Facultad de Ciencias Políticas y Sociales
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Cuando Tomás Moro escribió Utopía, ya sea porque de verdad existiera tal república en algún rincón del mundo, o por su gran talante descriptivo, sin duda se trataba de una gesta mimética, de aparición, de cierta traducción de esta verdad ideal cristiana hacia una tangibilidad escrita, un sueño pues, de cómo debería ser el Estado ideal.
Enorme es la tradición griega, sobre todo platónica, de aquella república utópica, por no decir que incluso es una copia o modernización de la gran polis que fue Atenas, tanto así, que Utopía es contemplada como un modelo para otros, como una guía a seguir, se reconoce como el más alto grado de sociedad, tal vez por eso su nombre ha devenido (para mal) en esa máxima inalcanzable.
Acortados hoy por el reloj capital que nos induce a una irrefrenable catástrofe, en nuestra mente subyace ese constante tic-tac que Hannah Arendt trae a la conversación, y como si fuera un mapa calcado, nos recuerda que aquella generación de los sesentas también dudaba de la existencia de un mundo futuro. Somos más conscientes de la extinción, dice Arendt, “No porque sean más jóvenes sino porque ésta ha sido su primera experiencia decisiva en el mundo”.
Por ello, dudar del México vapuleado por el crimen y la desigualdad es comprensible, pero no aceptable. Utopía nos muestra que pensar siempre en el futuro es una tarea no solo de humanistas, sino de revolucionarios. Es así que detenerse a vislumbrar el padecimiento del otro es un acto que produce amor. Compasión.
¿Nos heredaron la extinción? La pregunta es conservadora y poco estimulante, produce un abandono de la responsabilidad del presente y llama a culpar al otro y a victimizarse. Inmoviliza. La herencia del mal es un desafío doblemente costoso, pero eso debe de causar euforia por una mejora inmediata, un accionar del ahora. No nos dejemos engañar por este capital que hace pensar en el futuro como una intangibilidad fuera de él, individualizado y despolitizado. Sin compasión.
Parto primero de que la compasión es, en todo sentido, un arma política. Concierne una lucha contra la actitud cambiante del ser político al ser económico, donde este ser económico abandona por completo la colectividad para pasar a la individualidad. Richard Sennett lo decía ya: “el demonio de la competencia agresiva hace al hombre insensible a lo que es mejor en él: la compasión”.
Lo político de la compasión radica en el accionar, porque como toda acción, debe “interrumpir lo que de otra manera se hubiera producido automáticamente y, por eso, previsiblemente”. Si el capital espera que no apelemos a los cuerpos sufrientes que se producen en él, entonces la acción política es llamar a la compasión.
Ahora, no reduzcamos la compasión a una simple empatía por el otro, ni tampoco solo reconocer la injusticia propinada, sino que debemos de entender que este sentir lleva al hacer. Accionar. Reestablecer en medida el daño causado y. de ser posible, exterminarlo. Por esto digo que la compasión es el camino al actuar justo. No solo es reparar, sino prevenir.
La Utopía que debemos escribir ahora tendrá que referir a un deseo por la producción de la compasión, del amor. Nuestro Estado ideal tal vez ya no sea completamente compatible con la antigua Atenas y su polis, pero sí tiene que ser postcapitalista, urgente y altamente político.
Como Hannah Arendt señalaba: “La política se basa en el hecho de la pluralidad de los hombres”. La compasión requiere de la ubicación del otro como ser sintiente, o sea, se reconoce al otro como parte del cuerpo político, que necesita de los unos y los otros. De los “diversos”. Por ello el individuo aislado que vela por el bien propio, no es solo contrario a la comunidad y el bien superior, sino que es opuesto a la compasión.
Heredamos la injusticia, el clasismo, el racismo, pero también somos herederos de la reconstrucción y la fraternidad, luchadores de la diversidad. Potenciemos pues, los cuidados y los afectos. Politicemos el sentir y neutralicemos el egoísmo.
Configuremos la compasión como activo político, como hacer. Reconoce y da sentido al cuerpo unido, pero a la vez a la singularidad y valor del individuo, no aislado, sino hermano. Abandonemos esta epistemología que no produce esperanza ni (de)construcción. Recuerdo aquel joven que José Agustín describe en La tumba, con un incesante martilleo en la cabeza, parecido al reloj, pero que no era más que el de un gatillo. Clic, clic, clic. Aquel sonido no debe de trazar camino a la muerte, a la extinción, mucho menos al suicidio, sino todo lo contrario, de llevar a sanar. Es entonces la compasión una política contra el capital, una compasión que siente, que se olvida de contabilizar y tabular el dolor. La compasión no debe ser una Utopía, debe ser una posibilidad.
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