Facultad de Filosofía y Letras
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—Buenas, joven. ¿Para dónde vamos?
—A la Cineteca de Xoco, por favor.
—Híjole, ahorita está medio colgado llegar hasta allá, ¿no hay bronca?
—No, no se preocupe.
—Es que luego a uno le ganan los lugares buenos, pero ahorita ya todo se compra con el teléfono, ¿verdad? Fíjese, todavía me acuerdo de las funciones triples, del cine permanencia voluntaria. En ese entonces yo era re palomero, me gustaba ver de chile, mole y pozole. Con decirle, joven, que hasta me iba a dedicar al mundo del cine: grabando, actuando con las estrellas y los estrellados. Ora sí que los caminos de la vida me prepararon otro destino.
—¿Y eso? ¿Qué le pasó?
—Un poquito de esto y un tantito de aquello. Desde que estaba bien chamaquito era bien imaginativo, soñaba mucho, ¿no? Pero no se me notaba, era muy callado, hasta parecía un niño medio melancólico, sin color. Con decirle, yo no sabía en qué trabajaba mi papá, que dios me lo guarde, pero un día, cuando tenía como seis años, llega y nos dice:
—Vamos con doña Lupe, chance y nos deja ver su tele. Hoy me grabaron para la televisión.
Ahí tienes a toda la familia frente a la mendiga cajita que nomás no pasaba a mi señor padre. Creo que fue hasta el siguiente día que lo vi en las noticias, salía de una fábrica, emocionado, pero sin ver directamente a la cámara, como actor profesional, ¿verdad? Yo imaginaba que en su trabajo, mi papá, construía un cohete, de los que viajan, no de los que explotan, para llegar a la luna. Nunca le dije nada a mis papás por pena, también porque tenía miedo de que fuera verdad y mi papá decidiera irse del planeta. Así le pasó al padre de un amigo, Toto, y de otros niños de la colonia. Lo bueno que no hubo necesidad, a mi papá le cayó otra chambita, y la familia muégano nos mudamos a la ciudad, porque no éramos de aquí.
—Joven, ahorita me ve replaticador y bien extravagante, pero cuando recién me mudé al Defe me daba mucho pánico, mucho pavor. Seguido soñaba que estaba en unas escalerotas inmensas, que no se les veía el fin. Veía a mi casa alejarse, yo me despedía de ella, emocionado, lanzándole besos y diciéndole adiós con la mano, así. Detrás de mí, una bola de gente bajaba corriendo asustada, como si la estuvieran persiguiendo. Yo me ponía en cunclillas a llorar, viendo cómo se desplomaba la gente a mis lados. Nombre, en ese tiempo soñaba puras cosas feas, pianos que cargaban con burritos muertos, que la mano se me llenaba de bichos… De un susto seguro que vomitaba el corazón, ¿no? Pero fíjese cómo es la vida. Ya más grandecito, como cuando tenía unos doce años, mi abuelo, en paz descanse, le regaló a mi mamá una radio chiquita. Mi mamita se la pasaba por toda la casa cargando con su radio y yo tras ella. Creo que ni en el taxi he escuchado tanta música como en ese tiempo. A ella casi no le gustaba el rocanrol ni las baladas, escuchaba mucho jazz. Aunque ni le entendíamos, no hacía falta, ya ve que en muchas de esas canciones ni cantan, ¿verdad?
Fue por ella que el miedo a la ciudad se me fue quitando. Me volví un chamaco parlanchín y bien vago, pa’ qué le miento. Uno de mis hermanos ya trabajaba y juntos nos lanzábamos a un cine por la Guerrero. Al tiempo se hizo novio de una vecina y comenzó a darme dinero para que fuera al cine solito. Luego se le iban las cabras y me daba lo de dos boletos, o quizá era por lastima, ¿verdad? No tengo nada que reclamarle, porque en una de esas ocasiones de vagancia me encontré al Toto, un amigo de antes de mudarme. Como él no tenía quien lo cuidara y como yo no tenía a quien cuidar, nos volvimos uña y mugre. Tener una amistad así de bonita hasta te hace ver la vida a color, ¿a poco no?
El pobre de Toto, también se vino a la ciudad. Vivía con su mamá en una vecindad junto con unas tías. Qué curioso, eh. A él también le costó trabajo adaptarse a la ciudad. Bien me acuerdo de que un día me dijo:
—Mis tías nunca tienen tiempo, siempre andan apuradas con los hijos, con los maridos, con sus trabajos. Qué más quisiera que nos hubiéramos ido a la costa para poder ver el mar, pero vinimos a dar aquí, no tenemos otro lugar a donde ir. La verdad, nomás no nos encontramos. Por eso luego me doy una vuelta a ver qué hallo, a ver si me encuentro.
Nombre, esa vez el Toto se veía bien apachurrado. Pues que lo invito a las funciones. Para algunos el cine es un descanso de la realidad que les tocó vivir, ¿no le parece? Ya más grandes la cosa cambió, pero seguíamos yendo juntos al cine, hasta nos íbamos de pinta de la prepa. Ahí conocí a una muchacha que se llamaba Beatriz… Se llama, todavía no se ha muerto, je. Me requetegustaba esa chava, estaba bien bonita y era bien aplicada, no como yo, que nomás pensaba en ir al cine con el Toto. Es que, ni cómo explicarle, joven, ese era nuestro sueño. Hacer las pelis que veíamos en el cine, aparecer en ellas, ya de a perdis que saliera nuestro nombre en los créditos por echarle airecito en las patas a los actores o algo, ¿no?
Un día que se me acerca la Beatriz y que me dice:
—Ya te caché.
