Facultad de Filosofía y Letras
Facultad de Filosofía y Letras
Recuerdo los días de la preparatoria por los amigos, las ex novias, las fiestas, pero en realidad no encuentro otro motivo para haber asistido. Incluso me preguntaba cuál era el sentido o propósito de ir a la escuela, especialmente en mi segundo año, cuando supuestamente ya debía tener un plan de vida. El discurso que había construido sobre mi futuro se desmoronaba a mitad del tercer año, cuando estaba en el área de ciencias sociales. Había decidido ser abogado, porque me preocupaban las injusticias y quería ayudar a los inocentes, pero ese discurso lo había formado en mi primer año de preparatoria, más como una forma de evadir las preguntas insistentes de la gente sobre qué quería ser de grande, cuando en realidad no tenía idea de lo que quería para mi vida.
En secundaria me gustaban las matemáticas, porque los ejercicios de álgebra se me hacían fáciles y también me gustaban los idiomas. Me gustaba hacerme el inteligente en clase, presumiendo los sustantivos que aprendía de las canciones que escuchaba en inglés. Pero en secundaria nunca me puse a reflexionar sobre qué quería para mi futuro; en ese momento solo me interesaba tener más seguidores en redes sociales. Dejaba todo lo relacionado con mi futuro en manos del futuro mismo, mientras pasaba el día jugando videojuegos.
Cuando tuve que escoger carrera, el único criterio que seguí fue ver para qué me alcanzaba mi promedio. Al ver que coincidía con Ingeniería Eléctrica, pensé: “¿por qué no?”. Revisé el plan de estudios y me convencí de que podía ser bueno en eso. También le pregunté a mis amigos si me veían más como abogado o ingeniero, y ganó la segunda opción, así que me decidí. Me inscribí emocionado, dejando de lado la idea de ser abogado, biólogo o internacionalista. En la preparatoria quería estudiar todas las carreras a la vez, pero ahora entiendo que me faltaba encontrar mi vocación. Estaba ansioso esperando los resultados y aunque no tenía muchas expectativas iniciales, me motivaba la idea de que ganaría mucho dinero. Finalmente, se publicaron los resultados y cuando los vi, estaba en un centro comercial con mi familia. No pude ocultar mi emoción, pues sentía que una nueva etapa comenzaba donde empezaría a forjar mi futuro.
Sin embargo, mis clases iniciaron en línea debido a la pandemia. Mi primera clase fue Cálculo Diferencial, una materia que nunca profundicé. Sabía de teorías sociológicas, de los países con mejor IDH y qué eran los CETES, pero nunca aprendí a derivar. Al terminar esa clase, cerré la laptop con miedo, pensando que quizás me había equivocado, pero le di otra oportunidad a la ingeniería, la cual duró un semestre. La verdad es que no me fue mal; hice algunos amigos y juntos nos ayudamos en las materias. Saqué un buen promedio, estaba contento y pensé que todo iría bien.
Pero en el segundo semestre comenzó el declive: un paro virtual, la ansiedad provocada por el aislamiento y las dudas sobre si estaba en el camino correcto. La primera materia que perdí fue Cálculo integral; ahí supe que no había vuelta atrás. Después deje perder Álgebra y Mecánica. Las únicas materias que pasé fueron Programación y una materia sobre cultura. En ese momento no quería aceptar que me había equivocado y me decía que podría pasar las materias después. Sin embargo, según el sistema de la facultad, las materias atrasadas me obligaron a inscribirme el último día de inscripciones. Para el tercer semestre no alcancé cupo en las materias que quería, solo Probabilidad y una optativa sobre creatividad.
La primera clase fue con el profesor de Creatividad e innovación. Él se dedicaba al coaching, algo que siempre me ha causado desconfianza, ya que pienso que venden positividad tóxica y creen que los problemas estructurales se solucionan con levantarse temprano y sonreír. No obstante, ese profesor, sin saberlo, fue quien más me ayudó a tomar la decisión de dejar la ingeniería. Siempre nos motivó a seguir lo que en verdad nos apasionara y nos daba ejemplos de estudiantes a los que había motivado a cambiar de carrera. Para muchos, quizás fue una clase de relleno, pero a mí me ayudó a redireccionar mi camino.
El semestre terminó, pero sus motivaciones sólo aliviaron parcialmente cómo me sentía. A medida que se acercaba el fin de año, yo me sentía desorientado. Sabía que pronto serían las inscripciones para el examen de admisión a nivel superior y nuevamente surgió la duda de qué quería para mi vida. Aquella duda, que había estado guardada durante dos años mientras me convencía de que había elegido el camino correcto, volvió a surgir. Comencé a preguntarme en qué era bueno, ya que mis trabajos anteriores habían sido en tiendas de conveniencia o vendiendo uniformes escolares. Nunca me gustó armar figuras de lego ni desarmar y volver a armar cosas, como hacían mis compañeros de ingeniería. Pero en el fondo, siempre tuve una espinita, me gustaba la literatura.
