Escuela Nacional Preparatoria Plantel 9
Escuela Nacional Preparatoria Plantel 9
Había una vez un pequeño pueblo en las montañas. Era un lugar donde las nubes acariciaban las copas de los árboles y los ríos susurraban historias de tiempos antiguos. En ese rincón del mundo, alejado de las convenciones y los estándares tradicionales, existía una escuela diferente, una escuela que parecía más un sueño que una realidad: la Escuela del Bosque.
La Escuela del Bosque no tenía aulas. No había escritorios, ni pizarras, ni campanas que anunciaran el final de una clase. En su lugar, los niños y niñas se sentaban sobre mantas de musgo, rodeados por árboles altos que les ofrecían sombra y hojas que caían suavemente como lluvia dorada en otoño. Los maestros eran llamados “guías”, y su propósito no era llenar las mentes de los estudiantes con datos y fechas, sino más bien encender en ellos una chispa de curiosidad. Aquí, se enseñaba desde la experiencia, desde el error, desde la emoción y la intuición.
Los días comenzaban temprano con un ritual que pocos entendían al principio: el “silencio compartido”. Todos se reunían alrededor de un gran roble y, en silencio, cerraban los ojos por cinco minutos. Al principio, algunos chicos se reían, otros se inquietaban; pero, con el tiempo, descubrieron que esos minutos se convertían en un refugio, una pausa que les permitía conectarse con ellos mismos y con los sonidos del bosque. A partir de ese momento, el aprendizaje comenzaba.
El “plan de estudios” era una criatura viva, cambiante. Un día, podían aprender sobre matemáticas a través de la medición de la sombra que proyectaban los árboles al amanecer, calculando su altura y observando cómo la posición del sol afectaba las proporciones. Otro día, se centraban en ciencias naturales observando cómo las hormigas construían sus túneles subterráneos, desentrañando su jerarquía y comunicación silenciosa.
En la Escuela del Bosque, cada niño podía ser quien quisiera ser. No había competencia ni calificaciones. Todos participaban en debates filosóficos en torno a fogatas nocturnas, donde la diversidad de pensamiento era un tesoro, no un obstáculo. Sin embargo, esto no significa que no hubiera conflictos. El bullying se trataba de forma colectiva: se hacía un “círculo de escucha” donde los involucrados expresaban sus sentimientos sin ser interrumpidos, aprendiendo a poner palabras a sus emociones y a entenderse los unos a los otros.
El miedo al fracaso se transformó en una invitación a experimentar. Los errores no eran castigados, sino celebrados como una forma de aprender. Los guías enseñaban que equivocarse era solo otra forma de descubrir algo nuevo, y poco a poco, los niños comenzaron a internalizar esa idea. Así, los estudiantes aprendían a arriesgarse, a seguir sus pasiones sin temor al juicio.
Entre ellos estaba Lía, una niña de nueve años que llegaba a la escuela con ojos llenos de tristeza y desconfianza. Venía de una escuela tradicional donde era constantemente castigada por no poder quedarse quieta, por hablar demasiado y por soñar despierta. Al principio, Lía no comprendía cómo podía aprender sin libros, exámenes, ni horarios estrictos. Pero poco a poco, empezó a sentir una transformación en su ser. Descubrió que sus historias e imaginación eran valiosas; que podía expresar sus pensamientos en cuentos, en canciones, en obras de teatro que representaban con marionetas hechas de ramitas y hojas secas.
Un día, Lía propuso un proyecto inesperado: “¿Y si creamos una biblioteca de historias de los árboles? Podemos escribir lo que imaginamos que nos cuentan cuando el viento sopla y hace que sus hojas bailen.” El entusiasmo fue inmediato. Los estudiantes, inspirados por Lía, comenzaron a escribir, a dibujar, a contar sus propias historias del bosque. La biblioteca de historias de los árboles se convirtió en el rincón favorito de todos, un lugar donde las palabras volaban como pájaros en libertad.
Con el tiempo, Lía dejó de ser la niña temerosa que había llegado. Ahora lideraba expediciones al río, dibujaba mapas de los caminos del bosque y leía en voz alta bajo la sombra del roble. Su transformación era el reflejo de lo que ocurría en la Escuela del Bosque: un lugar donde aprender era un acto de amor, de comunidad, de respeto por uno mismo y por los demás.
Un día, mientras el sol se ponía y todos se reunían alrededor del fuego, un nuevo maestro visitante preguntó a los niños: “¿Qué es lo que más han aprendido aquí?”. Lía, con una sonrisa que reflejaba su cambio, respondió: “Aquí aprendí que otra escuela es posible; una donde aprender es desaprender, donde ser diferente es hermoso, y donde los sueños crecen como los árboles: fuertes, altos y libres”.
La Escuela del Bosque continúa, lejos de las miradas convencionales, sembrando semillas de curiosidad, empatía y amor por el aprendizaje. Y tú, ¿te animarías a imaginar otra escuela posible?
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2 Responses
Hermoso 🥹♥️✨
Un aplauso a la autora!!
Nos acerca a la idea de la convivencia ideal que debiera existir entre todos los habitantes de este hermoso planeta, en dónde debe prevalecer el respeto y tolerancia