Facultad de Psicología
Facultad de Psicología
El aliento había empañado las ventanas de la furgoneta. Los cuerpos apiñados de la gente retorcían sus hombros tratando de acomodarse en los diminutos asientos destinados a cada uno y estiraban las piernas ahí donde hubiera un huequito libre.
Las gotas de lluvia golpeaban monótonas el techo de la furgoneta, y aunque para algunos esa música resulta agobiante y aburrida, para otros es el arrullo ideal para sumergirse en la inconsciencia del sueño que les hace creer que el viaje duró menos de lo esperado. Dentro de estos últimos se puede catalogar a una joven, de nombre Leticia, que dormía con la cabeza colgando. Traía una libreta con anotaciones de cálculo en la mano que no estudió por más de diez minutos, luego de que el calor le hiciera dormitar.
De pronto, sonó un golpe brusco y seco, luego otro y otro, hasta multiplicarse un sinfín de veces. Leticia salió del sueño, giró la cabeza hacia la ventana a sus espaldas y retiró el empaño. Estaba granizando. Al volverse, sus ojos se encontraron con un rostro masculino, moreno y afilado. No es que reparara demasiado en él, sin embargo, lo suficiente como para que aquel joven se percatara de ello y se cruzaran las miradas. Ella, sin saber qué hacer, bajó la vista a la libreta y repasó brevemente las ecuaciones escritas en ella.
Notó que el muchacho llevaba puesto un pantalón de mezclilla azul y una chaqueta negra. Notó también que el botón del bolsillo del pecho estaba desabrochado y que el dije del collar era un calendario azteca. Al subir la vista a la barbilla del rostro moreno, se detuvo. Sintió un ardor en el estómago y, avergonzada, miró por la ventana. Seguía granizando.
Pidió que la bajaran en la próxima esquina. Antes de salir de la furgoneta, guardó torpemente la libreta en la mochila. Saltó a la calle y corrió a refugiarse debajo de un árbol, haciendo crujir al suelo blanquecino a cada paso, al que no paraban de llegar más bolitas blancas chocando con violencia, apilándose unas sobre otras, reclamando su porción de piso. Atravesó la calle y se resguardó bajo otro árbol. El joven de rostro moreno iba detrás, a marcha ligera, cubierto por un paraguas azul. Ella, sintiendo un ardor en el pecho y un cosquilleo de vergüenza, enfiló calle abajo, protegiéndose con las manos del granizo que caía embravecido.
—¡Hey! —escuchó que gritaron, pero continuó su camino. Rápidamente pensó en el joven y creyó que le reclamaría por acosarlo con la mirada, pero lo que oyó después fue totalmente distinto—: ¡Oye! ¿No quieres que compartamos mi paraguas? —escuchó aún más cerca, con las palabras entrecortadas por resuellos. Disminuyendo la marcha, volteó—.Vivo tres calles abajo. ¿Por dónde vives tú?
—A dos calles más de ti —dijo automáticamente, como si fuera alguna especie de reflejo.
—Entonces, ¿vamos? —dijo el joven, estirando el paraguas hacia donde se encontraba Leticia.
Ella, temiendo contrariarlo con el rechazo, no por otra cosa sino por el hecho de parecerle atractivo, aceptó moviendo la cabeza. Reanudaron el paso, quedando hombro a hombro. Un riachuelo pálido había formado su cauce entre las banquetas, y los árboles, con sus ramas gachas, parecía que lloraban entristecidos por las enormes gotas que se deslizaban sobre las hojas.
Para Leticia, socializar era una actividad que no se le daba especialmente mal. Muchas de sus amistades habían surgido de encuentros casuales, donde se conversa de cualquier banalidad. Pero algo le pasaba en las interacciones de otra naturaleza, aquellas en las que la fisonomía, el porte y los gestos del otro provocan una calidez revoloteante en el cuerpo: las frases se le enredaban en la garganta, las extremidades dejaban de responder y las ideas se le cubrían de niebla espesa. Sumado al caso, en su biografía era inexistente cualquier acontecimiento parecido al de una relación romántica, y los hombres y mujeres que le habían llegado a gustar no eran más que siluetas humanas distantes, difusas y fugaces, a las que consideraba meras distracciones de su prioridad: los estudios, los diplomas y cualquier cosa relacionada con la vida académica. Padecía la zozobra de quien creyendo que no puede conseguir algo, se convence de que no lo necesita.
