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Esta ventana es para mirar dentro de nosotrxs a través del arte y la creatividad.
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Foto de Maria Pop / Pexels
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Malejandro Nothus

Facultad de Filosofía y Letras

Soy Malejandro Nothus, nacido del invierno de un 13 de marzo en México. Dedico mi vida al estudio de la cultura latina y helena, a coordinar Chúumuk T’aan Escritores, compartir los aprendizajes de la creación literaria y, en sí mismo, a escribir. He ganado un primer lugar en el Concurso Estatal Pensador Mexicano y publicado mis trabajos en distintas antologías editadas por el FONCA y publicaciones de la UNAM, además de participar en diversos medios de comunicación con textos, entrevistas y demás.

Nuestros héroes

Número 9 / ABRIL - JUNIO 2023

¿Cuál será nuestra herencia hacia la conquistada galaxia?

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Malejandro Nothus

Facultad de Filosofía y Letras

Está en los grabados de una armadura antigua la historia de los héroes; un mito en aleación de cobre y estaño que muestra ríos de sangre y virtud bajo una monocromática verdad: la de armarse y no soltar el escudo ni en tiempos pacíficos; la verdad de ser sólo bronce aún multiplicado el color del enemigo. Los hombres en fila, dispuestos a cruzar mares a bordo de navíos bendecidos por el llanto de las mujeres, y sus hijos que miran desde los campos con un anhelo en el corazón mientras piensan: «seré yo el siguiente». ¡Qué gloria la de morir lejos de la patria y qué gloria la de volver a ella con la abundancia en las manos! ¿A qué mejor destino puede disponerse el hombre si no es al de la guerra?

Nos cuentan las voces el caminar sin la idea de dar vuelta, de llegar a los muros del antes invasor y desmoronarlos junto a la esperanza que les añeja dentro de sus fortalezas cubiertas por la tiniebla de un amanecer atrapado mucho antes de la salida del sol. Y es que son nuestros héroes los virtuosos que sobreponen la prosperidad del pueblo antes que sus propias vidas y que una vez asegurada la paz, quitan del camino a los huérfanos para evitar venganza, cosechan los campos, matan a las reses y vuelven a las vírgenes viudas en mujeres tras la gracia del parto. «Bien saben los dioses pagarle a los victoriosos», es lo que susurra la época de riqueza.

Pero hay que saber guardar silencio: no le cuentes a nadie lo que ocurre en la batalla. No se dice, por ejemplo, que en el campamento se recitan poemas para saciar a los tristes antes de la lucha, que los guerreros miran al horizonte, sobre las olas y el alba, añorando la vuelta a su país; que preferirían tejer con sus esposas, pastar junto a los débiles, y abrazar a sus hijos. También se cuenta poco que alguna vez un asolador de ciudades lloró la muerte del enemigo al ver que el padre de aquel le lloraba, o que un emperador enloqueció de miedo cuando los cañones sonaron, decidiéndose mejor a la paz. Suena como el bisbiseo en el campo la historia subterránea de los varones, como algo que no puede cantarse; es la necesidad del silencio al estar frente al cosmos sin la mínima expresión de miedo. Esta es entonces la verdadera razón de hablar ahora: contarles un encuentro entre dos de estos grandes hombres, quienes son nuestros héroes, los machos cabríos.

Ellos viven, esos mueren; las madres lloran

Se hallaba en el exterior del palacio–fortaleza, dándole la espalda, cuando pudo verlo sobre la colina. Era el otro. Los aires cálidos soplaban desde la costa en un cielo despejado para el fúnebre lamento que entonaba la hierba; apenas hace unos momentos los motores de la nave habían despertado al planeta entero. Y ahora silencio, casi vacío. Agudizó la vista y reconoció a Herón: ya no era aquel niño disciplinado bajo el mando de David; había en sus expresiones una ira paradigmática. No terminaba por ser odio ni indiferencia: era un sentimiento trastornado, una mente sin la posibilidad de haber nacido. Entonces el lamento de la tranquilidad le inundó también. Fueron sólo unas lágrimas. Tendría que matarlo. ¿Por qué?, porque los dos eran varones; los dos imperaban sobre La Galaxia.

