En estas trincheras nuestras armas son palabras convertidas en argumentos y contra argumentos.
En estas trincheras nuestras armas son palabras convertidas en argumentos y contra argumentos.
Fco. M. / foursquare.com
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Víctor Arizmendi

Facultad de Estudios Superiores (FES) Acatlán

¡Hola, soy Vic Arizmendi! Y desde pequeño he tenido una obsesión por todo aquello que contenga una historia: películas, series de televisión, videojuegos, canciones, etc. Pero con el paso del tiempo descubrí que la forma más auténtica de contar una historia es a través de la literatura. Vaya, que nunca he encontrado personajes tan reales y entrañables como en un libro, y ni hablar de la creación de mundos fantásticos, misterios detectivescos, romances imposibles o terrores indeseables, de esos que te hacen voltear el cuello a mitad de la madrugada porque sabes que alguien (o algo) te está observando mientras lees. Ser escritor es mi única forma de escape, de quitarme esa máscara que la sociedad me obliga a portar durante el día y ser yo mismo. El crear historias o redactar ensayos me ayuda a vivir de manera más consciente y divertida. Sin dudarlo puedo decir que las palabras respiran y que nos contagian un poco de su vitalidad.

Mi segunda casa, mi primer laberinto

Número 15 / OCTUBRE - DICIEMBRE 2024

El mayor reto de la vida estudiantil es la habilidad social

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Víctor Arizmendi

Facultad de Estudios Superiores (FES) Acatlán

¿De dónde nace la personalidad? ¿De dónde surge aquel núcleo que define quiénes somos? Pues bien, me atrevo afirmar que la escuela es el lugar donde realmente nos moldeamos, donde, sin querer, nos embarcamos en una pesquisa indefinida para capturar nuestro ser. 

Es en el salón de clases, en los pasillos ruidosos, en los talleres, y hasta en los eventos festivos donde la mayoría de nuestras preocupaciones o manías nacen, donde nos forzamos a lidiar con situaciones sociales que nos sobrepasan, por su pronta aparición. No por algo las estadísticas arrojan que 4 de cada 10 estudiantes desarrollan miedo de ir al colegio.

Porque siendo honestos —o al menos hasta donde las pláticas con mis compañeros me han dado a entender—, cuando llega el momento de afrontar nuestro primer enamoramiento, cuando empezamos a comparar nuestras tareas con las de los demás, o caemos en cuenta de que somos muy malos para las matemáticas o los deportes, ninguno sabe cómo reaccionar correctamente, pocos adivinan el modo más sano o práctico de proceder; y los consejos de los padres tampoco ayudan mucho que digamos —si es que existe la confianza necesaria como para expresarles nuestras inquietudes—.

La mayoría del tiempo caminamos a tientas, como un ciego aferrado a las paredes rugosas de un túnel, en busca de un destino que no puede entender ni visualizar. La vida entre los muros estudiantiles es hostil, impredecible, y por largos momentos, estresante.

Está claro que cada uno dedica su atención a cosas distintas, pero nadie podrá negar que, llegado cierto punto, las calificaciones, asistencias y promedios, dejan de ser la preocupación central —a fin de cuentas, ese es el eje predecible de la escuela—, y comenzamos a fijarnos en algo que escapa de nuestro control, y que incluso años después muy pocos saben cómo desarrollar: la habilidad social.

La forma en que nos vestimos (con uniforme o no), la cantidad de amigos con quienes pasamos las horas libres, las personas a las que les gustamos o queremos gustar, o el dinero con que contamos, son parte de las miles de preocupaciones que se filtran en nuestras mentes, como el polvo bajo la puerta, y que no solo se quedan en la escuela, sino que se prolongan hasta nuestros hogares.

He de admitir que más de una tarde en mi adolescencia —y para qué negarlo, incluso en el primer semestre de la universidad—, me sorprendí a mí mismo pensando constantemente en cómo impresionar a los demás, no solo con mis calificaciones, sino con mis chistes, historias escritas o presupuestos para las comidas. Todo un desgaste mental que no podía evitar, pues cada mañana tenía que frecuentar el mismo salón con las mismas personas; por lo que, a mi parecer, tenía que idear un plan de acción donde pudiera sobrevivir con éxito, día con día, de lunes a viernes, de siete a dos.

Y por si fuera poco, nada es garantía de que serás aceptado por todos. Algunas personas sienten recelo de otras por el simple hecho de apelar a algo inconsciente, que ni ellos mismos entienden —aunque claro, a nosotros tampoco nos agradan todos de la misma manera—. ¿El resultado? Una serie de convivencias confusas que nos retan a comportarnos de manera diferente para cada grupito escolar, para cada espacio; hasta que, pasado algún tiempo, seamos más fieles a nuestra personalidad y valores.