Anduvieron en silencio, observando al granizo deslizarse por los laterales, hasta que el chico decidió hablar primero:
—Me gusta la lluvia, pero no que llueva aquí, ¿sabes? Las coladeras se tapan, las calles se inundan; mi casa se inundaba, hasta que mi papá se hartó y construyó un dique, pero cada tanto se tropieza con él y dice que lo quitará un día de estos, aunque cuando vuelve a llover y sus muebles están secos, agradece haberlo construido.
Miró a su acompañante con un gesto afable, invitándole a hablar. Leticia no escuchó gran parte de lo que dijo el joven. Iba con los labios tensos, mirando de soslayo, pensando que quedarse callada daría la impresión de ser desagradecida. Lo cierto es que en el corto tiempo que llevaban caminando, ella había formulado varios discursos con los cuales iniciar la conversación, pareciéndole cada uno torpe y sin sentido. Sentía que la ropa mojada le asfixiaba y las corrientes de aire que le congelaban la espalda no le causaban tanto malestar como su incapacidad para manejar este tipo de situaciones, por lo que se enfadó cuando el joven habló primero, pues ahora tendría que formular otro discurso. Su mente, ocupada en descifrar las verdaderas intenciones del joven, interpretando la proximidad física como una muestra inequívoca de cortejo y luego como algo natural cuando se comparte un paraguas tan estrecho, no guardó más que la frase me gusta la lluvia, y entonces Leticia, con los labios temblorosos, tartamudeando, atinó a decir:
—Me gustan más los días soleados. Con el sol puedes hacer cosas afuera, pero con la lluvia, nada.
Se le crisparon los vellos. Buscó la aprobación del otro mirándole los ojos castaños, la bolsa abierta de la chaqueta y los dedos que sostenían el mango del paraguas.
—En eso tienes razón. Cuando llueve en la ciudad a uno le dan ganas de encerrarse en el cuarto y no salir hasta que ha terminado. Pero yo que voy al campo con regularidad, puedo decir que ahí es diferente: la lluvia te anima a explorar qué tipo de criaturas se encuentran deambulando entre la hierba, y cuando todo se seca, eres testigo de cómo otras criaturas toman el lugar de las anteriores.
Leticia no recordaba la última vez que estuvo en el campo y dudó de si alguna vez estuvo ahí. Supuso que el chico tenía una capacidad de observación extraordinaria y que todo lo que contara sería algo en extremo interesante y divertido, mientras que ella poco tenía que compartir más allá de las demostraciones y teoremas memorizados. Una punzada ardiente de vergüenza se extendió desde su estómago hasta el rostro que le enrojeció las mejillas como el aire dos trozos de carbón encendido. Tuvo el pensamiento de estar haciendo el ridículo y que hubiera preferido seguir caminando bajo el granizo, que ya estaba cesando.
Siguieron media cuadra más en pendiente, hasta llegar al fondo, donde el agua se había acumulado formando un charco turbio.
—Ahí vivo yo —dijo el chico, señalando una reja negra—. ¿Ves lo que te decía? El agua se mete a mi casa, menos mal que sólo llegó a la reja. Camina por la orilla para que no te mojes los zapatos. Bueno, aquí me quedo. Tú sigues dos calles más, ¿cierto? —Leticia asintió, mirando hacia la calle para saber qué tanto seguía lloviendo—. Pues mañana no iré a la Facultad. Si quieres llévate el paraguas y me lo devuelves a la hora que puedas. Sólo toca el timbre y saldré para recogerlo.
Ella, con cara incrédula, tomó el paraguas, rozando uno de los dedos de la mano del chico, produciéndole una exaltación que le cerró la garganta por breves instantes.
