Facultad de Filosofía y Letras
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Íbamos por la carretera. Íbamos por la que hasta hace unos cuatro o cinco años todavía se podía decir que era la misma carretera, pero desgraciadamente ya no lo es. Antes sólo por los nombres de las tiendas a los lados del camino y los señalamientos verdes en las bifurcaciones podíamos saber a qué distancia nos encontrábamos de nuestro destino.
En esa esquina había un puente peatonal al lado de la parada de la combi, ahora sólo queda el techo rojo y los asientos de cemento, ya no hay paso para gente, ahora sobre nuestras cabezas se disponen las pesadas ballenas grises por las cuales pasan cientos de toneladas de metal cada día. Antes el camino era bastante más claro y sencillo, ahora parece el interior de un panal, cubierto de monumentales hexágonos grises hechos por avispas titánicas vestidas con chalecos naranjas reflectantes.
Una vez pasada la entrada del panal podemos ver a las golondrinas volar, cuales insectos iridiscentes, entre los pirules y los capulines, entre las pocas casas de adobe y las muchas de ladrillo. Hacen mil y una piruetas en el aire, como si dibujasen su silueta hecha de curvas en un lienzo invisible; parece que juegan cualquier cosa: ¡Las traes!, dice una con su trino. ¡Ahora te toca a ti!, le contestan las demás. Recuerdan a los juegos de niños en el patio del recreo. Cuando se posan en una rama, en un cable, desaparece la fugaz flecha que es su naturaleza mientras vuelan, pliegan sus alas e imitan a un pianista con frac que antes de sentarse levanta los faldones de su traje. Es un traje negro con brillos azules, chaleco naranja y camisa amarilla. También hay tordos negros con voz de clarinete, coquitas grises de gorjeos brillantes y gorriones marrones, flautines de esta emplumada orquesta.
La ciudad de donde venimos es un gran valle, los cerros sólo pueden verse a lo lejos desde lo alto de un edificio, mejor dicho, se intuyen, pues la vista se empaña en una nube de acres vapores, aquí y allá están los Peñones, el Chiquihuite, y más allá el Elefante. Pero los cerros de la ciudad ya no son hogar de las lluvias, hace mucho que han sido cubiertos por corazas hechas de escamas huecas. Ya no se llenan de agua, ahora son cáscaras vacías y resecas.
Pero aquí, a espaldas de los guardianes de piedra, las vasijas conservan sus vivos colores, no están rotas ni gastadas. Aún, si se pone atención, se oye el agua en su interior, es agua fresca y ligera, todavía joven, almacenada en grandes cantidades como antes.
Entre los montes se mueven las venas de la tierra, por allá abajo, entre las cañadas, sangre que pinta las piedras y humedece las hierbas. Sangre grisácea, enturbiada. Sangre rápida y ligera, ruidosa, abundante, como una lombriz que se abre camino bajo la tierra.
En los valles se alzan, de entre la maleza, ruinas de villas antaño prósperas, lucen ya sus rocas gastadas y su podrido esqueleto de madera, algunas conservan aún sus chimeneas. Las yermas planicies de su alrededor fueron reclamadas por las yerbas altas y los árboles nudosos; encinos, tepozanes; los arbustos hacían impracticables a los campos para todo aquel que no sea liebre o araña.
Bajamos a pie en una de las laderas, cubierta por una costra gris, hay muchos perros durmiendo a la sombra de los muros, grandes y pequeños, con pelajes de todos los colores posibles para un perro: los hay marrones, grises, negros y blancos, con melenas ejemplares y también pelajes cortos. Duermen tranquilos en las escaleras de la iglesia, afuera de una tienda, en una esquina, bajo un árbol frondoso celosamente guardado tras una valla, hay canes en las azoteas, como gárgolas aullantes, ladradoras, vigilando a todo aquel que ose transitar por la calle empedrada.
Está nublado y parece que atardece. Se oyen diálogos ladrados a lo lejos, hay narices húmedas que husmean entre los escuálidos tallos sobrevivientes al cemento, hay garras negras susurrándole a las rocas del camino. Se nos acercan dos canes, macho y hembra, el uno es rojizo, la otra blanca, nos sonríen y mueven el rabo, luego, se recuestan a la sombra de una pequeña barda.
A los pies de la colina descubrimos una cosa: el agua clara y cristalina del pequeño manantial brota ahora turbia. Seguimos el hilillo grisáceo sobre las praderas verdes. Nuevas casas se alzan al frente de nosotros, son extrañas almenas sobresalientes en el pasto, desde lejos parecen una muralla. Caminamos al lado del arroyo hasta llegar a un árbol caído, en ese momento sale un perro de una de las casas, nos ladra, gruñe y saca los dientes. No sonríe, amenaza. Salen otros dos, tres, cuatro perros en una pequeña jauría, todos gruñen porque hemos entrado en sus nuevos dominios.
El peligro es claro, caminamos lentamente hacia atrás, pero un ruido nos hace girar la cabeza: sale un quinto can entre los matorrales a nuestra izquierda, nos han rodeado. El quinto, que parece ser el líder, nos acecha por detrás, alguien agarra una rama gruesa del árbol caído, somos extraños cervatillos bípedos entre lobos pelicortos.
Se oye una voz autoritaria desde la casa más cercana, sale la dueña de nuestros captores, se disculpa con nosotros mientras regaña a los perros. Yo no escucho mucho más, me alejo lentamente hacia el camino de la colina, mi padre sigue sosteniendo la rama a la defensiva mientras nuestra inesperada salvadora, distrae a los perros. El que parece el líder sigue a mi padre por unos metros, luego desiste y vuelve a su morada en el cubo de cemento, dejando en claro que no quiere abandonar su puesto, pues se ha dado cuenta de que, gracias a él, el río está vedado.
Durante el regreso seguimos viendo a los mismos canes mansos que cuando íbamos, pero ahora nos percatamos de un detalle distinto: los aquejan enjambres de moscas, centenares de insectos negros vuelan de todas partes para posarse sobre sus pelajes oscurecidos de mugre; pesadas pieles que los obligan a descansar mucho rato en la sombra, que los condenan al hambre y la sed; prisiones en lo alto de las casas, donde no se pueden resguardar de la lluvia o del sol; cadenas pesadas que los sofocan mientras ven a sus carceleros pasear, abriéndoles llagas infectadas.
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