Fue Herón el primero en hablar y así lo hizo: «Kritios, Rey de los Alcmeónidas, sabes por qué me presento: la última de tus líneas fue derrotada por mi guardia personal: doscientos de tus navíos cayeron ante mi gracia. Dime, ¿eran los mejores? Ahora nadie que no sea del Imperio puede entrar al sistema y cuatro rayos–colapsadores apuntan a Alcmeón. Mas no desintegraré tu mundo, le tengo cierto cariño, pero sí hay tres cosas con las que debo acabar: contigo, con tus varones y con tu hijo. Tres cosas que forman una: la Familia Alcmeónida; mi padre no pudo sofocar tu rebelión, en cambio, yo lo haré. Bien dicen que uno debe superar a quien le antecede».

Y Kritios, exacerbado por las palabras que así pronunciaba el otro, contestó: «Herón, maldito de nacimiento y por lo tanto de Estirpe Nothus, tu discurso no es bienvenido en un mundo que se resiste al puño de los opresores: no has sido tú el primero que se atreve a arrastrar la paz galáctica en nombre de un absolutismo, ni serás el último por obvias razones. Mas hay algo que necesito objetar en contra de tu desprecio hacia mi familia: antes de nuestra independencia, la casa del emperador al que llamas padre mantenía excelentes relaciones con nosotros los Alcmeónidas; pero las cosas cambian como lo hace el flujo cósmico a través del cielo. Y mi gente pidió libertad y yo se las otorgué a pesar de la fraternidad que tenía con David, quien lo entendió: la dura ley de la guerra transgrediría necesariamente el velo de la especie humana: cosa que era por bienes mayores a los que tú aspiras. ¿No puede entonces sobreponerse la historia para honrar los tratos antiguos?».

A tal punto de la discusión, las señoras habían salido a las puertas del palacio–fortaleza, con las manos en el pecho o sosteniéndose unas a otras mientras escuchaban. En ellas las lágrimas y sollozos ya corrían, como profetizando el peor de los males, cuando vieron sobre la colina las filas de la Legión Real. ¿Qué tenían ellas sino a sus pobres hijos, armándose también para luchar?

«No, Kritios. He hablado como el Emperador de la Galaxia. ¿Aceptas tu derrota y devuelves al Reino Alcmeónida al territorio imperial?»

«¿De qué serviría, Herón, si la muerte para los míos está asegurada de cualquier manera? En esta tierra habrá libertad hasta que el último Alcmeónida viva».

«Que así sea», dijo Herón.

«Que así sea», dijo Kritios.

Y desenvainaron las espadas cortas de tragedia. Fue en un instante, el mismo instante que el viento tarda en mover las hojas y los suspiros en salir con sorpresa de los corazones, en el que un solo movimiento terminó por dar el veredicto; no pudo saberse si Kritios se infringió la mortal herida con su propia espada para evitar asesinar al niño que en cierto tiempo cuidó como suyo o si la mano de Herón le había arrebatado la vida. Fue solo un instante y la madre del Alcmeónida ya bajaba las escaleras encaminada al campo, tirándose al llegar sobre los pies de su hijo muerto.

«¿Por qué, por qué?», le cuestionó entre lamentos a su nueva majestad, «¡Tú, varón, tú traes la guerra!».

Herón enmarcó las cejas y cerrando con fuerza los labios, negó: «No, yo traigo muerte y después cosecha». Y sobre las colinas, la voz del Emperador de toda la Galaxia del Hombre, retumbó así: «¡Legión, avancen a las ciudades y levanten las banderas de victoria, levanten la gloria del Imperio del Hombre que así purifica al cosmos con la sangre del toro recién sacrificado! ¡Legión, entren al Palacio de los Alcmeónidas y no dejen que ningún varón viva!, con las mujeres saben qué hacer».

Epitafio para Kritios, el último Rey Alcmeónida

Aquí yace el macho cabrío, varón de grandes rasgos

que bien supo al tiempo resistir su cauce

y llenar de ofrendas a los que en vida deja.

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