Esto fortalece o debilita el carácter, no todos tienen corazón de hierro, capaz de ignorar los malos tratos, las desventajas cognitivas o la inseguridad de no ser el más sociable del grupo. Muchos aplican la “darwiniana”, defendiendo a capa y espada que así solo avanzan los más aptos, que “así es la vida”, cuando en realidad esto es más devastador de lo que parece.

Así pues, ¿qué sucede con el talento enterrado? Muchos estudiantes sienten las primeras germinaciones de la creatividad y pasión gracias a las tareas o clases dinámicas de los profesores, de allí que nazcan grandes escritores, químicos, físicos o historiadores, pero no todos corren con la misma suerte. 

Muchos tardan años en encontrar una habilidad que los haga destacar, que les satisfaga; mientras que otros jamás dan con ella, sintiendo que no tienen un propósito, alguna chispa. Todo esto a causa de un sistema arcaico que evalúa de forma dispareja, donde existen materias supuestamente más importantes que otras, provocando un entorno que, lejos de incentivar la competencia sana, propicia una lucha de egos que, tarde o temprano, aparta a aquellos que tal vez nacieron para hacer un arte u oficio específico. 

Bien lo decía Albert Einstein: “Todo el mundo es un genio. Pero si juzgas a un pez por su capacidad para trepar a un árbol, vivirá toda su vida creyendo que es estúpido”. Quién sabe cuántas mentes brillantes se han quedado sin estallar, hundidas por el lodo de la desigualdad.

Por otro lado, hay estudiantes que tienen que lidiar con dos campos de juego al mismo tiempo: la casa y el aula, exigiéndose distintos niveles de madurez.

 

No todos cuentan con padres presentes, atentos al progreso escolar y personal de sus hijos, muchos carecen de espacios armoniosos donde poder estudiar a gusto y, por desgracia, algunos tienen que cargar con violencia familiar que, inevitablemente, repercute en su estado de ánimo, matando prácticamente sus motivaciones o deseos de superación. Y ni hablar de las dificultades económicas, que transforman simples tareas de maquetas o excursiones grupales en odiseas imposibles de financiar.

Todo esto desemboca en un mar pesimista, en aguas turbulentas que casi todos los profesores, prefectos o compañeros ignoran totalmente, bajo una indiferencia brutal. Todos saben cuando un alumno enfrenta dificultades en casa, pero son pocos los que se acercan a auxiliar, a ofrecer un remo que los saque del huracán.

En el más decente de los casos, hay estudiantes que desarrollan métodos físicos o emocionales que les ayudan —o mejor dicho, les protegen— de sentir con mayor intensidad su realidad dispar. 

Sucede con mayor frecuencia que, a falta de redes de apoyo (aunque sea un amigo con quien conversar), algunos se sumen en un aislamiento social, tan impenetrable como un frente ruso; pavimentando así el camino hacia un abandono escolar, o peor aún, el suicido…

Ahora bien, apreciable leyente, reconozco que a lo largo de estos párrafos he dado la impresión de que la vida escolar es agotadora, y puede que sí contenga sus grandes adversidades, pero aquello no es toda la realidad, solo es una cara de la moneda.

Como dije al inicio, la escuela es ese lugar donde en verdad definimos nuestra esencia y tallamos la escultura de nuestro ser, así que sería absurdo no reconocer que, independientemente de la persona, siempre existe el hueco para crear memorias agradables e incluso maravillosas de nuestros años de aprendizaje.

Hay profesores apasionantes que, a través de lecciones de vida —muy bien disfrazadas de clases— cambian la vida de sus alumnos para siempre; descubrimos compañeros que nos acompañan por décadas enteras como amigos, siendo confidentes, soportes o incluso como figuras de admiración. Del mismo modo, en el aula y sus pasillos —o puede que detrás de los edificios—, se narran historias de amor que muy pocos olvidan hasta el final de sus días.

Alzamos la mano para participar y medir nuestra habilidad. Algunas veces fallamos, pero cuando lo logramos no podemos evitar flotar y sentir la emoción de que algo más grande nos espera.

Aprendemos a ser resilientes, a convertirnos en expertos —mínimo durante un semestre— sobre el lenguaje, la geografía, la biología humana y los secretos de la historia y los idiomas, escarbando constantemente hasta encontrar el oro, nuestra pasión, «aquello» que nos hace vibrar y darnos cuenta de que, en la efímera vida, hay cosas por las que vale la pena aprender más.

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