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Esta ventana es para mirar dentro de nosotrxs a través del arte y la creatividad.
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Camila Moncayo Ortega / Escuela Nacional Preparatoria Plantel 9
Armando Yael Arteaga Ortiz

Armando Yael Arteaga Ortiz

Escuela Nacional Preparatoria Plantel 2 Erasmo Castellanos Quinto

Armando Arteaga, escritor aficionado.

Ipsofilia: el claroscuro de la carne

Número 5 / ABRIL - JUNIO 2022

Como una imagen barroca, este atribulado personaje deja ver su amor angustiado entre luces y sombras

Armando Yael Arteaga Ortiz

Armando Yael Arteaga Ortiz

Escuela Nacional Preparatoria Plantel 2 Erasmo Castellanos Quinto

La facultad de literatura me agobiaba, siempre lo hizo, pensaba mientras escribía un ensayo sobre el amor. Cada letra y cada palabra eran un cruel recordatorio de que nunca había sentido esa sensación de felicidad infinita, de plenitud, de la paz que las personas dicen encontrar en él, había tenido múltiples parejas y ninguna supo complacerme de esa manera, con todas ellas había una insatisfacción, una sensación de no sentirme lo suficientemente amado, también me molestaba ese sentimiento de incomprensión parecido a cuando se habla con los niños. Eco era la única que no me había terminado cansando, era indudablemente atractiva, buena persona, aunque mis amigos la creían una aduladora sin personalidad, ella siempre me hacía sentir reconfortado, tal vez por eso en la primera oportunidad que tuve me mudé a la casa que compartía con dos de nuestros amigos, que antes eran solo míos.

Todo iba viento en popa, después de un par de meses estaba completamente adaptado y casi resignado a vivir ahí… hasta que ella lo arruinó. Los días pasaban sin novedad, sentía una gran sensación de privacidad que a veces era vulnerada por la excesiva positividad de Eco y su apego obsesivo, fuera de eso todo era perfecto… hasta ese día.

Recuerdo que salí de la regadera revestido con el vapor de mi cuerpo como un manto divino, fue entonces que sentí su mirada, lujuria emanada de sus ojos almendrados, lo vi mientras la luz roja artificial bajaba del techo delimitando su silueta para que no se extendiera por todo el cuarto; así, líneas difusas resbalaban por su cuerpo dándole una tenue definición, se alcanzaba a apreciar cada músculo y pliegue irregular esperando ser descubierto; su piel desnuda frente a mí me hacía sentir extrañamente halagado. Con un rostro estoico salí del cuarto sin decir una sola palabra, antes de cerrar la puerta miré de reojo, pero se había escondido entre el vapor… Moví mi cabeza en diferentes ángulos y como detrás de unos lentes empañados veía su silueta difusa asomarse imitando mis movimientos.

Esa misma noche lo soñé, su silueta carmín me buscaba y mis instintos primitivos afloraron al sentir la pasión de su tacto, mi mente repetía su imagen sin rostro. Al despertar, mi cabeza seguía evocándolo, cada poro de mi cuerpo gritaba por su nombre, ese nombre que mi lengua no sabía; fue entonces que me asomé al lugar de nuestro primer encuentro y ahí estaba como esperándome, miramos nuestras pieles y sin decir ninguna palabra acordamos darle rienda suelta al erotismo que no necesita contacto, alejarnos de lo mecánico, de lo mortal y deleitarnos con la belleza de nuestros cuerpos, sintiéndonos sin sentirnos, como el que mira un cuadro y descubre el placer fuera de sí.

Empezamos a hacer de este rito, rutina; cada contacto era más íntimo al anterior, la curiosidad es un veneno que tarde o temprano bebemos, pero persistía el patrón de los deseos salvajes, no había palabras, mentiras o sentimientos entremezclados, todo giraba en torno a la lujuria, el puro placer de la carne y los sentidos; cada jadeo eufórico, cada roce de las texturas profanas de mi piel, era una danza erótica de belleza indomable, uno frente al otro éramos más que humanos, pero tan parecidos a bestias sin nombre. Cada vez que nos veíamos sentía a Eco observando desde las sombras mi pequeño secreto; me angustiaba profundamente el que ella lo supiera, no por el hecho en sí, sino por la satisfacción que encontraba en ocultarlo.

Caminando hacia la casa después de un mes de duda sobre si decírselo a Eco, lo vi al pasar por una cafetería vidriada magníficamente, creí que no era nada y volví para verificar; parecía estar dentro, entré al café con el propósito de por fin entablar una conversación con él, pero al entrar solo había un cliente diferente, me extrañó porque no había otra salida.

Esa experiencia confirmó que lo que existía entre nosotros era más que lujuria, así que me atreví a revelarle la verdad a Eco. Al llegar y decírselo, me sentí liberado, en cambio, a ella la verdad la devastó, me suplicó que no la dejara, que podía perdonarme si la elegía a ella, pero no podía desistir de mi objetivo después de tanto que había entregado. Cuando se resignó y su llanto se secó, se fue a su recámara, estoy seguro de que rezó a los dioses porque pagara mi traición.

Estaba decidido a dejarme caer, caminé por el corredor hacia nuestro templo profano y me venció la ambición, el egoísmo de hacerlo mío, entonces nos intentamos tocar y, como el Dios de la pintura de Miguel Ángel, nuestros dedos eran separados por una fuerza invisible, alzamos la mirada al mismo tiempo y vi en sus ojos las ventanas de mi alma, su casa era la mía, sus penas me eran iguales, el letargo en mi conciencia había concluido y como una tormenta llegaron a mí todas las veces que vi su cuerpo frente al mío; una tras otra, desenmascarada, la verdad se reveló ante mí como una visión del apocalipsis, lo horrible, el pecado; la desgracia había reclamado mi cuerpo como su parque de perversiones, y me mostró al hombre hermoso buscando su reflejo en un río encapsulado enmarcado en la pared. Ambos éramos parte del mismo cuadro barroco, el claroscuro de mi carne era una advertencia, una leyenda de un amor imposible donde ninguno muere, pero nadie vive; en el interior sentía asco de mí mismo, el remordimiento me decía que no merecía un amor que viniera de afuera, mi casi nula autoestima bajó más y mi ego se alzó como un muro que me protegía de la realidad hostil.

Eco lloraba en su cuarto, la cueva de su aflicción se llenó de una canción en bucle, su boca repitiendo los mismos sonidos, la serpiente infinita intentando devorarse. En cierto modo horrible la envidio, su dolor no puede perseguirla a la otra vida, sus acciones no le aguardarán el infierno; ella, si quisiera, podría amar a otro, tocar su cuerpo con sus manos ajenas y sentir que no está sola, que la otredad la alivia. A mí ya no me queda nada, el único amor que he conocido no sabe amarme, solo puedo sentarme aguardando a que la muerte se apiade de mí y me lleve al río Estigia. Mientras eso pasa estaré pecando frente al espejo.

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Ipsofilia: el claroscuro de la carne

Una respuesta

  1. ¡Envolvente!
    Una historia que, aunque muy corta dice mucho del gusto por la escritura.
    ¡Felicidades!
    Soy tu fan

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