Facultad de Ciencias Políticas y Sociales
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¿Qué tienen en común El hombre elefante (1980), La cosa (1982) y La mosca (1986)? Más que adaptaciones clásicas o legados de Lynch, Carpenter y Cronenberg, comparten el Body Horror: un género que deforma el cuerpo humano para provocar repulsión. Históricamente marginado, sorprende el éxito de La sustancia (2023, Coralie Fargeat), que recaudó $114 millones frente a un presupuesto de $17.5 millones. ¿La razón? Expone cómo la ideología impuesta por la industria cultural destruye al individuo.
La trama sigue a Elisabeth Sparkle (Demi Moore), una presentadora que, presionada por estándares de belleza inhumanos, usa una sustancia experimental para rejuvenecer. Convertida en Sue (Margaret Qualley), su metamorfosis grotesca revela la lógica perversa de un sistema que, como advierten Adorno y Horkheimer en su libro Dialéctica del Iluminismo, convierte el arte —y el cuerpo— en mercancía. Aquí, el cuerpo femenino es un “producto estandarizado”, alienado hasta la destrucción. Elisabeth se vuelve “fungible, un ejemplar”, víctima de una industria que somete al individuo al capital.
La película muestra cómo la ideología dicta creencias autodestructivas. Siguiendo a John Thompson en el libro Ideología y cultura moderna, estos sistemas simbólicos establecen relaciones de dominación. Los medios —como el programa Sparkle— difunden ideales inalcanzables, glorificando la juventud con primeros planos de cuerpos esculpidos. Esto genera “cosificación”: reducir personas a objetos intercambiables. Al inyectarse la sustancia, Elisabeth sufre ciclos de descomposición; su humanidad se anula para convertirla en un producto desechable.
Louis Althusser con su ensayo Ideología y aparatos ideológicos del Estado añade otra capa: la ideología interpela a los sujetos mediante instituciones (medios, medicina). La sustancia actúa como “aparato ideológico”: promete un ideal ficticio, replicando estándares que exigen sacrificio corporal. Así, el “espectáculo de ejercicios” idéntico para Elisabeth y Sue refleja cómo la industria clona cuerpos, anulando su singularidad. Como diría Walter Benjamin, se pierde el “aura” —la autenticidad— ante la reproducción técnica.
Pese a su crítica, la película podría caer en la misma lógica: escenas de mutilación convierten el sufrimiento en consumo morboso. Waldman Mitnik (Melancolía y utopía) lo resume: la industria cultural “vuelve inocente la ferocidad”. No obstante, La sustancia subvierte el mecanismo al exponer la brutalidad del sistema donde los ejecutivos manipulan a la protagonista para mantener su “imagen rentable”, revelando cómo la ideología opera tras los estándares de belleza.
La sustancia responde con una alegoría del Body Horror: la ideología no es abstracta, sino un poder que dicta sentencias corporales. Internalizamos creencias como que la juventud es igual a valor y solo porque los aparatos mediáticos las normalizan. Así, la sustancia es metáfora de un sistema que, cuál coach tóxico, vende felicidad en pastillas mientras erosiona nuestra humanidad. Como espectadores, debemos preguntarnos: ¿rechazamos esos estándares o, al consumirlos, nos convertimos en cómplices?
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