—¿De qué me cachaste?
—De que te vas de pinta los jueves al cine.
—Me dices porque me vas a acusar o por qué.
Yo estaba bien confundido. Imagínese, que le lleguen y le digan eso. Y que me dice:
—¿Vas solo?
—No, voy con un cuate.
—¿Me les puedo unir?
Luego, luego acepté. De la emoción fui a ver al Toto a su casa y le platiqué el asunto. Él también aceptó, le parecía bien que se uniera al grupo. Porque no nomás veíamos las películas y ya, eh. Discutíamos de cómo había actuado el fulano tal, de cómo había cantado menganita, hasta de la composición visual, ¿ves? Además, la mamá de Toto se había vuelto a casar y su padrastro lo tenía bien checadito, ya se las olía de que se iba de pinta. Pues qué cree, resultó que a Beatriz le gustaba platicar de las mismas cosas que a nosotros, incluso hasta sabía más. Yo creo que esa fue una de las épocas más bonitas de mi vida. Cómo me acuerdo de que teníamos que cruzar un puente para llegar al cine. Esperábamos a que no subiera nadie, poníamos los pies a la misma altura, en filita y echábamos carreritas. Qué bonita se veía ella con sus cabellos al aire. A veces ganaba Beatriz, otras Toto, y yo siempre me dejaba ganar. Estaba bien enamorado. Ay, joven, aproveche bien el tiempo, que nada es para siempre. En una de esas ocasiones, el padrastro de Toto nos vio salir del cine. La regañiza que le metió a mi amigo en la calle todavía me retumba en la cabeza. Esa fue la última vez que vi a Toto, lo mandaron a vivir a Veracruz con la familia del padrastro. Al menos se le cumplió lo de ver el mar.
Dejamos de ir al cine entre semana, hasta dejé de ver a Beatriz. Sentía que yo era el culpable de que se llevaran al Toto, al fin de cuentas, yo fui el que lo metió a este vicio, ¿no cree? Tan mal me veía que en mi casa hasta me querían hospitalizar, pero ni modo de contarles que me iba de pinta. Bueno, esas diabluras igual y se perdonan, pero cuando uno es chico ve el mundo de manera diferente. Un día Beatriz me agarró igual de desprevenido que la primera vez, y me dijo:
— Vamos al cine este sábado, te invito. Llega a las cuatro y tú escoges la película.
Como que sus palabras me animaron y le acepté la invitación. Ni me acuerdo qué fuimos a ver, a lo mejor no había nada bueno o ya las habíamos visto todas, pero el caso es que nos pusimos a platicar a media función. Susurrando me dijo:
—Me enteré de que te gusto.
—¿Quién te dijo? ¿Fue Toto antes de irse?
—No, es que se te ve en la cara.
En la cara, ¿se imagina, joven? La cara era la que se me caía de vergüenza por haberla dejado de ver. Recuerdo que me disculpé, le dije:
—En este lugar quiero pedirte perdón por todo, por quererte. Pero yo no tengo la culpa de sentir lo que siento por ti. Sí, me siento triste por mi cuate, pero tú tampoco tienes la culpa. Siempre estás en mi corazón, como la luz en esa pantalla.
—¿Estás enamorado de mí?
—Sí, mi amor así es.
—Pero eso no es el amor.
—¿Qué es el amor entonces?
—Tu voz, tus ojos, tus manos, tus labios. Nuestro silencio, nuestras palabras. Luz que va, luz que viene. Una sola sonrisa entre nosotros.
Hasta se me vuelve a poner la piel chinita de acordarme. A partir de esa salida empezamos a cortejarnos. Para ese entonces ella comenzó a estudiar arquitectura y yo me decidí por trabajar. Mi mamá me consiguió una chambita en los Estudios Churubusco. No crea que era porque mi familia apoyaba mi loca idea de dedicarme al cine, ellos ni sabían. Fue pura coincidencia. Trabajaba como lava pisos. Ahí me podía ver limpiando hasta donde no, con tal de tener una chance de pegarle al gordo. Quién sabe, yo creía que en una de esas veían en mí una habilidad que yo no conocía, ¿verdad? Así merito fue cómo conocí al Alan Smithee, un director extranjero.
En una grabación me pidió ayuda y como vio que tenía actitud, me empezó a llamar para hacerla de su chalán. Así fui de trabajito en trabajito, hasta que me volví su chofer. Pero ahí me quedé varios años. La Beatriz me insistía para que buscará otro trabajo. Yo iba con mi jefe y le decía:
—Sólo necesito la garantía de poder trabajar con usted en otra cosa, algo del cine.
—Me tienes a mí, ¿qué otra garantía quieres?
Un día mi hermano me llamó:
—¿Ya viste el desastre que armó tu jefe?
Lo demandaron por plagiar argumentos para sus películas. Fue un pleitotote internacional, salió en todos los noticieros. Yo me quedé sin trabajo y sin mi oportunidad de aparecer en la pantalla grande. Ya ni le cuento qué pasó con Beatriz, ora sí que eso fue hace muchos años. Un tiempo la hice de milusos hasta que me volví taxista. Nunca se me va a olvidar una frase que me dijo un compañero en la base: “Te falló, lo importante es el balance entre fregador y víctima”. Pero quién sabe, luego ese chango es bien mentiroso… Chin, ya no le pude contar los detalles. Ya llegamos, servido, joven. Ahora sí que lo que marque el taxímetro.
— Sí, aquí tiene. El exacto.
— Gracias, bonita tarde.
— ¡Igualmente…! Ay, qué historias. Pero a mí se me hace que esa película la vi en otro lado.
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