—Es en serio, no te preocupes. Entonces mañana nos vemos…
—¡Leticia! —dijo finalmente, y pensó: “De modo que en realidad le he caído bien”.
—Eduardo —dijo él, sonriendo alegremente—. Cuídate. No te robes mi paraguas, es un regalo de mi abuela —y abrió la reja.
—No, no. Te lo regreso mañana —dijo Leticia, también sonriendo y emprendió la marcha. Eduardo la despidió con la mano y luego cerró la reja tras de sí.
De las canaletas de las azoteas brotaban finos chorros de agua que golpeaban la banqueta, cuyo sonido se confundía con los latidos del corazón de Leticia, quien de nuevo experimentaba la excitación febril de la incertidumbre de encontrarse ante un acto de amabilidad desinteresada o de atracción correspondida.
Al llegar a la casa donde rentaba, Leticia inmediatamente subió a su habitación. Dejó el paraguas junto a la puerta, encendió la luz y se sentó frente al escritorio para estudiar las ecuaciones de la libreta que llevaba en la mochila, pero no pudo. Los signos y las letras se fundían en las hojas y poco a poco, ante sus ojos dilatados, se iba haciendo clara la figura del rostro moreno de Eduardo, con su barbilla redonda, su nariz aguileña y sus ojos castaños. Frotándose los dedos, evocó la sensación del roce de su mano con la de él. Pero súbitamente espabiló agitando la cabeza. Se rascó el cabello y puso el dedo en el primer renglón de la hoja para tratar de concentrarse. Apenas en el segundo renglón, desvió la vista hacia el paraguas ¿Por qué se lo había prestado? Se hizo a la idea de que fue una excusa para verla de nuevo mañana, pero reculó inmediatamente; encontró otra forma más sencilla de explicárselo: la educación. Enfadada por el péndulo de emociones animado por la confusión, llevó el paraguas a la sala y limpió el charco de agua con una blusa que tuvo la mala fortuna de hallarse tirada en ese momento. Zapateó tan enérgica que la blusa terminó enrollada y castigada a pasar la siguiente semana debajo del somier. Regresó al escritorio, volvió a rascarse el cabello y frunció el ceño. Ahora, el cuarto fue deslizándose hasta dejar malévolamente la ventana frente a la mirada de Leticia. La lluvia había amainado y entre la poca bruma que el viento aún no arrastraba era posible distinguir la cuadra donde vivía Eduardo. Leticia se levantó del asiento acercándose a la ventana y tiró de la cortina. Resopló molesta. Volvió a la silla del escritorio, pero en vez de continuar con las fórmulas, dejó que su mente divagara por el mundo de las ilusiones amorosas. Regresó por el paraguas y acarició el mango, que fue en ese momento para ella lo mismo que acariciar la mano del propietario por la cantidad de veces que esta había posado sus delgados y afilados dedos sobre él. Cuando tuvo suficiente, fue a acostarse a la cama. Fatigada y soñolienta, ideó qué diría mañana, cómo lo diría, a qué hora… Se quedó dormida.
Cerca del mediodía, Leticia salió de la casa. Sostenía el paraguas con ambas manos, acariciando tiernamente el mango con el pulgar. El aroma húmedo de la lluvia matutina le parecía encantador. Los reflejos de las gotas desperdigadas por las fachadas iluminaban la calle como le iluminaba el corazón fragoroso su alma encandilada. Parecía dispuesta a darle paso a las sensaciones que durante tantos años se había esforzado en censurar. Pero al llegar a la reja de Eduardo fue como si la misma humedad del ambiente extinguiera el fuego que se venía gestando dentro de Leticia, porque sólo poner el dedo sobre el timbre, la vergüenza le hizo mella en el pecho y la congoja le hinchó de lágrimas los ojos por interpretar erróneamente, a su entendimiento, lo que fue una muestra de amabilidad desinteresada como una señal de atracción correspondida. Enrolló el paraguas y, despacio, lo introdujo entre los barrotes de la reja. Temblando, echó a andar calle arriba. Esperaba no cruzarse con Eduardo otra vez.
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