Escuela Nacional Preparatoria Plantel 6 Antonio Caso
Escuela Nacional Preparatoria Plantel 6 Antonio Caso
«Lo recuerdo perfectamente», dijo para dar comienzo a su relato sobre el libro que había comprado la semana pasada mientras yo había tenido la fortuna de acompañarla.
Poseía un electromagnetismo que superaba al terrenal, me transportaba a otro universo, ahí disfrutaba del paisaje de sus ojos, aquellos de café amargo y a los que el sol les daba la misma dulzura de la miel. Recuerdo el parloteo del salón, pero no su significado; sé bien que fue acto de su magia: en su imperio, ese idioma no se habla. Un ansioso toque de chicharra fue mi transporte de vuelta, a su vez, la figura del profesor cruzaba la puerta y se dirigía al escritorio.
Cosmología me resultaba una materia de estudio impresionante, los viejos habitantes de Sane y su cosmovisión constituían un fundamento esencial para llevar una vida aquí, sus acciones habían llevado a la grandeza y a lo que hoy es esta gran región, pero no veía más que cenizas de todo aquello, nosotros deshicimos lo que habían dejado hecho, íbamos en decadencia, en una inclinada rampa, una grieta al fin del planeta y nadie nos podría parar.
Lo recuerdo perfectamente. El profesor dijo que, aquella clase, sería una excepción, una ocasión especial.
En un breve destello pude apreciar la belleza de los pétalos que componían su dulce melena, esas dalias negras que centelleaban bajo el haz de luz. Ella volteaba sutilmente en busca de la mirada y aquel corazón que la llamaba. De mi pecho salían palabras que sólo mi amor comprendía, las convertía en ondas radio y esperaba que ella estuviera en la misma frecuencia.
La ocasión especial no lo parecía, la política oratoria del profesor hacía lo mismo de siempre y la cautivante esencia de la materia quedaba reducida a indiferentes sonidos; recuerdo que hablaba del cometa que bendijo al valle, un cometa que representaba a Sane, diosa suprema de la creación, y, al final de su discurso, nos dio a conocer que nos volvería a visitar. Esto último atrajo, cual imán, mis ideas y, rápidamente, construí la propuesta que le daría a ella, como se entrega una flor. La propuesta sucedió con el estrépito de la velocidad luz, las palabras que dije se dieron al olvido y sólo queda en mi memoria el «no» de su cabeza que, a su vez, recalcaban su voz y sus labios. La razón era simple: un viaje junto a su padre, por alguna extraña investigación. La temática me era extranjera. Su padre era un destacado profesor de magia antigua que no conocía la soledad, pues su gato negro lo acompañaba a todos lados. Muchos le temían, pero, también, agradecían que sus enseñanzas, y las aplicaciones que conllevaban, fueran para bien.
«La próxima vez que me preguntes, te diré que sí», fue la promesa que dejó al aire y, con una reverencia, se retiró, dejando en su caminar un par de pétalos, los recogí, abracé a mi corazón con ellos, junto a la esperanza de una pronta promesa. Tomé camino al valle, disociado, con la cabeza gacha y la mirada distante de mi entorno. Entonces, el día se apresuró en hacer llegar a la noche, para su llegada, ya esperaba en el valle.
Los cuatro atlantes se figuraban en las alturas de los cerros que rodeaban la vieja pradera, esta última se cubría de un velo floral, era entonces cuando el cielo se vestía con su traje estelar, la boda tendría lugar en aquel crepúsculo bermellón. El cometa se divisaba en la brillante constelación de Opus, caía al horizonte en tonos amatista; lancé un deseo, un anhelo por aquella flor fugaz que conquistaba mi existencia, deseé ser el objeto de su amor. Bajo el primer haz lunar y el brillo de mi esperanza, Sane atestiguó cómo florecían, en mi pecho, colores de amor que oscurecían su estela. El viento hizo bailar a las flores, la melodía de su danza arrullaba mi corazón. Cerré los ojos mientras respiraba profundamente la esencia de la escena, que renovaba mi ser cada vez un poco más, aligerándolo hasta parecer una simple hoja.
Un repentino vendaval encendió mi terror en el instante en que me despegó de la sabana floral, al mismo tiempo que me direccionaba rumbo al cometa distante; en cada acercamiento lograba percibir una delicada figura, una forma elegante que reconocía cada día con sólo un pequeño atisbo de ella. Flotaba, de pie, sobre una superficie de aire, sus dalias también bailaban al son del arrullo procedente del valle, me ofreció su mano: acepté. Nos montamos en el cometa, nos llevó alrededor del valle mientras escuchábamos su canto, el paisaje era la pincelada que el humano necesita para vivir feliz. Tomó mi mano, sentí la calidez de una eterna vida, que estaría vacía si no estaba ella; tiró de mi mano y caímos libremente sobre el valle, sin embargo, el temor, desde secuencias atrás, había dejado de existir.
Nunca podré olvidar cada fragmento de su esencia en esos momentos, son tan inefables que las propias palabras son indignas de describirlos, y yo, de haberlos presenciado. Suavizó nuestra caída, y quedé sobre el manto de flores, lo último que recuerdo lúcidamente es la suavidad de sus labios contra mi mejilla, después todo se volvió difuso.
A la mañana siguiente, desperté en el mismo lugar donde ella me había dejado. El sol, aún regocijado, se destapaba lentamente sobre los altos relieves y sus rayos acariciaban mi cara. Me arreglé y limpié un poco, luego puse marcha al pueblo. En cuanto llegué me puse a deambular, los rumores me eran indiferentes hasta que percibí la pronunciación de su nombre, y me enteré, así como todo el pueblo, de la fatídica noticia: aquella noche había muerto, en su carro, a manos de un derrumbe montañoso. Disocié cada palabra que vino después de aquello que escuché, y un vacío llenaba mi existencia entera. En mi alma queda el «no» de su cabeza, el «no» a un futuro junto a ella, y, en el universo, viaja una eterna promesa que no podrá ser cumplida, junto al secreto de ese amor que no pude tener en vida.
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