Escuela Nacional Preparatoria Plantel 6
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A veces, desde Coyoacán todo parece un sueño de la infancia, pero sí existió el Xantolo.
Era el día de los profanos, la rebelión contra dios. Era el día en que el diablo salía y se disfrazaba de hombre. Era el único día en el que estaba permitido gritar en totonaco. Desgarrarse la garganta, inhalar el incienso hasta que los pulmones lo expulsan con fuerza. En una tos que desaparecía bajo los gritos guturales. Entre violines y jaranas, los comanches agitaban las matracas que traían y bailaban hasta no sentir las piernas.
Los Huehues se alzaban como centinelas puntiagudos y sus ojos pequeños brillaban como ventanas al infierno. Yo era chamaco, me acercaba a uno y le gritaba bien recio: “¡diablo cornudo!, ¡no me alcanzas, diablo cornudo!”, para después echarme a correr al zaguán de mi casa. Mientras el danzante me perseguía y vareaba su machete contra las piedras juguetonamente, sacando chispas mientras yo me alejaba.
Los Huehues eran anónimos por una noche. Decían todos, como si compartieran mente, que van con dirección a Metlaltoyuca. Cargaban sus carabinas falsas y sus machetes oxidados, son como un ejército festivo. Zapateaban como queriendo arar la tierra, al ritmo del querreque. Andaban jorobados, se zangoloteaban como borrachos. Ante mis ojos de niño, perdían todo rastro de humanidad. Eran como espíritus errantes que festejan en horda visitándonos una vez al año, para después desvanecerse o confinarse en alguna parte del monte, donde no llegue el olor a ajo ni el ladrar de los perros.
Pasaba la caravana de diablos, de viejitos, de calacas, de toritos y de malinches. Sonaba un huapango a todo volumen, era imposible conciliar el sueño porque en la presidencia había baile y fiesta. El cielo se tragaba las estrellas, el ocaso se prolongaba de forma eterna. El fuego de las petroleras matizaba la noche robada por los danzantes, recordándonos constantemente que vivíamos justo al lado de las puertas del infierno, porque en Metlaltoyuca, ese pueblo a donde llegan los ingenieros de la capital, bien vestidos y peinados, a disfrutar la libertad de la provincia, dónde están los burdeles, con las pirujas entaconadas y sus padrotes armados, allá llegó primero el ferrocarril, y consigo trajo toda la escoria del mundo. Allá pareciera que todo el año hay carnaval.
Dentro del éxtasis patronal sabía reconocer algunos sonidos esenciales. Por ejemplo: los cohetes, que suben y revientan en el cielo, prolongando su ruido por algunos segundos hasta que se hace indistinguible del silencio. A diferencia de los balazos, que nomás suenan secos, seguidos de la proyección imaginaria (en mi mente de niño) de un cuerpo que se azota con la tierra. Nueve días después del carnaval, enterraban al Fidencio, el borrachito del pueblo,a quien confundieron con su hermano huachicolero.
Mientras intentaba dormir, y con el ruido de la fiesta en el pueblo, me infundía de pronto un miedo terrible, un rechazo a la estruendosa sinfonía compuesta de gritos, guitarras quintas, el azotar de los machetes, y aullidos agónicos y paganos. Me sentía rodeado de una terrible histeria colectiva, y sin escapatoria. De súbito, me llegó la imagen de los pollos decapitados aquella mañana, no comprendía todavía que aquel sacrificio se trataba de una etapa esencial en un ciclo interminable de vida y muerte, necesario para proteger mi frágil realidad cartesiana, y que los Huehues, dentro de todo esto, eran los únicos en la sociedad occidental que se preocupaban por estar (al menos un poco) en paz con el cosmos.
La gallina chorreaba sangre, sus alas aún se movían, la cabeza estaba en manos de algún danzante con suficiente fuerza como para arrancarla de un tirón. Yo imaginaba la facilidad con la que habría podido arrancarme una oreja, la sangre cubría a todos, purificando sus almas. Los violines seguían tocando, en un frenesí donde la vida y la muerte se hacían indistinguibles donde ambas sonaban igual: como un éxtasis de fiesta patronal sin una pizca de cristianismo, igual de ruidosa y tronante, antes y después de la asíntota imaginaria que llamamos muerte.
Antes de quemar las máscaras y quedar en paz, antes de volver a la cotidianidad católica (que no puede escapar de la ciclicidad eterna que heredamos los pueblos totonacos). Recuerdo que estoy condenado, porque mi madre es Huasteca, y nací con su creencia y nací con su cantar. Tratar de quitarme eso es como tratar de arrancarme la piel, por más que tenga sarna, por más que me rasque y me arranque y me salgan callos, estoy atrapado en una prisión melancólica, que se hunde. Y para la cuál no hay lugar en la modernidad: la de una cultura que desaparece. Ninguno de mis primos se quedó en el pueblo, ahora están todos casi irreconocibles. Algunos se hacen llamar chicanos, pachucos, o bohemios, pareciera que no les queda nada de Huastecos, se han puesto una carne podrida sobre la piel sarnosa, niegan que ellos personifican la otredad de la que escapan, tratan de arrancar a pulso lo único que verdaderamente son; Huastecos Huehues.
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