Facultad de Derecho
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De muchas maneras ella ha intentado decir cuánto lo recuerda en su infancia. En sus primeros años, en aquellos que se supone vería a su padre como el mejor de los súper héroes, le gustaría decir que se moría de ganas porque llegara del trabajo o platicara con su pequeña, quizá luego sentados viendo televisión.
Sin embargo, el recuerdo es difuso: se trata de su madre acariciándole su pelo, ambas recostadas en la cama, mirándose como aquello a lo que uno se aferra para saber por qué tiene que continuar. Después el ruido estrepitoso, un grito, golpeteos de objetos cayendo en el piso y el rostro de esa madre que le suplica a su hija que se duerma, que todo, todo estará bien. La habitación es invadida por el miedo, el escalofrío, en ese temor constante de querer ir a la cocina para encontrarse con él y saber acaso ¿por qué tantas veces no me “habla bien”?, entender así la razón por la que su lengua saliva tanto y, ¿por qué levanta así la voz?, aunque principalmente: ¿por qué su madre le tiene tanto miedo?
La frecuencia del primer suceso se volvió incontable, la costumbre de dormir de inmediato en esas ocasiones era lo rutinario para esa niña de 5 años. El calor de las lágrimas de su madre le arrullaba esas noches y la música estruendosa de gritos mezclados con rock, eran la señal para entender lo conveniente de estar ya dormida; porque claro, mañana todo iba a estar bien.
Empezar el preescolar fue emocionante al igual que revelador: no todos los papás “hablaban raro”, no todos los niños del salón llevaban la misma rutina nocturna. Incluso resulta que sólo muy pocos entendían conceptos como “anexo”. No obstante, el tiempo, el contexto y las costumbres hacían relucir lo disfuncional.
Cierto amor paterno regresó las esperanzas, los juramentos hicieron lo suyo y las drogas parecían ser una pesadilla que poco a poco se quedaba atrás (ojalá así hubiera sido). La mañana de estar bien por fin había llegado, lo que no sabían ella y su mamá es que la abstinencia traía consigo un sinfín de sinsabores, momentos agridulces, de aquellos que parecen buenos pero después destrozan intestinos.
Había un lenguaje que se volvió frecuente, más simbólico que empático. Las charlas giraban en torno a “hazañas” logradas con estupefacientes, terminando con un reclamo constante de: “Me gusta la droga, pero la tuve que dejar para que no me vieras mal”. La memoria de esta infante albergaba la esperanza de que él la quería, sí, lo suficiente que prometía ser mejor que antes.
El primero de los sinsabores respecto al cambio fue la neurosis que acompañaba el abandono de sustancias, ataques que le hacían tener miedo e incomprensión de los sucesos nocturnos del hogar. Así, la furia se convirtió en el único modo de relacionarse. La niña –ahora adolescente- reafirmó que prefería cuando el vocabulario era incomprensible, cuando cargaba sus labios de saliva, cuando no sabía que ella era la culpable del enojo que provoca la abstinencia, era mejor no entender con tanta claridad cada uno de sus insultos, siempre fue preferible comenzar la siesta al comienzo del ruido que verse impedida a dormir por el corazón herido ante las frases: “Hija de puta” y todos esos adjetivos.
Uno de los sabores más amargos fue la cero anestesia en los conflictos conyugales, la constante histeria y las lágrimas de una madre en una constante batalla emocional. Aquellas otras mujeres que fueron y vinieron “llevándose a su papá”. La lucha constante por intentar comprender por qué las cosas no mejoran, por qué la mañana soleada tardaba tanto.
Las agresiones escalaban todos los días y los grupos de A.A. (Alcohólicos Anónimos) se convertían más bien en “misa dominguera”, en esas que al salir dejas lo aprendido en la capilla, para buscar más pecados que confesar la semana siguiente. Reuniones aquellas que a su padre lo tenían en éxtasis y al mismo tiempo le recordaban que “él no tenía la culpa” y que la culpa era de todos, de todos pero nunca de él.
La niña observó muy de cerca cómo “los presuntos culpables” fueron heridos, miró a su madre agotarse todos los días, y trataba de asegurarse de llevar el conteo regresivo de cada lágrima. También recordó a su abuela adolorida y cansada; misma que cuando partió de este plano terrenal, su única paz fue saber que su hijo había salido “del hoyo”, bien o mal… pero había salido.
El final de la historia es el comienzo de otra, y en este caso el ciclo comienza.
Por fin salió la luz, la niña –ahora mujer– salió del rumbo, se hizo su propio paisaje y buscó no verse reflejada en alguna historia similar a la de su infancia. Tiempo más tarde contagió a su madre, aquella que le lloró como si el sollozo fuera una canción de cuna. El amor llegó a invadir y a curar cada una de las pesadillas atroces, y al parecer por fin todo iba bien.
No obstante, cuando la hija partió, el motivo de sobriedad del padre ya no estaba en casa… las tardes de neurosis terminarían, y de sopetón regresó lo que él siempre amó desde el principio. Las drogas serían las aliadas otra vez: el alimento y la compañía. Ya no había pretexto, “los presuntos culpables” estaban lejos, y eso fue suficiente para reincidir.
Una de las incongruencias de la vida: la mujer –ahora profesionista- soñaba con rescatar a personas con adicciones, buscaba especializarse con infancias de un dolor similar al que ella vivió. Aunque cada día llegaba el reclamo constante: “¿Por qué no lo salvas a él? ¿Por qué perdiste esa batalla? ¿Por qué quieres continuar?”.
Y aquí está ella, contándome cada acto de esta tragedia. No quiero que sepa que la obra termina en el tercer acto. Ella dice que dará todo de sí para venir a contarme el cuarto acto, donde por fin sale el sol, no sólo para ella, también para el padre que ahora será súper héroe.
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