Colegio de Ciencias y Humanidades Plantel Oriente
Colegio de Ciencias y Humanidades Plantel Oriente
Cuando conocí a la señorita Estefanía, juré que iba a ser ella quien me acompañase por el resto de mis días. Gustábamos de ir todos los sábados, sin falta, a comer al restaurante del pueblo de San Carlos, un lugar pequeño; famoso y cálido a su modo. Las mañanas de los domingos eran de asistir a misa de nueve, luego nos íbamos a desayunar a cualquier lugar que se nos atravesara.
La señorita Estefanía siempre fue misteriosa, a pesar de que nos conocíamos todo. Su mismo hogar, su hábitat era raro, nunca le comprendí del todo.
Ella y yo habíamos hablado ya de una boda, era el tiempo y momento. Esa última mañana en que desayunamos, bajo ese ambiente tan raro del pueblo, Estefanía tuvo un momento de horror y me dijo creer que estaba soñando. No era un sueño, le decía yo, ella lo asimiló, a su modo, con su extrañeza.
Al día siguiente, la señorita Estefanía se marchó y no supe yo de ella por ningún medio; siempre, sin falta, la iba a buscar todos los viernes y domingos a su casa, pero nadie nunca respondía a los llamados de la puerta.
Pasaron los meses, ninguna de mis cartas fue recibida por ella y todas volvieron a mí porque nadie las reclamaba.
Pasaron entonces los años; y todas las noches hacía un espacio en mi cama para recibir a Estefanía, ausente, efímera Estefanía. Al pasar del tiempo supe que ella jamás iba a volver.
Dejé de esperarla y conocí a Amaya. Aunque cruel suene, en Amaya, eternamente, vi reflejada a Estefanía. Sus ojos, que como aves que volaban bajo las nubes asimilaban sus cejas, tenían las mismas voces que las de Estefanía. En sus manos, estaban las mismas líneas que en las manos de Estefanía eran rutas de mapas. No dudé ni un momento y le propuse matrimonio a Amaya.
Llegado el día de la boda, la catedral de San Carlos se vistió de gala, los pétalos de flores tapizaban la catedral, el pueblo entero asistió a la misa. A las nueve en punto de aquel domingo, el cura daría inicio a la ceremonia. A mi llegada a la iglesia faltaban diez minutos para las nueve, me senté un momento a recordar todos esos domingos con Estefanía en esa iglesia y ella de pronto se hizo presente. En ella los años no habían pasado, estaba tal como el último día que nos vimos. Me miró a lo lejos desde donde ella estaba y se acercó a mí; yo pregunté todo lo que pude: —¿Dónde te metiste?, ¿por qué te fuiste sin decir nada?—, en el desconcierto de su cara estaba la clara respuesta.
—¿De qué hablas?, ¿cuáles cartas?, ¿cuál desaparición? ayer fuimos a comer como todos los sábados y hoy como todos los domingos te esperé para que pasaras por mí para venir a misa, pero no llegaste así que vine yo sola ¿Por qué vistes así?—, dijo Estefanía con la eterna certeza que sus palabras dictaban. En sus ojos, poco a poco iba brotando el agua que le quemaba el rostro.
–Estefanía, me voy a casar…
Por: Mariana Shanti González Almaguer
Los libros son amores para la eternidad
Por: Melisa Areli Mancines
Me aterra pisar sobre la piedra y que el mundo vea mis pies sangrar
Por: Nezahualcóyotl Enrique Estrella Flores
Algunas pistas sobre el sentido del “yo” a partir de la literatura