Facultad de Filosofía y Letras
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Un día de la semana me informaron que mi suegro estaba herido de gravedad, por lo que me apresuré a llegar al hospital. Todos estaban shockeados en la sala de espera y no sabían el porqué le habían amputado la pierna de manera repentina. Sandra, mi esposa, me dijo que me tenía que quedar a cuidar a su padre. Accedí al instante. Yo sabía que mirar a mi suegro sin una pierna sería algo traumático, por lo que tragué saliva y me atreví a entrar a esa habitación. Mientras él dormía, yo escudriñaba poco a poco cada parte de su cuerpo, incluso la inexistente, que seguramente ahora yacía en algún depósito para desechos biológicos.
Pasaron las horas y el sueño se apoderaba de mi cuerpo, resistí poco y terminé por dormirme en una de las sillas que estaban a lado de la cama donde inconscientemente dormía mi suegro. A la mañana siguiente, una mirada casi irreconocible me inspeccionaba como si se tratara de un desconocido. Observé un par de muletas que yacían a mi lado. “Mire, don Jacinto, se ven bonitas estas nuevas y flamantes muletas”.
Eso lo vas a necesitar tú, no yo. Don Jacinto se despojó de la sábana y con terror miré que mi pierna estaba adherida a la zona donde le habían amputado la suya unas horas antes. Con una sonrisa, escudriñó mi cuerpo y con una voz que más bien parecía la de un demonio, me dijo: “Eres un excelente cuidador”.
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