Facultad de Ciencias Políticas y Sociales, UNAM
Facultad de Ciencias Políticas y Sociales, UNAM
Sonó el teléfono. Juan acudió adonde se encontraba el aparato para responder la llamada.
—Buenas tardes. Sí, aquí es —su abuelita y su madre estaban atentas a sus palabras—. No puede ser… —dijo con una voz salida casi a fuerza, se mordió los labios y al final comenzaron a avanzar por sus mejillas lágrimas bien gordas—. Sí, sí. No… no, no se preocupe. Le agradezco —estaba pálido.
Colgó. Y luego, mirando a doña Rosario con una tristeza estremecedora, profirió: “Blanca se murió”. Doña Lilia, su abuelita, cubrió su rostro con el rebozo y empezó a llorar quedito, como queriendo que no la escucharan, que nadie supiera de su pena. La señora Rosario miró a ambos desesperada y le pidió a su madre llorando: “No llores, mamá”. Juan, con una de sus manos tapándose los ojos, fue abrazado por su madre, que hundió la cara en el cabello del único hijo que ahora le quedaba.
Hacía dos semanas que la hermana de Juan, Blanca, había sido hospitalizada debido al agravamiento de los síntomas provocados por Covid-19. Durante ese tiempo, Juan visitó diario el Instituto Nacional de Enfermedades Respiratorias para que le informaran de su estado. Los datos que le entregaban constantemente eran más desgarradores. Dos días antes de la mala noticia, dejó de ir porque experimentó una fiebre terrible, suponiendo que esta vez él era el infectado.
Por la tarde, después de tramitar el acta de defunción, Juan y su madre se presentaron en el instituto para recibir el cuerpo de Blanca, del cual no pudieron despedirse porque fue entregado directamente a los trabajadores de la empresa de funerales. En la noche, llegaron con la urna de cenizas a casa y la velaron entre un silencio insoportable sólo los tres, martirizados por tan insignificantes exequias. Juan cargó a Naricito, su perro. Se arrimó a la caja y le contó: “Ya falleció Blanca, Naricito. Jamás volveremos a estar con ella”. La necesidad de sollozar le impidió continuar hablando. Con el borboteo de lágrimas pegó su boca a Naricito para besarlo mientras se secaba con su pelaje. El perro, tal vez indiferente, tal vez sin saber que estaba ante el aroma de la muerte, olía con extrañeza y sin detenerse el objeto que guardaba el producto de la calcinación de uno de sus familiares.
En el día posterior, la señora Rosario regresó a su ocupación. Desde temprano se dirigió al mercado de Huipulco para vender cubrebocas, con la herida abierta del suceso reciente.
Doña Lilia, también inmersa en un dolor apabullante, trataba de realizar las actividades cotidianas como cocinar. Juan estaba devastado, los síntomas por la enfermedad prevalecían y extrañaba a su Blanquita.
—Abuelita, me siento mal…
—Ay, Dios mío. No vaya a ser que tú también te pongas malo.
En el crepúsculo, arribó la madre de Juan, que con el dinero de su trabajo había adquirido alimentos para la cena.
—Ya llegué, mamá. ¿Y Juan?
—Jesús. ¿Qué vamos a hacer, Rosario? Dice que continúa sintiéndose mal. Por Dios. Yo ya no sé qué pensar. No sé qué hacer nomás de imaginar que igual se pueda morir mi hijo.
—Voy a verlo.
Juan estaba acostado en la cama de su habitación acariciando a Naricito. Su mirada, rebosante de desesperanza, apuntaba al techo.
—¿Te sigues sintiendo mal, hijo? —le preguntó, después se sentó y tocó su frente para medir la intensidad de la fiebre.
—Sí…
—¿Qué sientes?
—Mucho frío. Me arde la garganta… Me duelen los ojos y la cabeza… Además, desde ayer no soy capaz de percibir olores ni el sabor de la comida.
—¿Puedes respirar bien?
—Sí.
—Dios mío… —se lamentó suspirando.
Se puso de pie y fue a la cocina.
—Yo también me siento mal, mamá. Desde la mañana me arde la garganta —le confesó.
—Jesús… ¿Qué vamos a hacer ahora? —lágrimas y más lágrimas emergieron de sus ojos.
Cuatro días después, doña Rosario estaba destrozada a causa de la Covid-19. Juan solicitó ayuda y, uno tras otro, fueron trasladados en ambulancia al mismo hospital donde permaneció internada Blanca. Los síntomas de él eran poco menos graves. Antes, le había suplicado a un primo que cuidara de doña Lilia. “Por favor. No dejes de visitarla. Tú le vas a avisar sobre nuestra salud. No la dejes sola”.
“Padre nuestro que estás en el cielo. Santificado sea tu nombre. Venga a nosotros tu reino […]”, rezaba a todas horas todos los días la señora Lilia para que su gente se salvara. Mas fue inútil. Su única hija y su único nieto fenecieron. ¿Qué podía hacer doña Lilia? ¿Qué humano, qué ser en el planeta podría resistir una embestida de la vida de ese tamaño? La muerte intempestiva de toda una familia roza lo sobrenatural, lo inhumano. Es algo que rebasa la red de la conciencia y que desbarata la calma para siempre.
¿Quién podría seguir con esa pena a cuestas? ¿Cómo podría vivir alguien si le han arrancado el alma, si se ha convertido en un cúmulo de sufrimiento?
Joaquín, el pariente al que Juan encomendó la custodia de su abuelita, no dejó de asistirla diario con lo indispensable, y se empeñó más luego de los dos decesos.
Una mañana despertó Naricito, quien desde tiempo atrás no hacía más que dormir (“¿Qué tienes, Naricito? ¿Qué tienes, perrito? ¿Los extrañas? Yo igual.”), y trepó a la cama de su abuelita para darle los buenos días. Rascó las cobijas y le lamió el antebrazo que asomaba entre los cobertores: no recibió contestación. Exaltado, Naricito comenzó una ristra de movimientos para intentar ganar la atención de abuelita: giró con rapidez en repetidas ocasiones en el lecho, movió la cola, corrió de un lado a otro; lloriqueó y ladró como su pequeño diafragma le permitió… Esperaba que lo saludara como acostumbraba hacerlo, entre apapachos y una voz tierna, pero ella no reaccionó. Resignado, subió al torso de doña Lilia, se acostó bocabajo y apoyó su cabeza sobre la unión de los muslos de su último familiar. Suspiró.
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Una respuesta
HOLA:
ME GUSTO MUCHO ESTE RELATO, TAN HUMANO Y TAN CRUEL, PERO TAN REAL.
NARICITO , EL PERRITO QUE NO ENTENDIA SOBRE EL PORQUE DE LA MUERTE DE SU FAMILAR, ME HIZO PENSAR QUE SON LOS ANIMALITOS LOS QUE NOS AMAN SIN NADA A CAMBIO.
MUY BELLO.
SALUDOS DESDE COYOACAN, CD/MX.