Facultad de Estudios Superiores Acatlán
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El 19 de octubre de 2024 se aglomeró la multitud para poder ver, aunque sea por unos segundos, a la banda de rock “Él Mató a un Policía Motorizado” en el Zócalo de la Ciudad de México, durante la vigésima cuarta edición de la Feria Internacional del Libro Zócalo. La banda de procedencia argentina debe su nombre al subtítulo de una película que el vocalista, Santiago G. Motorizado, leyó durante una fiesta, buscando salirse del molde, según una entrevista dada en 2005 a Matías Peluffo.
El concierto estaba programado para las ocho de la noche, eso decía el póster y las publicaciones en redes sociales, pero desde las seis y media ya había jóvenes rondando el lugar, aguardando frente a la valla para ver lo más cerca posible a quienes con su música, les habían salvado la vida, se escuchó con el grito desesperado de un chico con una banda negra en la frente, minutos antes de iniciar. Pero no todo era estar al frente. La multitud se extendió casi hasta la mitad del Zócalo. Nadie prestaba atención a los libros, tanta era la cantidad de personas que entre “olas” y planes para saltarse la valla que procuraba la seguridad del escenario, adultos, niños, mujeres desconocedores de la música de Él Mató, se acercaban a ver quién iba a tocar.
Detrás de la valla de seguridad se encontraba un espacio para los medios y la prensa que de vez en cuando observaban al público y les tomaban fotos, prestando especial atención a un grupo que llevaba carteles y coreaba porras para la banda.
—Ahora los medios van a decir que el público mexicano enloqueció con la banda argentina y Milei va a quedar tieso —susurró una mujer sentada en el piso, cercana a la reja, sin temor a los pisotones ni empujones de los que seguían llegando.
Su acompañante solo contestó:
—¿A poco sí, muy conocedora? —y en medio del barullo de voces que pedían que iniciara el espectáculo, ambos hablaron de la tensa situación entre la relación diplomática México-Argentina.
Eddie, un universitario, salió de la escuela a las seis de la tarde y voló desde su facultad hasta el lugar con todo y mochila y tarea. Beto, su amigo, ya le había guardado un lugar junto a él. Como la situación era similar para varios grupos de jóvenes, se pusieron a chismear durante la espera de solo media hora para el inicio que para este punto, hacía sentir a todo el mundo impaciente.
—¿No pudiste conseguir otro lugar que no sea aquí en la esquina? No se ve nada, ¡hasta hay una pared, Beto!
—Ya no pude pasar hasta el centro, pero ahí andan Chema y los otros. Cuando empiece, nomás nos movemos hasta allá. Además, ¿qué no vives hasta la morada?, ¿cómo te vas a regresar?
—Ya le dije a mis jefes que hoy me quedo con mi abuela, vive por la naranja. Está más cerca, aunque me quede sin camión, no importa.
—A ti no, pero a mí sí, mañana tengo examen, si no alcanzó mi camión ya valió.
—No te agüites, luego vemos, ya nada más que empiece.
Porras y coros por parte del público culminaron cuando dieron las 8:20. Las medidas de seguridad hicieron que todos se quedaran callados y la impaciencia aumentara. Diez minutos después, los integrantes de la banda salieron al escenario, se posicionaron en sus instrumentos y cuando “Un segundo plan” comenzó a sonar en vivo, no hubo vuelta atrás.
El escenario iluminado de color rojo no solo parecía incendiarse, la multitud estalló en gritos mientras la pantalla detrás de la banda mostraba la portada del disco “Súper Terror”, la cuál cambiaría conforme avanzaban las canciones.
Debido al escenario y al contexto de la feria, el setlist incluyó 16 canciones. “La noche eterna” hizo llorar a más de uno, seguida de “Moderato”, “Más o menos bien”, “Diamante roto” y “Tantas cosas buenas”.
Se escuchaban las voces roncas, las agudas, gallos, el sonido de las cámaras tomando fotografías y, sobre todo, el latir de los corazones de cada uno de los presentes. Cuando tocaron “El tesoro”, toda la explanada se convirtió en una sola exclamación de “¡Mi rola!”.
Entre cada canción y respiro por parte de los músicos, el vocalista aprovechaba para agradecer a las cerca de 10,000 personas, según la Secretaría de Cultura de la Ciudad de México, por asistir al concierto, por escucharlos y cantar junto a ellos.
“Medalla de oro”, “Yoni B”, “Excalibur”, “El mundo extraño” y “Ahora imagino cosas” fueron la siguiente parte del set. Algunos pedían “Fuego”, otros “El perro”, en honor a sus mascotas, pero, aún con la insistencia, las últimas canciones fueron “Chica de oro”, “Mi próximo movimiento” y, como cereza del pastel, “Chica rutera”.
A las 9:50 aún había personas coreando por otra rola, pidiendo el setlist mientras desmontaban el escenario e, incluso, suplicándole al encargado de la venta de merch de la banda un gancho de ropa, mínimo. Eddie y Beto seguían ahí. El hombre de chaleco naranja, encargado de la venta al final les dio dos ganchos y guardó las playeras, cuyo costo era de 500 cada una, y de las cuales algunos compraron en color negro y blanco.
Los setlists fueron repartidos, las manos en la reja se estiraban para llegar a ellos hasta que los del staff se apiadaron y los acercaron. A las 10:20 no quedaban más de veinte personas. Las manos temblaron, la respiración se agitó y todas las miradas se posaron expectantes cuando el representante de la banda salió a decir que iban a saludar, que no los rasguñaran. Y cuando Santi asomó su rostro, las veinte personas volvieron a gritar pidiéndole una foto, un autógrafo, que firmara su tarea, porque quizá su camión ya no saldría de la terminal, pero tendrían el grafo de quien escucharon a diario durante una ruptura amorosa.
A las 10:40 se volvieron a meter. Eddie consiguió su tarea firmada, Beto ya no alcanzó camión, y todos volvieron al metro, donde un chico vendía stickers no oficiales de la banda, uno por veinte, tres por cincuenta. La noche terminó pero su eternidad durará siempre en quienes cantaron a todo pulmón durante una hora y quince minutos.
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