A partir del segundo semestre, comencé a leer todos los libros de la casa para despejarme un poco, incluyendo aquellas novelas que detestaba en secundaria y nunca terminé. También me gustaba escribir cuentos cortos. Al enterarme de que existía una carrera en Lengua y Literatura, que en ese entonces pensaba que era para formar escritores creativos, consideré que podría ser una buena oportunidad. Revisé el plan de estudios y encontré materias con nombres desconocidos, pero que sonaban prometedoras. Cualquier opción que me sacara de ingeniería era bienvenida. Aunque seguía teniendo dudas durante la semana de inscripciones para el examen, el fallecimiento de un familiar muy lejano, quien había estudiado esa carrera y publicado algunos libros de poesía, ocurrió en esa misma semana. Lo tomé como una señal y decidí intentarlo.
Le informé a mis padres sobre el cambio de carrera, pero no se lo tomaron bien, porque toda mi familia y la colonia sabían que había un ingeniero en proceso. Así que, decidí no decirle a nadie más mis planes. Cuando comenzó el semestre, intenté reinscribirme en ingeniería, pensando que aún había una oportunidad, pero no alcancé materias buenas. Las únicas disponibles eran optativas que nadie quería. El primer día de clases, fui a conocer la Facultad de Ingeniería, ya que todas mis clases habían sido virtuales. Ver las instalaciones, los laboratorios y talleres, por un momento, me hizo reconsiderar mi decisión. Sin embargo, ya sabía que esa no era mi vocación. Había probado y simplemente no era para mí.
Ya me dirigía a mi primera clase presencial, pero antes de entrar al salón, decidí darme la vuelta y mejor ir a la biblioteca. Ahí comencé a estudiar para el examen de admisión. Me pasé todo el semestre estudiando el acervo de la biblioteca y aprovechando cada oportunidad para leer las pocas novelas de literatura que había. Incluso, en ese tiempo escribí algunos relatos que mandé a convocatorias y que fueron publicados, lo cual me levantó el ánimo, aunque la incertidumbre seguía presente. Sentía que era todo o nada. Si no aprobaba el examen, no sabía qué haría después. Incluso comencé a ir a terapia, lo cual fue de gran ayuda. Lo que más se me quedó fue cuando la psicóloga me preguntó por qué había decidido estudiar ingeniería. Me quedé en silencio, con la mente en blanco, igual que cuando el profesor de programación nos preguntó por qué queríamos ser ingenieros. Esa vez, con la cámara y el micrófono apagados, nadie vio mi reacción.
Llegó el día del examen. Pedí permiso para faltar al trabajo, sin explicar el motivo porque mi jefe era ingeniero y siempre me preguntaba cómo iba la carrera. Al salir del examen me sentí confiado, pero esa misma confianza me hacía dudar. Decidí mantenerme ecuánime y seguir trabajando en la fábrica de uniformes. El día en que se iban a publicar los resultados, estuve nervioso todo el día. Mientras cortaba tela, mis manos temblaban. Me faltaban dos horas para salir y me escapé al baño para revisar los resultados. En ese momento, sentí cómo la esperanza volvía. Al ver que había sido aspirante seleccionado, toda la presión y rigidez desaparecieron.
Pensé que mis padres estarían igual de emocionados que yo, pero no fue así. Eso me hizo dudar un poco, pero cuando fui a darme de baja voluntaria de la carrera de ingeniería, todas mis dudas se disiparon. Firmar ese papel fue un dilema, pero al ver que no era el único en la fila y que había otras doscientas personas me tranquilicé. Esa misma semana me inscribí en mi nueva facultad. Fui a mi primera clase con pocas expectativas, solo llevaba un cuaderno y una pluma. Como es costumbre, nos preguntaron por qué estábamos en la carrera. Cuando escuché al profesor decirle a un compañero que la carrera no era para formar escritores, sino críticos literarios, pensé: “Oh no, otra vez no”. Cuando llegó mi turno, respondí lo que se esperaba, mencionando que me gustaba analizar el sentido de los libros, callando el hecho de que también quería ser escritor. Regresé a casa con la misma incertidumbre que había sentido en mi primer día de ingeniería.
Sin embargo, las cosas cambiaron rápidamente cuando comencé las clases de Latín y Lingüística. Sentí como si por casualidad hubiera llegado al lugar correcto. Nunca había entendido por qué el primer nombre de la carrera es Lengua hasta que tuve mi primera clase de Introducción a la Lingüística. Desde ese momento, me fui enamorando de la carrera. Con el tiempo, también disfruté analizar obras literarias y hacer ensayos que exploran los aspectos connotativos de los textos. Me di cuenta de que realmente tenía habilidades para esto, aunque siempre lo había tenido, pero nunca lo había reconocido. Admito que hubo un tiempo en el que pensé que no era bueno para nada, pero al mirar atrás, recuerdo que desde la secundaria me gustaba escribir ensayos para la clase de español y aprender idiomas. Aunque no estoy seguro de por qué tomé las decisiones que me llevaron hasta aquí, hoy sé que esos dos años perdidos me ayudaron a encontrarme.
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