Facultad de Ciencias Políticas y Sociales
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Como rito inaugural de curso, mi profesor encomendaba en todas las asignaturas que impartía, leer el texto post mortem ¿Qué es la política? de Hannah Arendt. El aprendizaje que redescubrí hace poco, apenas comentándolo de sobre mesa, es hoy en día saber qué significa la política. Aquella filósofa que dedicó toda su vida a los regímenes totalitarios, a la ontología, a la narración biográfica y a la teoría política, en sus últimos años de vida se cuestionó sobre la razón de ser de la política y sobre todo el para qué nos sirve. Esas notas que mantuvo consigo durante su escritura nos muestran un pasaje para pensar. No es sorprendente luego que Arendt resuelva retornando al pasado de los griegos. La cuna de la filosofía occidental, y campo de cultivo de la democracia, le ayuda a sostenerse conceptualmente en el momento de una debacle mundial de su tiempo, el genocidio de Hiroshima y Nagasaki, que tras de sí se enmarcaban, para lamentación nuestra, como sucesos políticos.
Hannah Arendt me consuela, porque ante el desamparo teórico que me habita, tontamente pienso que la «Santa Patrona de la Política» tampoco se lo tenía tan claro, o más bien, debía recordarlo en cada momento. Eso quiero creer, que, a manera de recado pegado al pizarrón, Arendt entendiera que la política es el consenso paulatino de la vida. La política es asamblearia. Allá vamos todos, a destronar el parlamento antropocéntrico e integrarnos en una comuna.
Desde allí me propongo a escribir, desde la lejanía que hoy encuentro de llamar como “política” a la democracia liberal enmarcada en partidos y elecciones concurrentes, que no son más que los motores del engranaje necrocapitalista. Tal vez por eso me cuesta pensar que la popularización de los comicios y de la participación masiva en procesos de consulta en urnas sea la política que se busca. Politizar no es hacer partidos, politizar es un acto de sensibilidad.
Apenas recuerdo la performance de María Galindo, donde en uno de los muchos carteles que cargaba decía: “Les cambio mi derecho al voto por el derecho a no ser asesinadas”. Es claro que las condiciones preocupantes no son las misma, y que para unos cuantos, la ruta está en un proceso de elección de representantes, aquel sujeto que nos quitara el peso de encima. Tanto es nuestro desamparo que le encomendamos nuestro futuro a un sustituto, a un doble nuestro. A él es a quien refrendamos, a quién le damos la palabra decidiendo perder la nuestra. ¿Ser subalterno es cuestión de decisión? Nos entendemos por palabras ajenas, nos movilizamos a favor de discursos fabricados a modo. Nuestra potencia se reduce a nada. Eso dibuja hoy la política, votar por una vez más, la pérdida de la vida. ¿Será entonces que debamos prontamente acorralar a la política, para que, de una vez por todas, le extirpemos esta democracia liberal que significa compra-venta de la vida, de la justicia, del futuro? «Mi voto no se vende» se repite en cada elección, pero el orden está alterado, habría que repetir, «ante el voto no me vendo». La democracia como representación política dada como natural, como paradigma dominante, es el abandono tragicómico del repensar nuevos modos de existir.
Antaño me molestaba de sobremanera cuando a mis conocidos les preguntaba sobre su intención de voto y con total normalidad me respondían: «no, yo no voto». No es que no lo vayan a hacer en esta ocasión, es que tienen años sin hacerlo, y le seguirán muchos más sin que las urnas conozcan sus boletas. Aquella tranquilidad con la que lo decían, seguido de las trilladas frases de que todo sigue igual, me consternaba, no podía creer por qué tantas personas no tenían ni el mínimo interés de pararse a leer los nombres de los candidatos, o de anular su voto, simplemente no se presentaban. Analfabetas políticos, eso era lo que quería gritar en sus caras.
Ahora me doy cuenta de que el analfabeta era yo, y que las letras que desconocía eran las letras de otro idioma que se gestaba, no era que no conocieran de política, al contrario, veían una a una las mentiras que se repetían en cada discurso, y cómo la ineficiencia de un proceso como las elecciones terminaba por acorralar a muchas otras cosas que piensan. Yo escribía «mayoría», mientras ellos escribían «minoría». No se confundan, no digo que no votar sea la revolución, digo que organizar y fraguar nuevas formas de diálogo, aquellas que no reafirman la sumisión de la urna, esa es la política que deseo.
Recuerdo ahora las palabras del Subcomandante Insurgente Galeano, cuando en el 2021 el presidente de la República Mexicana organizó una “consulta popular”. Mientras los partidistas (de ambas veredas) decían «encarcelar a los expresidentes»; el zapatismo decía contundentemente “no”, la consulta «trata de los derechos de las víctimas, de su derecho a la justicia y a la verdad». Ese es el desplante que quiero, la vuelta de tuerca, o destornillarlo todo de ser posible. «si usted decide que no, que no sirve para nada bueno participar en esta otra consulta, pues tal vez significa que usted está haciendo algo más y mejor». Lo mínimo exigido, un momento, aunque sea, para pensar nosotros mismos en la paz y justicia, en la autodefensa y autodeterminación, pensar por un momento pues, en lo imposible de este sistema, en tomar nuestra voz y negar la metonimia liberal de tomar la parte por el todo, de aglomerar mi deseo en una banda presidencial. El zapatismo pone en duda los tiempos que la política electoral impone: «Es más, para que quede clara su inconformidad, hágalo de forma extemporánea, o sea uno o varios días después del 1 de agosto y siga en lo que resta del año y los años subsiguientes».
Eso hago ahora, escribir en la extemporaneidad del tiempo presente que se nos adelanta, que deviene contemporáneo, para ajustarse a nuestro tiempo. El zapatismo es nuestro tiempo, la resistencia es nuestro tiempo, pero también la democracia neoliberal lo es. Por ello, y sobre todo porque pelean el relato, es que hoy propongo una contrapolítica, o sea, una política asamblearia, una política de los afectos, una política animal y vegetal, una política mundial, del existir y del habitar. Es claro, una política que dice no a la representación, sí a la insurrección.
Paul B. Preciado lo dice mejor que yo:
«No estamos hablando simplemente de un cambio de régimen institucional, de un desplazamiento de las élites políticas. Hablamos de la transformación micropolítica de “los dominios moleculares de la sensibilidad, de la inteligencia, del deseo” […] Estamos hablando de descolonizar el mundo, de interrumpir el Capitalismo Mundial Integrado. Estamos hablando de modificar la “Terrapolítica”».
La democracia se ha vaciado, pero no para darle paso al fascismo, sino a «dejar sitio para la utopía». Sus significados han constatado su propio derrumbe, ya no nos chantajearán más. Si Arendt pensaba en la democracia como una política de los unos con los otros, ahora es momento de transmutar de nombre para hacer su idea realidad.
De una vez lo digo, no tenemos manual. No hay un programa de acción total. ¿Cómo? Quiero la revolución disfórica, no concentrada ni dirigida, sino en latencia y siempre próxima. TIQQUN en su texto ¿Cómo hacer?, lo trazan de manera clara, la pregunta ya no es qué hacer, sino el cómo, es una cuestión de estrategia, no de fines, porque los fines no existen, sino tan solo objetivos en advenimiento. «No se protesta contra el Imperjo por su gestión. No criticamos al Imperio. Nos oponemos a sus fuerzas».
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