Facultad de Derecho
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Una multitud de atuendos negros, difusos y líquidos alternaban entre la inamovilidad total y tenues movimientos cargados de tristeza. Les rodeaban paredes blancas, emulando la pureza y celestialidad a la que ninguno de los presentes podría aspirar después de los 10 años. Mi abuela yacía con los ojos cerrados, rodeada de flores y mensajes de cariño en una de las esquinas de la funeraria.
Al entrar, mi madre y yo nos encontramos en un limbo ajeno a las calles rebosantes “en gente” de la Venustiano Carranza, a los ensordecedores gritos de los autos en la avenida. Allí el aire era artificialmente fresco, y mi madre y mi padre podían coexistir pacíficamente en un mismo espacio, también de manera artificial. Por primera vez en una vida no hubo sutiles gestos de desagrado, incluso llegaron a sentarse juntos a platicar por unos minutos. Se dieron un abrazo y mi mirada se apartó de ellos.
En otra de las esquinas del cuarto resaltaba mi abuelo. Sus pantalones negros y su chamarra, sus zapatos y su camisa a cuadros. Sus manos callosas, rotas por trabajos tan diversos como el de enterrador, o el tener que vender Yakults a través de toda la ciudad.
Cuando llegaron los tamales para todos, él sólo bebió un vaso de café, no tenía hambre. Cuando el padre concluyó su sermón respecto de cómo sólo debemos comulgar si verdaderamente nos encontramos libres de pecado, ni yo ni él nos acercamos. Cada vez mi abuelo se quedaba más inmóvil, dejando cada vez menos su asiento, charlando cada vez menos con los invitados.
Durante todo ese lapso sin tiempo, sus ojos, contorneados por la edad, expresaban más que todos los poemas del mundo. En ellos podía leerse las últimas horas de una historia de amor que duraba más de 50 años, un millar de promesas y segundos que se extendían en reflexiones sobre la muerte que sólo entienden los viejos. A través de su mirada, caricias, besos, llanto, la crianza de 5 hijos entre las más profundas carencias se desvanecían como el humo.
Cuando llegó su momento de hablar, las únicas palabras que salieron de su boca fueron las siguientes: “No se preocupen por mí, yo sé que pronto volveré a estar con mi Juanita”. Ni siquiera después de esto lloró, sus ojos nunca se inmutaron.
Mi mamá siempre me ha dicho que gracias a él escogieron uno de mis dos nombres, pero yo jamás he sabido cual, pues nunca lo he llamado por su nombre. Para mí él siempre fue, es y será “abuelo”. Mi papá, por su parte, me habló de todos los funerales a los que había asistido en su vida, sobre lo mucho que le desagradaban y sobre cómo se había visto forzado a cargar todos esos ataúdes.
Supongo que sólo en momentos como este uno se da cuenta de que todo aquello que es bueno, bello y verdadero está, por esto mismo, destinado a perecer. Bien dicen que “lo más terrible se aprende enseguida y lo hermoso nos cuesta la vida”.
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Una respuesta
El dibujo es muy lindo, lo que me parece más interesante son las manos qué tocan al ojo, tanto la mano de huesos siento que refleja la parte de la muerte o lo malo de esa mirada y la mano normal podrías ser la dualidad, la parte buena de la gente y como se juntan para dar ese bonito resultado