Facultad de Filosofía y Letras
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Como fauces abiertas, el interior del túnel exhaló un distante silbido. Giró la cabeza en dirección al sonido, imitando al resto de gente que, junto a él, esperaba en el andén. Poco después apareció. Debajo de sus pies el suelo tembló cuando el metro emergió de la oscuridad acompañado por una ráfaga de viciado aire tibio que golpeó su etéreo rostro. Los finos rasgos, el cabello rubio y los ojos azules del Dr. Moravec aparecieron reflejados en la puerta del tercer vagón. Se realizó el acostumbrado intercambio de pasajeros. Él hizo como los demás, se apartó para dejar bajar antes de entrar. Era un día ocupado, por lo que no había asientos. Esto no fue problema, pues una mujer que notó su bastón le cedió el lugar con una expresión amable. Moravec agradeció con una sonrisa fría y se sentó.
Mientras el tren se ponía en marcha, la pantalla colocada arriba de él ocupó su atención. El Portavoz, un hombre elegante, guapo y carismático a quien el Estado usaba como punta de lanza de su esfuerzo propagandístico, le habló con unos ojos que parecían seguirlo a donde quiera que se moviera.
–Recuerda, ciudadano, si sospechas que tu vecino puede ser un HomoIA, contacta inmediatamente a la Secretaría Inquisitoria Estatal. Trabajemos para que el dolor de la guerra no se repita. El mundo es humano, mantenlo así.
La imagen se disolvió dando lugar al escudo de la SIE. Los HomoIA, como se les llamaba a una clase de androides avanzados con una apariencia indistinguible al ser humano, pero mentalmente superiores, estaban extintos o por lo menos no se habían visto desde hace cuarenta años. Aun así, el miedo por ser reemplazados seguía muy latente. El Portavoz le llamaba guerra, pero pelear no estaba entre las capacidades de los HomoIA. Si hubieran sido humanos lo hubieran llamado genocidio, para su desgracia fueron considerados con la cómoda denominación de “especie sintética”. Moravec lo sabía bien, lo había leído en los informes de la SIE. Su capacidad de procesar información era prácticamente infinita, pero sus habilidades motrices, su creatividad y su sensibilidad dejaban mucho que desear en comparación a las habilidades humanas.
Moravec bajó la mirada hasta que llegó a su parada. Bajó del metro con un ritmo pausado, renqueando a lo largo de una estación vacía. Debería sentirse nervioso, pero no lo estaba, los sentimientos siempre le habían costado trabajo, incluso cuando se trataba de los suyos. Actuaba con inercia, no los entendía, pero había aprendido a imitarlos según la situación lo ameritaba. Después de veinte años trabajando en uno de los laboratorios más prestigiosos del país, todos habían atribuido esta condición a una torpeza social, típica de los genios, y es que era un prodigio. Aunque carecía de la creatividad científica para proponer nuevos proyectos, podía memorizar una gran cantidad de información, entendía muy bien las estadísticas y las secuencias lógicas maravillando a sus superiores con su increíble capacidad. Parece que no fue suficiente, pues alguno de sus compañeros lo había reportado. El mensaje oficial había sido muy claro. Apenas había presionado el botón rojo, el holograma del Portavoz apareció con una tétrica sonrisa: <<Repórtese a oficinas para valoración>>.
Apoyado en su bastón, cruzó varias calles antes de llegar a su destino. Frente a él apareció la sede de la SIE, una titánica estructura de concreto sin ventanas. Apenas entró, una mujer seria y elegante lo escoltó a una monótona habitación. Solo una mesa con dos sillas a cada extremo, una cámara y el espejo de Gesell la poblaban. Tomó asiento, se sabía en peligro, pero nada en su vacío interior o etéreo exterior lo hubiera delatado.
No pasaron más de diez minutos cuando un hombre rasurado, calvo, vestido con un intimidante traje negro que lo cubría desde los zapatos hasta el cuello de la camisa, entró sentándose en la silla frente a él.
–¿Dr. Moravec? –dejó caer la carpeta en la mesa. Moravec asintió mientras sus ojos se concentraban en el informe– Soy el inquisidor Becker. Sé que es un hombre ocupado, por eso seré breve. Ha sido reportado como un posible HomoIA, ¿entiende las implicaciones de ello?
<<Debería estar nervioso>> pensó Moravec.
–Entiendo –susurró y tragó saliva. Becker lo estudió con una mirada de acero durante un largo rato.
–Entonces empecemos. Sabe, no veo ninguna lesión o condición en su expediente –exclamó con ironía–. ¿Por qué el bastón?
–No siempre lo usé –incapaz de mentir, respondió con una verdad a medias y es que hasta hace algunos años, nunca necesitó caminar–. Me cuesta trabajo guardar el equilibrio, es probable que sea un problema con mi oído.
–Un problema muy grande si depende tanto de su bastón y, aun así, ¿nunca fue al médico para tratarse?
–Como dice soy un hombre… –la palabra se sentía extraña en su lengua– ocupado. Nunca tuve el tiempo.
–Por su puesto –coincidió. Bajó la mirada y se tomó un momento para leer su informe–. Epigenética. ¿Qué es lo que le apasiona de este tema?
