Facultad de Filosofía y Letras
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Jacinto cabalgaba por uno de los valles circundantes de un pueblo austero, del que las levas de la revolución habían mermado su población a casi ceros. Aquel día, salió a buscar un poco de agua, montó a su mula la Arisca y pescó un balde entre una de sus palmas. Andaban por la terracería sin ningún descanso, subieron montañas y cruzaron ríos,
bajaron laderas y saltaron por los riscos. Llegaron a un páramo con pequeños árboles, ahí Jacinto tomó un descanso. Quitó la silla a la Arisca y la amarró al tronco de un pirul que le ofrecía su humilde sombra. Terminada la tarea para mantener a su amiga cerca, Jacinto sacó una manta, la enrolló y la puso en su cuello para proteger su nuca de las piedras, se acostó bajo la sombra del frondoso árbol y sólo así, viéndose a solas con el cielo, durmió.
Despertó cinco horas después, el cielo oscuro y despejado le llenaba los ojos, se veía la luna menguada y una que otra estrella permanecía como celadora avispada. Jacinto volvió la mirada a la cuerda de la Arisca, la cual ya no le retenía porque ni siquiera estaba. La Arisca permanecía pastando frente a él, tranquilamente y sin buscar huir. Le hablaba a su mula para montarla y poder regresar, pero la mula no hacía caso. Una y otra vez le habló, pero ella lo volvía a ignorar.
Fue entonces cuando intentó trepar su lomo a la fuerza y la Arisca no puso resistencia alguna, pero así como tocó su espina dorsal para escalar, cayó al suelo sin más. “¿Qué está sucediendo?” Jacinto sudaba frío, los pies se le entumecían y los ojos se le tornaban en vidrios. Intentó pues, tomar la montura predilecta que había retirado de su amiga, pero al
tocarla, entre los dedos se le desvanecía.
Jacinto, desesperado, comenzó a llorar. “Santa virgen de Guadalupe, socórreme por favor, despiértame de este sueño malogrado y ansina mesmo te iré a venerar a tu santuario”. No podía contener las lágrimas que parecían humo blanquizco, el corazón le palpitaba vorazmente y los dedos, poco a poco, un terremoto confirmaban. Así pues, intentó tomar el balde vacío, pero al igual que la silla, se le escapó.
Caminó al rededor del pirul y, entre algunos matorrales, se sentó en alguna piedra y gritó por ayuda sin tener respuesta.
Tomó la decisión de caminar más allá, dejando atrás a la Arisca, veía la oscuridad en su plenitud, se escuchaban las bestias que estaban de cacería. Caminó por un largo periodo de tiempo, que en su estado ya era relativo, no sabía distinguir el fuego, o al menos eso había creído, pues llegó a un lupanar improvisado, lleno de bribones de botas y sombrero, bigote bien poblado, municiones al pecho, algunos traían carabinas doradas, otros algún rifle Mondragón, algunos estaban raramente trajeados y otros cuantos chupaban Faros. En medio de una fogata, junto al coñac y la marihuana, se encontraba un hombre chimuelo, con traje de milicia y de mediana estampa.
“¡Es el general Huerta, debo avisar al pueblo que están aquí estos cabrones!”, y procedió a caminar lentamente para escabullirse entre ellos. Repentinamente escuchó disparos y pensó: “Ya me cacharon, me doy por muerto”. Al momento, las risas se soltaron, nadie miraba a Jacinto, todos miraban lo que colgaba en un árbol cercano; Huerta abría el fuego y le seguían en bandada sus lacayos. Entonces Jacinto miró. En el aire, sostenido a una cuerda, colgaba un cuerpo con el sueño perpetuo, con un semblante de ligereza, tenía un bigote ralo y la carabina ya no permanecía sujeta. El cuerpo colgaba a la luz de la luna y los sicarios reían frente a él. Al evadir un poco la oscuridad palideció, pues el cuerpo que acababa de mirar no era ningún otro hombre: era Jacinto Pérez Rigón. Impactado, contemplaba la brutal piñata, tartamudeaba, quizá la miró durante veinte minutos, quizá una hora. El muerto no mide el tiempo, el tiempo es algo que le sobra.
Impotente y lleno de rabia, Jacinto corrió a refugiarse a una cueva, para ocultar su dolor. Aún habiéndose marchado Huerta, él nunca salió. Algunos amigos armados contra el general encontraron su cadáver y en aquella gran caverna escucharon sus silbares. Y le dieron entierro, una cristiana sepultura, pero Jacinto no fue al velorio, ni al rosario y no visitó su tumba. Intranquilo como estaba, su alma en la cueva quedó; cada roca, cada grava, es parte de él, es parte de su dolor. Dicen que aún se escucha su triste soledad en aquella cueva, su alma intranquila está. Alguna vez fue un pueblito, hoy es una gran ciudad. Santa Fe un día fue su casa, y aquella cueva, hoy es su sepulcro final.
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