Facultad de Estudios Superiores (FES) Aragón
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LE DECÍAMOS DE varios modos, con aires de grandeza desprovistos de gracia, pero nadie tenía idea de eso, ni del hecho de que se adelantaría lo funesto apenas se nos llenó la cabeza de ilusiones atadas a lo sobrenatural.
—Dice mi apá que es una bruja, por eso está toda quemada. Créanle, sabe de eso.
No hubo misterio detrás de su afirmación, todos supimos de quién hablaba.
—Pinche chismoso —nos reímos a coro en el receso.
—Pregúntenle, él les va a decir.
Al salir de la escuela, aquel hombre nervioso y de mirada perdida nos enumeró todas las características de lo que entendía como una bruja:
—En primera todas son viejas, una bruja no puede ser un cabrón. Se visten de negro y andan de locas en las noches, se le van a ofrecer al Diablo a cambio de cualquier madre que una mala mujer quiere, las que no son de Dios.
Hasta ese entonces no me había preguntado qué era ser alguien de Dios, el brindar esa fidelidad a la luz, a lo desconocido.
—Es lo que les digo, la Cara de Fuego es una, la han visto irse de facilona al campo, a hacer sus brujerías, de seguro está así porque la trataron de matar y no pudieron.
Nosotros la bautizamos así, sin ayuda. A los adultos les parecía gracioso, por eso también empezaron a llamarle así a esa figura que, al compás de los grillos, caminaba en el bosque espeso durante las noches de luna llena hasta llegar al gran naranjo rodeado de cempasúchil. Ahí lloraba por la desgracia de su rostro, el hecho desventurado del pasado que nadie pudo explicar.
A veces íbamos como gamberros al pie del cerro, donde nadie podía encontrarnos, donde la vieja bruja de la memoria intermitente de su padre vivió.
—Dice mi apá que se fue a vivir a otro lado.
Siempre comenzaba con esa frase: “mi apá”, evidencia en palabras de su admiración eterna por ese hombre. Mis padres me advertían que tuviera cuidado. “Nunca le funcionó la cabeza, ve cosas donde no las hay y aparte es un pinche mugroso indio, yo no sé quién le dio permiso de reproducirse, su niño se va a volver como él, un loco, vas a ver, así que cuídate, pendejo”, decía mi mamá mientras le daba de comer a papá, tan callado, lleno de angustia.
UNA NOCHE VIMOS al Diablo, raudo estertor en nuestros pechos al hacer combustión medio camino hacia la periferia. Su larga sombra de llamas en el pueblo claudicó su maldad aparente bajo el cielo estelar, rendido ante la pena de dolores que pronto vendrían a sumirnos en sus rojos laureles, en ausencia de hombres y abundancia de tumbas.
—¡Se ha quedado mi marido! ¡Se ha quedado dentro de la casa! —exclamó la señora García, con su rostro desprendido y la negrura en su cuerpo recién extraído de su hogar.
Su hijo gritó.
SE PUEDE DECIR que los incendios no son ajenos en El Naranjo, han sido el punto en común de todo lo que la gente puede considerar como “una tragedia”. ¿Será que los hombres malos reciben el fuego de Dios?, ¿o por qué razón se verá atraído a las pieles más particulares? A todos se nos olvidó que el señor García tenía predilección por envenenar a los animales y admirar el cuerpo de las niñas.
Otra cuestión es que la gran mayoría cree saberlo todo sobre las ironías de la vida, tal cual ocurrió con el retorno de la señora García y Miguel. La mujer quedó confinada bajo vendajes. Él a la sombra del sol con un miedo vuelto deseo.
—Fue la pedazo de gargajo —en su mirar, el atardecer de fulgores en apariencia interminables dictaron su sentencia—. Mi apá lo decía, la voz de Dios estaba en él, y la de ella en mi mamá. Ella lo provocó.
—¿De qué hablas? —preguntó Osvaldo Díaz, uno del trío, con una angustia mínima.
Creo que todos lo sabíamos en el fondo.
¿QUIÉN MÁS PARA observarla aparte de mí? Vecino discreto del monstruo fugitivo en la madrugada, al convertirse el sueño en la plaga que invadía a sus padres en el silencio acaecido junto al viento. ¿Quién más sino su aprendiz de sombras?, el que al ocultarse tras el murmullo de los árboles y los grillos seguía sus pasos hacia la antiquísima obra de la magia, conjuros de palabras en una rima que terminaba volviéndose agua salada en sus ojos verdes dentro de la negrura del rostro extendido a sus plegarias: “vuélveme normal otra vez”. Quizá no había tiempo para esos sentires inexpugnables, ni en la existencia en su devenir salvaje con los dejados por cualquier deidad.
—¿Quién eres? —cogió su vara mágica para asestar el golpe.
¡Oh, que si puedo explicar las razones por las que caí ante ella! Diría que fue el hechizo de su cabellera a la luz de la luna nueva, prolongación de cenizas incandescentes. También fueron sus enmascaradas cátedras de conocimientos nuevos para mí, igual a su vocablo de ciudades y antiguos textos ocultos en los barrios capitalinos que solía visitar antes del dictamen de sangre hervida de noche, de hondos ratos de duda y pesares.
—Nadie —respondí como Odiseo a Polifemo.
ERA PLAÑIDERA EN mi pecho. Con sus lágrimas embebió mi corazón extasiado por el peso de su perfume de agua de florida y su piel que dejó de ser. Pasaron semanas hasta que logramos amansarnos el uno al otro en un trabajo de miradas y actos cuidadosos con tal de proteger el espíritu.
