Colegio de Ciencias y Humanidades Plantel Azcapotzalco
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El amor es una de esas fuerzas misteriosas que no se ven, pero se sienten… como el wifi. Capaz de levantar imperios emocionales o destruirlos con la misma intensidad. Porque sí, el amor puede ser abrigo en una noche helada o incendio forestal sin control. En su versión más bonita, es un refugio: ese lugarcito donde uno se siente visto, querido, abrazado sin tener que pedirlo. Puede darte sentido, compañía, y lo más raro de todo: sin esperar factura a fin de mes.
Se manifiesta de mil formas. El amor de pareja, por ejemplo, es uno de los más populares en el mercado emocional. Se promete apoyo incondicional, risas compartidas y hasta contraseñas de Netflix. En la familia, el amor muchas veces viene en forma de cuidados, de ese “ya comiste” que a veces sustituye el “te quiero”. Y en la amistad, el amor se viste de memes compartidos, abrazos inesperados y un “ya voy, cuéntame todo” a las tres de la mañana.
El amor familiar puede ser el primer ladrillo con el que construimos lo que somos. Es ahí donde aprendemos (o deberíamos) lo que se siente ser querido sin condiciones. Pero, ojo, que también puede ser una trampa. A veces quienes deben protegernos terminan por sofocarnos, imponiendo expectativas como si fueran reglas de un juego que nadie nos explicó. Hay padres que aman con ternura y otros que aman… a su manera: bajo el lema de “yo sé lo que es mejor para ti”, que en algunos casos se traduce como “te quiero, pero a mi modo, no al tuyo”.
La amistad, cuando es real, es una forma de amor sin contrato ni cláusulas en letra chiquita. Es ese amor sin ataduras, sin drama, sin reclamos por no contestar al minuto. Una amistad sana es esa que te deja ser quien eres, despeinado, llorón o existencialista, y aún así se queda. Pero, como todo lo humano, también puede torcerse. Hay amistades que se vuelven tóxicas: te piden lealtad como si fueras su escudero, te manipulan con discursos de hermandad, y de pronto, ya no sabes si estás con un amigo o en un reality de traiciones.
El amor romántico, ¡ah, el más confundido de todos! Desde pequeños nos lo vendieron como el final feliz garantizado: la media naranja, el alma gemela, el “y vivieron felices para siempre”. Pero nadie mencionó que a veces esa “media naranja” está podrida. Aun así, cuando es sano, el amor de pareja puede ser precioso: un espacio de complicidad, un “te entiendo” sin necesidad de palabras, alguien que camina contigo sin pisarte la sombra. Es saber que no se trata de perderse en el otro, sino de crecer juntos sin dejar de ser tú.
Pero también puede deformarse. Puede volverse jaula con forma de promesa, un disfraz de compromiso que aprieta más que unos jeans después de Navidad. Hay amores que se convierten en adicción: entregas todo y al final, te pierdes a ti. Se disfraza la posesión de pasión, se camufla el miedo con fidelidad, y se vende el sufrimiento como prueba de amor. Y no, el amor real no debería doler, ni exigir sacrificios que nos apaguen. No es amor si te hace sentir menos, si para que el otro brille, tú tenés que apagar tu luz.
Y entre todos los amores, hay uno que siempre dejamos para después: el amor propio. El que, curiosamente, no viene en cuentos de hadas ni se ve en muchas películas (salvo que sea una comedia donde el personaje principal termina solo pero feliz, y con un gato). Amar(se) a uno mismo no es egoísmo ni soberbia, es saber tu valor sin tener que demostrarlo con likes. Es decir “no” sin culpa, poner límites sin miedo a perder al otro, y reconocer que no tienes que ser perfecto para merecer amor.
Porque el amor propio es la raíz de todo lo demás. Sin él, el amor familiar puede volverse una carga, las amistades un pozo de inseguridades, y el amor romántico una montaña rusa sin freno. Amarse es entender que uno es suficiente, que el amor de otros suma, pero no te define.
Al final, el amor es una fuerza poderosa… y a veces contradictoria. Puede ser brisa o huracán, refugio o tormenta, hogar o cárcel. Y no depende solo del amor en sí, sino de cómo lo vivimos, cómo lo entendemos y, sobre todo, cómo lo permitimos. Porque sí, el amor es complejo. Pero también es lo que, con todo y sus líos, nos recuerda que estamos vivos.
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