, con ojos color miel y mirada penetrante.
Humildemente me acerqué y le dije:
—¿Quieres bailar “la mula bronca”?
—Sí.
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