—Se quemó de un día al otro. No entendimos por qué.
Es lo curioso de la naturaleza accidental de las casualidades, el mal milagro.
—Creo que todos estamos condenados a morir.
No debió decir eso bajo las sábanas de la madrugada, cuando el viento se lamentó por la falta de sinceridad de mi parte. Tomé valor y me llevé sus labios a los míos con tal de decirle después: “lo siento”.
Era verdad, lo juro.
CLARO QUE LE tenía que rendir cuentas a Miguel García y al grupo, quienes con toda su ansiedad, habían creado un universo narrativo alrededor de la joven: se trataba de una mujer mayor en un disfraz malogrado por su intento de asesinato, el cual pagaron sus perpetradores de la peor forma posible. Vino a El Naranjo con sus esclavos que dominaba con la mente para así cometer sus crímenes, como las plagas y el sonoro canto infernal que le provocó insomnio a los niños, ya de por sí atormentados por su imagen al despertar de la pesadilla.
El señor García empezó a soñar con ella a los dos meses de su llegada, eso nos lo contó su hijo, heredero de la voz divina que nos ayudaría en la misión a punto de ser planeada.
—¿Y qué hacía? —se me ocurrió preguntarle.
—Decía puras cochinadas, que quería que mi apá dejara a mi mamá por ella, pues su cuerpo es mejor que todas las de aquí.
Dejé de juntarme con ellos tras decirles que ya no la veía salir de madrugada, que su sueño nocturno era constante. Me creyeron al no ver otra cosa en mis ojos que no fuera el hastío; no tenían idea de que no era de ella sino de ellos y el hedor presente de la locura de ese hombre que ahora era sólo un desecho bajo tierra.
“VÁMONOS, QUE NADIE mire este deseo pues no son dignos de entenderlo”, le hubiera dicho en nuestras exploraciones en el campo de cempasúchil, con su esencia de muertos cobijando la vida bajo los astros.
A los trece yo la quería. Sus matices cobraron un sentido umbrío, de ese tipo de unión que sólo los amantes primerizos conocen. Mis dedos nadaban en la blancura de los vendajes, mis pupilas en las suyas, y las palabras en la quietud comprendida tras un esfuerzo bien recompensado. Todo lo que pronunció fue preciado. ¿Quién mejor para comprenderme?, con su audacia y compasión ofrecida por los errores que yo cometía por voluntad ajena.
Pobres entes trasnochados, incapaces de divisar al emisario de las “buenas costumbres”, haciendo su recorrido por las huellas del padre.
Al menos me dejaron permanecer a su lado lo suficiente para develar el enigma que no pudo descifrar durante esos meses de charlas afectuosas en las que se filosofaba acerca de las propiedades de la punta de obsidiana que perteneció a una honorable flecha, o de las plantas y fenómenos que nadie podía dilucidar en esa ignorancia de cuerpos inocentes al dar la hora de las brujas.
—Ellos me pidieron espiarte. Piensan que provocaste el incendio, pero ya los mandé a la verga, ya no estoy para sus tonterías.
Lo negó, como cualquier inocente en apariencia.
—Yo lo sé. Yo lo sé.
El beso fue apostasía mientras las lágrimas volvían la tierra un pedazo fúnebre en las cabezuelas naranjas. Los vendajes y la piel eran un mar de lunas desde un reino celestial que ninguna infamia debió alcanzar.
Su nombre es una astilla en la superficie del universo, y al colisionar la luz y la nada perpetua, una vida se forma sin un sentido el cual brindarle. Me aventuro a decir que es la culpa, ya ni siquiera la tristeza por su condición, ni la soledad inmanente de su paganismo adquirido por las lecturas olvidadas en el polvo de amarillos apacibles dentro de una biblioteca.
Nunca fue ni debió ser Cara de Fuego, el terror de los niños y la antítesis de Dios en la boca del hombre, de alma tormentosa en la conciencia del niño ya no tan niño que conoció el poder del fuego en sus experimentos.
A MIGUEL SE le apareció su padre en la vigilia de una noche en la cual me dejé dominar por la fuerza de Pan que volvió sus cuernos la sonrisa lunar.
La condenaron a la hoguera por primera y única vez en su breve visita a la tierra.
No estaba incluido en el plan. No lo supe porque me volví un ave sonámbula en los pétalos destellantes. La sangre mandaba, pudimos saberlo al destruir mi cráneo y columna el fantasma del señor García, que no tenía problema con enseñar esos gestos a través de Miguel, con martillo en mano y bidón en otra. Osvaldo sólo decidió ignorarme.
—Pinche asesina. Maldita bruja.
—¡Déjanos en paz! —exclamó.
El polvo de su embrujo contra los malos porvenires le cayó en los ojos, se desintegraron en segundos. A ella el martillo le dio en la frente, no necesitó de un guía para lograr su cometido.
Me retorcía en mi sangre, por eso no hubo palabras de despedida, sólo una verdad desde su boca:
—¡Se van a morir!
Osvaldo cayó junto a mí al no encontrar fuerzas para acatar las órdenes de quien me llamó traidor sin considerar el reflujo vital en mi cuerpo cada vez más liviano.
A ella el fuego la volvió una rosa que ascendió al cielo en un grito.
Por: Axel Vega Navarrete
Los dioses nunca mueren, solo se transforman.