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Esta ventana es para mirar dentro de nosotrxs a través del arte y la creatividad.
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"Viviendo bajo el mar" Bikutoru Escuela Nacional Preparatoria 7, UNAM
Verenice Enríquez Ventura

Verenice Enríquez Ventura

Colegio de Ciencias y Humanidades Plantel Oriente, UNAM

Deberías conocerlo

Número 1 / ABRIL - JUNIO 2021

Durante todo el camino Robert sólo podía pensar en lo que su madre le dijo. Si en verdad Pedro podía pegarle los bichos, entonces Robert se acercaría todo el tiempo a él para contagiarse y poder faltar a la escuela

Verenice Enríquez Ventura

Verenice Enríquez Ventura

Colegio de Ciencias y Humanidades Plantel Oriente, UNAM

Eran las ocho de la mañana cuando Robert se alistó para ir a su nueva escuela, su mamá le había preparado el desayuno y colocó los cuadernos de su hijo en la mochila. Ambos subieron al auto rumbo al colegio. Cuando llegaron, la maestra Elena ya esperaba en la puerta a los nuevos niños que se integraban al ciclo escolar. La madre de Robert saludó a la maestra, se despidió del niño y regresó a su auto. Elena tomó la mano de Robert y lo condujo a su salón de clases.

―Sé que el primer día puede dar mucho miedo Robert ―dijo Elena mientras cuidaba que los niños se sentaran en las mesas de trabajo―, pero no hay nada que temer, mira, yo estaré aquí todo el tiempo por si necesitas algo, ¿de acuerdo?

Robert asintió con la cabeza y buscó un lugar para sentarse. Sin embargo, todas las mesas estaban llenas, a excepción de una. En ella sólo estaba un niño sentado de espaldas, a Robert le dio mucha curiosidad el saber por qué no había nadie con él. Se acercó tímidamente y se sentó muy despacito para no llamar la atención del grupo. Después de unos minutos de observar al pequeño, Robert por fin le preguntó:

―¿Cómo te llamas? ―el niño lo miró con una sonrisa y contestó vacilante.

―Pedro, tú… ¿Cómo te llamas tú?

―Robert… ¿Por qué te sentaste sólo?

―Era la única mesa disponible, una niña se iba a sentar aquí, pero se fue ―Robert lo miró con una sonrisa tímida.

―Bueno, y ¿qué quieres hacer? ―Pedro tomó una caja con bloques de colores y lo puso en la mesa.

―Me gusta construir cosas, tu una mitad y yo la otra mitad de los bloques, veamos quién construye la torre más alta ―Robert aceptó con gusto la invitación y, tras pasar horas jugando con sus bloques, llegó el momento de irse a casa, aunque ninguno de los dos quería irse, pero prometieron que estarían juntos el día siguiente.

Mientras Robert y su mamá iban en el auto de regreso a casa, el pequeño le platicaba emocionado a su madre acerca de su primer día:

―Y conocí a otro niño que estaba solo en una mesa, pero era diferente, y entonces jugué con él y ambos construimos la torre más alta, ¡mamá, la hubieras visto!

―Espera hijo, ¿cómo que diferente?

―Pues su piel era de otro color, le pregunté por qué y me dijo que así era desde que nació.

―Es decir que su piel, ¿es morena?

―Sí, ¿tú también lo viste?

―No hijo, pero los he visto.

―¿Entonces, hay más? ¿Crees que sean igual que Pedro? ¿Crees que quieran ser mis amigos?

―No hijo, escucha con atención, ten cuidado con ese niño, las personas con ese color de piel tienden a… pegarte los bichos y esas cosas, es mejor que no te acerques a él.

Durante todo el camino Robert sólo podía pensar en lo que su madre le dijo. Si en verdad Pedro podía pegarle los bichos, entonces Robert se acercaría todo el tiempo a él para contagiarse y poder faltar a la escuela.

Al día siguiente, ya en el colegio, Robert abrazó a Pedro en todo momento, y cuando Pedro le preguntó por qué estaba tan afectuoso, no le quedó de otra a Robert más que decirle lo que su madre le había dicho:

―Que yo sepa no hago eso ―respondió Pedro mientras ambos dibujaban.

―Lo siento, creo que me ilusioné con lo de faltar a la escuela.

―No hay problema, tú me agradas mucho, los demás niños me observan como si fuera un extraño.

―Pues es porque no te conocen; ven, te quiero mostrar algo ―Robert le tomó la mano y lo llevó hacia donde estaban los juegos; justo debajo de la resbaladilla, se encontraba una pequeña flor blanca con el centro negro―. Es bonita, ¿verdad?

―Sí ―Pedro sonrió.

Al toque de la campana que daba por terminadas las clases, ambos se despidieron. Mientras Robert volvía a platicar con su madre en el auto, ésta le dijo:

―Ten cuidado Robert, ese tipo de personas tienen gusto por las cosas ajenas, no me sorprendería que un día quisiera robarte algo.

Robert volvió a pensar en lo que su mamá le había dicho, y pensó en que, si Pedro hacía eso, bien podría quitarle su tarea, que no había hecho aún, y decir que alguien se la había llevado. Al día siguiente, Pedro le preguntó a Robert por qué le enseñaba tantas veces su hoja en blanco, y a Robert no le quedó de otra más que decirle lo que su mamá le advirtió.

―No creo que yo haga esas cosas, nunca lo he hecho.

―Lo siento, de todas formas, no hice la tarea, no serviría mi excusa.

―Es cierto ―ambos sonrieron y continuaron jugando.

La primera semana de clases fue similar al primer día, su madre le advertía de nuevas cosas y Robert se ilusionaba con la posibilidad de que su nuevo amigo fuera su cómplice para faltar a la escuela, no entregar tareas o aprender a fingir, pero nada de esto pasó. Comenzaba la siguiente semana de clases, era el día libre del padre de Robert, así que decidió llevar a su hijo a la escuela.

―Tu mamá me dijo que tienes un nuevo amigo.

―Sí, se llama Pedro, es muy gracioso y su piel es cafecita.

―Se ve que te agrada mucho estar con él.

―¡Sí!, deberías conocerlo papá, mamá sólo me inventa cosas y luego resulta que Pedro no me puede ayudar con mis planes ―Robert, emocionado, le comentó a su padre todo lo que había sucedido la semana pasada.

Cuando llegaron a la escuela, ambos bajaron del auto y caminaron hasta la puerta. Su padre lo tomó de los hombros para despedirse, lo abrazó y le dio un beso en la mejilla, lo acercó más a él y le dijo al oído:

―Ten cuidado con Pedro, hijo… a esas personas no las debes de perder nunca, porque son únicas, no encuentras a un amigo leal en estos días.

Su padre lo miró, Robert sonrió y, mientras caminaba a su salón con su maestra, iba pensando en lo que su padre le había dicho. Se sentó en la mesa y decidió que ese era el mejor consejo que alguien le pudo haber dado, así que en cuanto llegó Pedro le preguntó:

―¿Quieres ser mi amigo? ―Pedro dejó su mochila en el suelo.

―¡Sí! ―respondió con emoción.

Ambos se abrazaron y comenzaron a jugar, sin saber que su amistad duraría para toda la vida.

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