Facultad de Derecho
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Me levanté a las 7:00 am como todos los demás días. Si me lo preguntan ahora, les podría decir que hasta ese momento no esperaba mucho de mí, de mi vida, de mis sentimientos, preocupaciones, tristezas… ya saben, esas cosas. No sé si fue porque me levanté del lado izquierdo de la cama o porque me cepillé los dientes con la mano derecha, pero lo que sí sé, es que nada volvería a ser lo mismo desde aquel día.
Saben, yo era un niño normal. Dedicaba el 99.99% de mi día a jugar con mis juguetes. Creaba historias fantásticas en donde Homero Simpson podía llegar a ser el papá de Barbie, donde Iron Man llegaba a ser el presidente de México después de haber comprado helado a todos los niños y niñas del país.
Desde hace unos meses ya no he tocado un solo juguete. Me la paso todo el tiempo mirando el techo de mi habitación. Cuando noto que llevo un tiempo estando en esa posición estática, comienzo a preguntarme cosas. Últimamente papá no ha estado en casa, así que no tengo quién me pueda dar respuesta. Mamá… bueno mamá se fue. Ocurrió justo el día en que todo cambió.
Recuerdo aquel día a la perfección, sé que después de haberme aseado, baje del segundo piso de la casa. Noté una vibra terrible en el momento que miré la sala, los cajones, el librero, la cocina y hasta el jardín me hacían sentir solo. Un frío viento que venía del vacío hizo temblar todo mi cuerpo. Comencé a llorar repentinamente, como si mi alma me estuviera anunciando a sollozos que algo malo había pasado.
Un poco más tranquilo fue que decidí dirigirme a la cocina. El teléfono de la casa estaba descolgado, todavía se podía escuchar el sonido que anuncia estática. Giré mi cabeza y lo primero que vi fue el recipiente donde mamá solía acomodar sus medicamentos. Recuerdo que le solía preguntar para qué los tomaba.
–Lucas, Lucas, Luquitas, mami necesita tomar estas pastillas para seguir fuerte y poder darte mucho besos y abrazos –decía.
El recordarla me tranquilizó un poco. Pero también hizo que me dieran unas ganas enormes de querer verla. Salí de la cocina corriendo para buscarla. Busqué en su habitación, en el baño, en su cuarto de estudio, pero no la encontré. Regrese a mi habitación a paso triste, con la mirada baja y suspirando cada que podía. Recargué mi frente en la ventana que daba la vista hacia afuera y pude notar que tampoco estaba el coche de papá.
No pasó mucho tiempo cuando sonó el teléfono de la casa. Fui corriendo a la velocidad de un rayo, esquivé la sala, bajé las escaleras rápida y cuidadosamente, en el último escalón di un salto y caí con la clásica pose de súper héroe. “Ni Flash podía ganar ante un rival como yo”, me dije. Tomé el teléfono, lo puse sobre mi oreja y mejilla derecha, noté una voz entrecortada.
–Hola… ¿Papá? ¿Qué pasa? ¡¿Qué?! ¡No! No quiero. ¡No quiero, no quiero! –respondí.
Papá me llamó para decime que mamá estaba muriendo. Me dijo que ella quería hablar conmigo para despedirse. No saben lo mucho que me arrepiento, juro que lo intenté, pero me supero la situación ¿Quién me daría aquellos besos tan amorosos? ¿Quién me abrazaría tan fuerte para no sentirme solo?
Confieso que en ese instante no supe qué hacer. Mi corazón se aferraba a no dejarla ir. Pensé que si me aferraba a no aceptar su ausencia, ella se quedaría. Pero no fue así, nunca fue así y ya no creo que pueda llegar a serlo.
Ahora miro al techo deseando que jamás haya sonado el despertador, que jamás me haya levantado de la cama, que jamás haya querido dormir un día antes. Deseo volver por lo menos un día atrás, mirar a mamá, abrazarla fuertemente, besar su carita y decirle:
–Te amo, mamá.
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