Facultad de Ciencias Políticas y Sociales
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Desperté con una preocupación inmensa. Los sueños solían advertirme, siempre al recordar, registraba cada uno de mis sueños en un pequeño diario. Bajo mi resguardo se encontraban las aventuras más lúcidas y siniestras; era una práctica poco común y el no hacerlo me invadía de miedo. “Y si no escribo lo que sueño: ¿cómo podré saber quién soy?”. Era mi excusa perfecta para sentarme a escribir, mi deseo interior por la creación me obliga a hacerlo, aunque aquel día de marzo simplemente no pude recordar nada de lo que había soñado, nada. Quizás había soñado que era ciego o que me encontraba encerrado en una habitación sin luz, ¡qué estupidez! Sabía que el problema no era la falta de sueños sino la falta de memoria, tenía fe en recordar, para esa misma noche de seguro estaría en la comodidad de mi escritorio escribiendo en mi cuaderno.
Los trabajos rutinarios siempre me otorgaron facilidad de pensamiento, cuando el cuerpo se mecaniza, con un poco de esfuerzo logro concentrarme y pensar un poco, tal afirmación me brindó seguridad de poder recordar. “Concentración y tiempo” me dije mientras me observaba en el espejo del baño, siempre me ha gustado observarme. El movimiento lento del espejo de un lado a otro interrumpió mi cepillado dental. Comenzó a moverse cada vez más fuerte, afuera el sonido caer de mis cuadros de Alfred Kubin, pero todo aquello que se escapa de la rutina te impide pensar con claridad. Mis manos aferradas al lavamanos, creí que en cualquier momento yo también caería, cerré mis ojos y cuando los abrí mi cabello se encontraba cubierto de polvo, mi rostro sucio y el ventilador que colgaba del techo estaba roto en decenas de pedazo que rodeaban mis pies.
La casa había sufrido severos daños, ni hablar de mis vasijas, sillones y mi librero, mi apreciado librero. Seguía sin estar seguro de que había pasado. En ese punto me cuestioné la posibilidad de haber recibido un golpe en la cabeza. De inmediato descarté esa opción. Al salir, observé extrañado las casas de los vecinos, algunas de ella destruidas por completo, los postes eléctricos derrumbados, escombros que me impedían ver el paisaje desastroso en el que me encontraba. La calle desolada evocaba en mí la sensación de persecución, como si de alguna de las ruinas en cualquier momento pudiera salir un jabalí furioso o peor aún, un fantasma, por supuesto que no creía en los fantasmas, pero aquella escena acompañada de un misterioso silencio me parecía de terror, no había al parecer nadie más. No, nadie, ni si quiera mi vecino autista que siempre se mecía en una pequeña silla de madera, sentado por horas, observando su hermoso jardín, el mismo que yo veía con total tristeza y asombro.
—¿Hay alguien aquí? —Grité dos o tres veces, esperando una respuesta, nadie contestó.
Un ruido a lo lejos, a unos pocos metros se escuchaba, alguien lloraba y era lo escuchaba
—¿Quién está ahí? —pregunté una vez más.
En la esquina de la calle, en donde se encontraba la única casa deshabitada, aquella misma que meses atrás una pareja de recién casados estaba interesado en rentar o comprar, pero nadie supo nada más, en aquella esquina, en la banqueta que da acceso a la boca de tormenta, ahí, justo ahí, estaba sentada una mujer adulta, traía puesto un rebozo rojo que cubría parte de su rosto, sentada, descalza, miraba como el agua caía por el desagüe produciendo un sonido estrepitoso.
—Señora, ¿está usted bien? —me precipité al preguntar.
—Esta mañana ha ocurrido una desgracia —contestó sin siquiera mirarme.
—Sí, lo sé, está mañana he despertado sin recordar mi sueño, ha sido una tragedia, me siento tan perdido.
—¿De qué está usted hablando? —y entonces me miró a los ojos, los de ella aún húmedos, como quien llora por un largo rato a causa de un gran dolor.
—De la tragedia, yo suelo creer en los sueños… —dije tímidamente.
—He perdido mi casa, quedó destrozada después del accidente y a usted sólo le preocupa un estúpido sueño. ¡Qué imbécil es usted!
Yo había estado acostumbrado a afrontar los momentos incómodos, conocía las instrucciones precisas de cómo actuar en un momento como aquel: ofrecer disculpas con la mirada, meter las manos en los bolcillos y empezar a alejarme… Mientras tanto, aproveché el tiempo para pensar en mis acciones: ¿Qué había hecho mal está vez? Dirigirle la palabra para averiguarlo no era una buena opción. La anciana se acercó y encajó sus filosos dientes en mi pierna izquierda y de nuevo sus ojos húmedos y rojos observando los míos, aquella cosa, mujer o lobo me dejaría cojo o muerto.
—Ayuda, ayuda. — nadie escuchaba.
Mis manos forcejeaban contra las de ellas, y entonces, por suerte o destino mis puños golpearon su ya desproporcionado rostro, la fuerza debió ser brutal, quedó inmóvil, y el rebozo que cubría parte de su rostro yacía sobre el asfalto, se movía ligeramente a causa del viento. Se estaba quedando sin pelo, el poco que le quedaba cubría su cara, una masa blanca, lánguida, de ojos rojos, de no ser por aquel fortuito golpe, no había tiempo de pensar en ello. Corrí rápidamente a trompicones, asustado, sin mirar atrás lo que quedaba de la calle 21 de marzo, misma calle que una noche antes parecía brindarme total seguridad.
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