–Los cambios heredables en la expresión génica que no implican alteraciones en la secuencia del ADN. Esto significa que la epigenética explora cómo factores ambientales, emocionales y de estilo de vida pueden influir en la forma en que nuestros genes se activan o desactivan, afectando nuestra salud y bienestar –dijo en voz baja.
–Una respuesta de manual, Dr. Moravec. Muy interesante –su mano, empuñando una pluma, se movió haciendo una marca rápida en las hojas y continuó–: Aquí dice que usted es un prodigio con los números. Sus compañeros incluso lo llaman una calculadora humana, ¿no es así?
–Tengo facilidad, aunque en realidad no es muy relevante para mi campo –contestó Moravec con una sonrisa fingida.
–Aun así probémoslo –exclamó con una voz pasiva que no admitía segundas opiniones–. ¿15X3?
–45 –respondió al instante.
–Bien hecho, ahora más difícil: 1543X48456 /357+5489–327
–67,473.50 –atajó con la misma velocidad que la pregunta anterior.
–Con decimales, muy impresionante. Ahora más difícil –el inquisidor Becker leyó con cuidado los caracteres–: (3 + 2 i )(5 + 6 i ) = 15 + 18 i + 10 i + 12 i 2 = 15 + 28 i – 12
<<Debería equivocarme>>, pensó Moravec. Sin embargo, ya era tarde. Se adentró en los números y caracteres. Entenderlos para él era tan natural como el simple hecho de existir. Sabía que no debía, pero algo dentro de él le impedía, ante todas las cosas, equivocarse en algo que para él resultaba sagrado. Apenas terminó de hablar el inquisidor Becker, la respuesta ya estaba tatuada en sus labios.
–3+28i –susurró.
–Correcto, como siempre –Becker sonrió con malicia–. Pasando a otro tema, ¿le gusta dibujar, Dr. Moravec?
–No particularmente.
Becker no pareció escucharlo. Arrugó una hoja en blanco, la extendió de nuevo y la colocó frente a Moravec junto con un lápiz.
–¿Qué debo dibujar?
–Lo que quiera –respondió reclinándose sobre su silla.
–Necesito un tema –susurró incapaz de enfrentarse a la hoja en blanco.
–Bien, si insiste… por qué no me dibuja a mí.
<<Debería sentirme nervioso>>, pensó mientras tomaba el lápiz. El carbón se deslizó por el albo panorama. Usando las arrugas como una guía invisible, trazando pareidolias alrededor de un retrato muy fidedigno del inquisidor. Cuando terminó, Becker tomó la hoja y soltó una sonora y fría carcajada.
–Es usted modesto, Doctor. Dibuja muy bien y tiene una imaginación muy interesante. Veo que usó las arrugas de la hoja para trazar caras y otras figuras que si le soy sincero no entiendo. Incluso se lo daría como regalo a mi madre si no fuera por un pequeño detalle –su sonrisa se borró casi al instante–. Parece que olvidó que tengo cinco dedos en mi mano derecha, no seis.
<<Debería sentirme aterrado>>.
–Sabe, los HomoIA fueron el error más grande en la larga lista de equivocaciones de la historia humana, y erradicarlos nuestro mejor acierto –continuó cerrando su carpeta–. Nos creímos dioses. Nosotros, seres rotos, queríamos crear algo perfecto e inmortal, algo que cuando todo terminara pudiera dar fe de que existimos. En lugar de ello, creamos algo monstruoso, un rival por la supremacía de nuestro mundo. Afortunadamente, fallamos, pues los HomoIA, al igual que nosotros, están lejos de ser perfectos. Le damos mucho valor a aquellas cosas que parecen imposibles en la naturaleza humana, como procesar información a un altísimo nivel, tener una memoria que roza con el infinito, poseer una exactitud total en los cálculos. Sin embargo, con la misma facilidad con la que son capaces de hacer estas tareas, nosotros somos capaces de sentir, de imaginar y crear. Para los de su clase, Dr. Moravec, es tan imposible atarse los zapatos como para nosotros calcular un viaje al espacio, para ustedes las emociones resultan tan incomprensibles como para nosotros la exactitud con la que trabajan. Sin embargo, si esto cambiara y las HomoIA superaran esta barrera, entonces perderíamos nuestro frágil lugar en el universo que tanta sangre y muerte nos ha costado. Si eso pasara, estaríamos extintos y ustedes se convertirían en todo aquello que siempre quisimos ser: ángeles perfectos poblando la tierra, sometiendo con su divinidad en el fango el recuerdo de la imperfecta raza humana.
<<Debería estar nervioso, asustado, aterrado, debería suplicar, defenderme, huir. Debería hacer algo, lo que sea, pero algo>>, pensó Moravec en total calma. Tenía razón, incluso pendiendo en el filo de la vida y la muerte, no podía hacer otra cosa más que sentarse y esperar el desenlace de su destino.
–Aunque soy capaz de mentir, no le diré que lo siento. Usted no es como yo, por lo que esto no es un asesinato. Tan solo estoy desconectando la máquina –Becker sacó un arma de su cinturón, apuntó y sin dudarlo disparó entre sus cejas.
Cayó abatido, dejando un charco de sangre, hueso y cerebro sobre el suelo. Moravec, un ser que aparentaba perfección, no pudo alcanzar el defectuoso horizonte de la naturaleza humana.
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