Escuela Nacional Preparatoria Plantel 8
Escuela Nacional Preparatoria Plantel 8
Eryndor siempre había sido diferente, o al menos, así se sentía. Mientras los demás jóvenes de Brindlemark se conformaban con la tranquila rutina del campo, él soñaba con lo desconocido. El pueblo, aunque pintoresco, era pequeño y cerrado. Había una única plaza, una iglesia de piedra vieja que el viento parecía dispuesto a derrumbar, y una biblioteca que pocos visitaban. Para Eryndor, la biblioteca era su refugio. Allí, en medio del polvo y el silencio, encontró los primeros indicios de un mundo más grande, lleno de magia y misterio.
El bibliotecario, Maester Vaylen, lo observaba desde las sombras. Era un hombre de avanzada edad, con una barba blanca que le llegaba al pecho y unos ojos que parecían haber visto demasiado. Eryndor siempre había pensado que había algo extraño en él, pero nunca se atrevió a preguntarle directamente.
Una tarde, mientras hojeaba un libro titulado Crónicas de los Magos Perdidos, Vaylen se le acercó en silencio.
—Ese libro no es solo para leer, joven —dijo el anciano, haciendo que Eryndor diera un respingo—. Es un mapa, si sabes cómo interpretarlo.
—¿Un mapa? —repitió Eryndor, incrédulo.
—Así es. Pero no todos pueden seguirlo. Solo aquellos dispuestos a sacrificar todo.
Eryndor no entendió del todo, pero esas palabras se le quedaron grabadas. Durante semanas, siguió visitando la biblioteca, buscando más pistas. Finalmente, una noche, Vaylen lo llamó aparte.
—Hay algo en ti, chico. Algo que me recuerda a los viejos tiempos. Si estás dispuesto, puedo mostrarte dónde empieza el camino.
Sin dudar, Eryndor aceptó.
Esa noche, impulsado por las palabras de Vaylen, Eryndor dejó atrás su hogar y comenzó a caminar hacia el horizonte oscuro. La noche era fría y silenciosa, y el sendero apenas visible bajo la luz de la luna. El bosque que rodeaba Brindlemark era denso y hostil, pero Eryndor no tenía miedo. Había algo en su interior que lo empujaba a seguir adelante, como si una fuerza invisible lo guiara.
Después de tres días de caminar, sus provisiones comenzaron a escasear. Fue entonces cuando vio una figura al final del sendero: un anciano encorvado que llevaba un bastón tallado con runas.
—¿Eres tú el buscador? —preguntó el anciano con voz grave.
Eryndor asintió, aunque no estaba seguro de qué significaba aquello.
—Entonces ven conmigo.
El anciano lo condujo a una cueva escondida tras una cascada. Adentro, la temperatura era cálida y el aire olía a incienso. La cueva estaba llena de artefactos extraños: espejos que no reflejaban nada, frascos con líquidos de colores brillantes, y un enorme círculo dibujado en el suelo con tiza blanca.
—Aquí empieza tu entrenamiento —dijo el anciano—. Pero antes, debo advertirte. La magia no es un don, sino una responsabilidad. Aprenderla te cambiará para siempre.
Después de días de ascender por los senderos de la montaña, finalmente encontró lo que buscaba: un maestro. Ithrael, como se presentó el anciano, era un mago retirado que había elegido el aislamiento para guardar los secretos de su arte.
El entrenamiento fue intenso. Ithrael no solo enseñó a Eryndor a canalizar la magia, sino también a comprender sus límites. Los días se llenaban de ejercicios imposibles, como mover rocas con la mente o encender velas con un susurro. Por las noches, Ithrael le hablaba de las antiguas eras, cuando los magos gobernaban reinos y los hombres temían su poder.
—La magia siempre cobra un precio —le explicó un día Ithrael—. Cuanto más poderosa sea, más alto será el costo.
Eryndor comenzó a notar los cambios. Podía sentir la energía a su alrededor, como un flujo constante que lo conectaba con el mundo. Pero también había un peso en cada hechizo, una carga invisible que parecía desgastar su alma. El aprendizaje de Eryndor no estuvo exento de desafíos, y el más grande llegó inesperadamente una noche de luna llena.
Los soldados del pueblo, liderados por el capitán Darvon, habían oído rumores sobre “magia oscura” en las montañas. Pensaban que Eryndor había sido corrompido y querían llevarlo de vuelta para ser juzgado.
Cuando llegaron a la cueva, Ithrael los enfrentó con calma.
—No tienen poder aquí —dijo con voz firme.
Eryndor, escondido detrás de su maestro, sintió un nudo en el estómago. Sabía que los soldados solo hacían lo que creían correcto, pero también sabía que no podía regresar.
—¿Qué hacemos? —preguntó en un susurro.
—A veces, proteger lo que amas significa enfrentarlo —respondió Ithrael.
Eryndor usó un hechizo para crear una barrera que impidió a los soldados entrar, pero al hacerlo sintió que algo dentro de él se rompía. Sabía que ya no podía regresar a Brindlemark. Con los años, Eryndor reflexionaba sobre todo lo que había perdido y ganado en su viaje. Ithrael murió en un invierno particularmente duro, dejando a Eryndor con un vacío que solo podía llenar cumpliendo su propósito. Se convirtió en un mago errante, ayudando a los necesitados y enfrentando peligros que otros no podían imaginar. Sus hazañas se convirtieron en leyendas. Se hablaba de él como un hombre que había abandonado todo por un poder que utilizaba para el bien.
Una noche, Eryndor regresó a la cueva donde todo había comenzado. Encendió una vela frente al espejo extraño y se miró una vez más. Esta vez, no vio sombras ni dudas, solo un hombre que había encontrado su propósito. Y mientras la vela ardía, Eryndor sonrió. Había comenzado como un chico que buscaba algo más, y ahora era una leyenda viviente.
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