Facultad de Filosofía y Letras
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Mi cuerpo está muy consciente de la actual pandemia. Mi mente juega con navajas, plena cuarentena…
José Madero
I
Esta tarde me enteré de la muerte del Señor de las Pilas. Después de mi cotidiana clase de los jueves, pensaba aprovechar los quince minutos disponibles entre una asignatura y otra para comer algo, tomar agua o, simplemente, respirar lejos de mi computadora. En ese momento llegó mi madre y, abatida, me compartió la triste noticia. “¿Qué crees? Se murió el Señor de las Pilas, el que me arreglaba los relojes y no cobraba muy caro. ¿Cómo que no sabes quién es? Se ponía todos los jueves frente al puesto donde compraste tu funda para el celular. ¿Cómo no te vas a acordar?”.
Estas palabras, que poseían cierto tono rulfiano, las expresó entre sollozos. No eran amigos, apenas se saludaban cuando ella pasaba después de comprar sus verduras. Sin embargo, el deceso, a causa del mentado coronavirus, hizo un poco más gris el cielo de hoy, de por sí nublado. Estos pensamientos van dedicados para usted, amable Señor de las Pilas, a quien nunca tuvimos la decencia de preguntarle su nombre.
II
Anécdotas como la anterior me hacen pensar en el privilegio que tenemos como universitarios ante la situación caótica que hoy nos oprime. Mientras hay personas que todos los días deben salir y torear el virus, vendiendo los productos que los han hecho sobrevivir por tantos años, nosotros creemos que experimentamos el verdadero sufrimiento al estar sentados frente a una pantalla por seis o más horas al día, dependiendo de las “desventuras” semestrales. Claro que no debe obviarse el esfuerzo de numerosos compañeros que, día con día, salen a trabajar y sólo se sientan para tomar clase, pero no hablo de ellos que, desde ya, tienen todo mi respeto y admiración. No. Me refiero a estudiantes como nosotros, que nos levantamos de la cama a las 9:57 para tomar nuestra clase de las 10, encendemos la computadora, nos conectamos a la sesión y sólo respondemos el saludo y la despedida del profesor, quien ya parece resignado a la dinámica. Por supuesto, todo desde la comodidad de nuestra cama, pues eso de ‘levantarnos’ sólo fue para meter el código de la plataforma y apagar la cámara que, automáticamente, se enciende al entrar a clase.
Incluso sin considerar el COVID-19 (acrónimo que estamos hartos de pronunciar y, como el monstruo a Frankenstein, nos seguirá persiguiendo), nuestra situación también supone lujos que no pueden tomar todas las personas, pues existe algo mucho más importante que ir a la escuela: comer. Mientras se estudia, muchos de nosotros no debemos preocuparnos por techo, alimento o sustento, pues somos carga al mismo tiempo que esperanza. Como podrán leer, queridos colegas y superiores, ser universitario es un privilegio, y no sólo en situación pandémica.
No obstante, hay un detalle que estamos omitiendo por completo. La vida universitaria, además de ser una ventaja, es también (y sobre todo en esta crisis) una mezcolanza de ansiedad, tristeza y un deseo inconfundible de que la vida fuese diferente. No importa cómo, sólo distinta. Así pues, ser estudiante en tiempos de coronavirus significa convivir con un doble problema: la ansiedad y la desesperación que provoca la virtualidad, y la situación privilegiada que ella representa. Es la (des)gracia de nuestro tiempo. El sentimiento agridulce del aula virtual. El don y la maldición, como decimos con una sonrisa melancólica.
III
“Que le vaya muy bien, profe, ¡gracias!”, dijimos al unísono los mismos que permanecemos en silencio toda la clase. Esas palabras son las únicas que pronunciamos los martes y, gracias a ello, el profesor reconoce nuestra voz, aunque, seguramente, no se alcance a apreciar la individualidad, pues es erradicada por esa misma bruma de frases de despedida que se confunden entre la intermitencia de la timidez y la mala conexión a internet. Pero se nos malinterpreta: no es que queramos ser apáticos sino que, muchas veces, esta situación ya no permite sentirse entusiasmado, emocionado o, aunque sea, interesado. Por lo menos esa despedida hacia el grupo es sincera y cordial, o al menos casi siempre. Reconocemos el gran esfuerzo que supone para todos vivir en estas circunstancias.
Vaya que no es fácil, pues, ¿quién se habría imaginado hablarle a treinta fotos con nombre a través de una pantalla? Un montón de sonrisas o semblantes confiados y tranquilos que en nada se parecen a las miradas de cansancio, hartazgo e impotencia que toman notas todos los martes a las 10 de la mañana. Antes, por lo menos, los abrazos al saludar a nuestros amigos nos daban energía; ahora difícilmente podemos sentirlos como nos gustaría, pues ese apapacho se convirtió en un mensaje de escasas palabras: “¡Que te vaya bien hoy!”. Como bien me dijo una gran amiga hace unos meses: “Aprendimos la importancia de un abrazo de la forma más cruel: por su ausencia”.
¿Se imaginan lo raro que será el acoplamiento a la vida presencial? ¿Cómo vamos a comentar sin interrumpir al profesor? Ya estamos acostumbrados a que existen dos tipos de participaciones: por un lado, aquellas sumamente relevantes que se hacen por medio del micrófono y, por otro, las que abonan poco o nada y se dejan sutilmente en la caja de comentarios de la plataforma. Y a eso hay que sumar el abandono escalonado de la pregunta “¿sí se ve la pantalla?” en lugar del pizarrón. Creo que, académicamente, la virtualidad alteró por completo nuestra forma de vivir la universidad.
A pesar de ello, extraño los salones descuidados con cortinas gruesas que parecen agujeros negros que absorben la luz. Extraño la vida universitaria y la universidad presencial. Y no me malentiendan: poco me importa que al espacio existente entre la estación Dr. Gálvez y Perisur lo conozcan como la “máxima casa de estudios”, es el principal hogar de mis recuerdos y experiencias. Ahí he llorado, reído, sufrido y tomado decisiones que, bien o mal, me han hecho ser quien soy ahora. La universidad no debió vivirse en estas circunstancias.
IV
Ha pasado una semana desde la muerte del Señor de las Pilas (hoy me entero que su nombre era Rubén) y mi madre no ha podido reparar su reloj de pared. “No te preocupes –le dije–. Mejor así; estoy harto de que el reloj camine”.
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2 Responses
Hola Francisco muchas felicidades!! En hora buena. Que agradable leerte, siempre le he dicho a tu mami que tiene unos hijos muy buenos tanto en lo personal, como lo académico y eso lo admiro mucho. Tu mamá es la más orgullosa y emocionada de saber lo que estás logrando. Que sigan los éxitos para ti.
Saludos
Un gran orgullo y admiración es lo que siento al leerte, y esbahi donde me doy cuenta cuanto has crecido , no solo en lo personal sino en lo académico que se, es tu pasión.
Felicidades viejo.
Te amo.