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Ixchel Espinosa Godínez

Escuela Nacional de Ciencias de la Tierra

Soy Ixchel Espinosa y me gusta leer mucho al igual que escribir

¿Cómo transformar el amor?

Número 17 / ABRIL - JUNIO 2025

Deja de ser una idea y se vuelve realidad

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Ixchel Espinosa Godínez

Escuela Nacional de Ciencias de la Tierra

Nunca imaginé que alguien nuevo pudiera llegar a ocupar un lugar tan importante en mi vida. Después de una etapa difícil, empecé a cuestionarme sobre el amor, tratando de entender qué significaba realmente estar enamorada. Sin embargo, hace poco, al comenzar un nuevo capítulo en mi vida, sentí que por fin tenía una respuesta, o al menos una sensación más clara. Al inicio, ni siquiera imaginaba que esta persona jugaría un papel tan importante en mi historia.

Venía de una relación de dos años que me costó mucho superar, convencida de que aquella persona era el amor de mi vida, alguien a quien amaría para siempre. Pero con el tiempo comprendí que esa relación solo vino a enseñarme una lección: el amor propio. Después de esa experiencia, no quería enfrentar otra decepción amorosa, así que decidí enfocarme completamente en mí.

Con el tiempo, esa persona comenzó a entrar en mi vida. Era un conocido, alguien con quien coincidía en algunas opiniones, pero no teníamos otro tipo de conversaciones. Sin embargo, veía que con otras personas sí podía hablar de manera más abierta, y debo admitir que sentía celos. Quería poder conversar con él de la misma forma, pero mi personalidad introvertida me lo impedía. Me daba pena hablar con él y enfrentar posibles silencios incómodos. Fue entonces cuando empecé a moldear mi forma de ser, con la intención de poder hablar más fácilmente con él. Luego empezamos a compartir bromas y un humor en común que hacía que mis días fueran más livianos. A pesar de todo, seguía sin poder tener una charla profunda, pero las mañanas, cuando solo estábamos él y yo, eran mis momentos favoritos. Era en esos momentos cuando me sentía cómoda, donde sabía que tenía su atención y él, la mía.

A medida que pasaba el tiempo, me fui acercando más a él. Quería creer que ya había algo especial entre nosotros. Yo era quien comprendía sus bromas y chistes, pero también seguía notando cierta confianza entre él y otra persona. Lo que para mí era especial comenzó a perder su brillo. Quería ser la persona especial para él, pero no quería rogarle atención ni forzar nada. Ya había pasado por esa situación antes y había aprendido que no vale la pena. Sin embargo, él seguía buscándome para bromear, y esos pequeños momentos me hacían olvidar todo lo demás.

Por circunstancias externas, tuvimos que salir de la ciudad en una misión de trabajo, acompañados de un grupo de amigos del trabajo. Yo estaba decidida a conectar con él de una manera más genuina, sin forzar nada. Nos alojamos en una cabaña, en medio de un bosque, aunque alrededor había más cabañas y, a unos minutos caminando, un mirador.

Una noche, decidimos salir a caminar por el bosque como si fuéramos cazadores de misterios. Fue entonces cuando él se acercó a mí y, con total naturalidad, me puso su mano sobre los hombros. Caminamos así, y para mí fue un momento tan increíble que no podía creerlo. En nuestro grupo de amigos ya existían parejas. Él y yo éramos los solteros del grupo. Esa noche, ellos se fueron con sus parejas a explorar otros lugares, y nosotros decidimos caminar al mirador que estaba cerca.

Al llegar, nos sentamos en el pasto, algo cerca de la orilla del mirador. Estábamos abrazados, y para mí eso ya era un logro. Aproveché cada instante, recostándome sobre su pecho, sin pensar en nada más, solo en lo afortunada que me sentía al estar viviendo ese momento con él. No quería separarme, hacía mucho que no me sentía así: tan tranquila y fluida, sin tener que estar con la guardia en alto.

Después decidimos recostarnos en el pasto, y mientras mirábamos al cielo, las estrellas parecían ser testigos de lo que estaba pasando. Sentía que brillaban con más fuerza, animándome a creer que ese momento era especial. Fue entonces cuando me giré, y ahí estaba él, mirándome. Sus labios, su sonrisa, su cabello… sentí unas ganas inmensas de acariciarlo y de decirle lo bien que me hacía tenerlo a mi lado. Me gustaban todas sus facetas, desde las buenas hasta las malas. Me daba miedo volver a querer a alguien, porque me encanta encariñarme rápidamente, pero al mismo tiempo sentía que él me estaba viendo de una forma diferente. Era como si pudiera escuchar mis pensamientos. La noche estaba oscura, pero a la luz de la luna, sus ojos cafés brillaban con un resplandor especial. Quizá este sentimiento fuera mutuo, pero ambos éramos demasiado tímidos para expresarlo.

Esa noche, mientras seguíamos recostados en el pasto mirando las estrellas, el silencio se hizo aún más profundo entre nosotros. Sentía que había algo flotando en el aire, algo que ya no podíamos ignorar. Aunque ninguno dijera nada, fue en ese momento cuando, poco a poco, nos fuimos acercando, sus ojos fijos en los míos, como buscando una respuesta. Mi corazón se aceleraba y entonces, sin decir una palabra, sus labios rozaron los míos.

El beso fue suave, tierno; sentía que estaba lleno de una conexión que no necesitaba explicaciones. No fue apresurado ni forzado, sino que surgió de manera natural, como si el momento nos hubiera llevado hasta ahí. Cuando se separó, me miró a los ojos, y por primera vez en mucho tiempo, vi algo claro en su mirada. No se trataba solo de experimentar; era un reflejo de lo que habíamos sentido todo este tiempo.

Ese beso, tan simple pero lleno de significado, me hizo pensar en muchas cosas, en cómo me había sentido en ese momento. Fue diferente a todo lo que había vivido antes. No era solo deseo o atracción pasajera. Me sentí tranquila, en paz, como si todo, al fin, hubiera tenido sentido en ese preciso instante. Esa sensación de calma me mostró que lo que siento es real, algo más profundo. No se trataba de una idea preconcebida del amor, como en mi anterior relación, donde pensaba que debía ser algo intenso y casi dramático. Aquí no hay presión, no hay expectativas irreales: solo hay un espacio donde ambos estamos aprendiendo a estar juntos.

Al mirar al pasado, comparo este sentimiento y la diferencia es clara. Creía que estaba enamorada, pero lo que experimentaba era una necesidad de completar algo en mí. El amor no se construye sobre expectativas de perfección ni sobre lo que debería ser, sino sobre lo que realmente somos en el presente, en los momentos simples. Ahora, con él, no tengo esa presión ni la búsqueda de algo ideal. Lo que siento por él es más bien una aceptación profunda de lo que somos juntos, de lo que compartimos, sin que tenga que ser todo perfecto. Este amor no es una chispa desbordante, sino una llama tranquila que crece a su propio ritmo. No es una necesidad, sino una elección: la elección de estar juntos, de ser vulnerables sin miedo, de conectar más allá de las expectativas que a veces el mundo pone sobre nosotros.

Ahora entiendo que el amor no se trata de buscar a alguien que te complete, sino de compartir tu vida con alguien que te ve tal como eres, que respeta tus momentos de duda y tus momentos de fortaleza. Con él no hay fantasías ni ilusiones, solo la realidad de que me siento bien conmigo misma y en su compañía. Y eso, para mí, es lo que significa estar verdaderamente enamorada: saber que, aunque el amor no siempre será perfecto, el amor dulce, tierno y verdadero jamás muere.

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