Facultad de Psicología
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Cuando la noche hizo gala de su más profunda oscuridad, un gato negro, delgado casi escuálido, sarnoso, se posó sobre el polín de una cerca de alambre que bordeaba la propiedad de una pareja de ancianitos. El gato miró hacia el diminuto gallinero, compuesto de cuatro paredes de malla de alambre y una tabla horizontal elevada y acolchada con paja sobre la cual las gallinas descansaban y depositaban sus huevos. Ahí se accedía a través de una rampa de madera.
Aquellas gallinas no eran criadas (como cualquier otro animal de granja) con la expectativa de comerlas en algún momento o tan siquiera con la finalidad de sacarles algún provecho, sino que eran vistas por los ancianos o, más bien, solo por la viejecita, como compañeras, seres que comparten la tierra con otros seres, de los cuales de tanto en tanto se les puede sacar uno que otro huevo para alimentarse por las mañanas, agradeciéndoles siempre por la generosidad del detalle. El viejecito tenía una visión completamente opuesta y le reclamaba a su adorada esposa lo terrible que era alimentarlas sin ver el día en que pudiera usar su carne.
-Lo mejor sería cocinarlas en un buen caldo, con arroz y garbanzos, chatita-, decía el viejecito.
Incluso llegaba al punto de utilizar datos duros, como profesor de matemáticas que había sido en el pasado:
-Si gastamos tanto en maíz quebrado al día, multiplicado por cuatro semanas, nos da un total de tanto al mes, multiplicado eso por cinco meses nos da un total de tanto, con lo que ya hubiéramos podido comprar hasta otras ocho gallinas-, decía, señalando las cifras escritas en su libreta con golpecitos del lápiz.
La viejecita escuchaba, mirando con ojos de tierna ingenuidad, esbozaba una sonrisita y regresaba a lo suyo.
Un día, luego de dejarlas libres por el jardín de la casa durante la tarde, la viejecita se olvidó de correr el cerrojo, por lo que el viento nocturno abrió ligeramente la puerta del gallinero. El gato notó el balanceo breve y tímido de la puerta, no perdió tiempo, se rascó la sarna, saltó al suelo, aterrizando silenciosamente y, moviéndose con discreción y casi como serpiente, llegó al gallinero. Entró. Trepó por la rampa, siempre vigilando. El sonido ausente. Teniendo la cena frente a él, concentró su atención en la gallina más próxima. Movió las patas traseras preparándose para asaltar. Pasó la lengua por sus afilados bigotes y, cuando estuvo listo, brincó, clavándole los colmillos en el cuello. La gallina, siendo despertada tan abruptamente, comenzó a cloquear horrorizada, trayendo del sueño a las otras huéspedes, que, tras sufrir del mismo sobresalto, intentaron apartar al intruso del cuello de su compañera a punta de picotazos y aleteos.
Los demás gatos que ya rondaban la propiedad de los viejecitos, atraídos por el escándalo, se aproximaron al gallinero y, viendo la misma oportunidad de cenar, se pusieron a dar zarpazos entre ellos e intercambiando quejidos para decidir quién entraría primero.
El gato negro ahora se encontraba acorralado en una esquina, crispado, recibiendo los aleteos de las gallinas, defendiéndose y sin atreverse a atacar de nuevo, cuando de pronto otro gato saltó encima del grupo de gallinas, seguido de varios más. Maullidos, cloqueos, golpes, quejidos que se prolongaron por varios minutos hasta que solo se oyeron quejidos, ahora para decidir quiénes tenían el derecho a comer primero.
A lo lejos, una puerta se abrió y la luz de una bombilla proyectó sobre el césped la figura rectangular. El viejecito salió andando lo más rápido que pudo, reventando la hierba con cada pisada, balanceando la linterna que llevaba en la mano. Apuntó al gallinero, donde los ojos de los gatos brillaron como bolitas de cristal flotantes que se movieron apresuradamente hacia la puerta. Dentro quedó solo un minino, que a no ser por los movimientos lentos del hombre, le hubiera sido imposible escapar. El viejecito examinó los rastros de sangre y plumas que volaban arremolinándose. Ya sin nada más que hacer, echó el cerrojo a la puerta y regresó a su habitación.
-Chatita, chatita ¿ya ves, chatita? por no quererte comer las gallinas, alguien más ya se las comió por ti-.
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