Facultad de Economía
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El cansancio estrangula con mayor ímpetu cuando el hartazgo de una cotidianidad inmutable e inescapable parece opacar el deseo de seguir viviendo. Despertarme antes del amanecer; calentar el agua de una cubeta con una resistencia y esperar, somnoliento, el momento previo a que hierva; bañarme apurado, pues las carnes se enfrían con el viento matutino; desayunar un café, un bolillo y un cigarro atolondra un rato mis tripas; correr cinco minutos a la parada del pecero, siempre lleno; aplastar las nalgas ocho horas frente a una pantalla y contar los segundos restantes de esa tortuosa rutina podrían parecer acciones dignas de un asceta contemporáneo, aunque, más bien, son como de un parásito abyecto sin futuro, ni vida, ni cerebro. Rechazaba la idea de un día tomar mis cosas y vagar por el mundo con el mínimo dinero pa’ tragar; las demás necesidades se cubrirían con la misericordia de la gente. Pero no, insistía que no. «Las deudas te van a ahogar», pensaba. «Si no pagas, el banco te va a fregar. ¿Iría a la cárcel?», me decía a mí mismo. «Si tuviera con qué, me largaría de este cuchitril».
Mismas horas, mismos pasos, mismos suspiros aquel lunes primaveral; mas al subirme al pecero de regreso el sueño me dominó.
—Oiga, joven, ya llegamos a la base.
—¿Dónde estamos? —dije, inquieto al percatarme lo desconocido que era para mí el lugar.
—En San Bartolomé de los Olvidados, joven —replicó el chófer.
Había subido en el pecero equivocado. La peste del vaho multitudinario condensándose bajo el calor encerrado no se presentó aquella vez; quizá no fue buena decisión correr hacia un pecero que estaba casi vacío, del cual no sabía su destino. Apeé de esa jaula metálica desoladora en un lugar solitario, de piso de tierra seca, sol arrasador, perros callejeros y una que otra persona caminando por ahí.
—¿Hay rutas para Tecpatitlán?
—Sí. Pasan cada media hora, creo…
—¿Dónde tengo que esperar?
—Ahí, a ladito del poste ese —señaló detrás de mí.
Esperé sentado en la banqueta, con la espalda recargada en el poste, bajo su fina sombra. El sueño aparecía de nuevo. Fui a un puestecillo de láminas y me compré un agua; al chofer, que estaba esperando gente que subiera, le encargué que me echara un grito por si venía mi pecero. Entonces la vi, tan demacrada, llevando un carrito de mandado lleno de flor de calabaza, espinacas, cilantro, epazote, huitlacoche y otras plantas y hongos que no recuerdo su nombre. Gritaba, o hacía un pobre intento de gritar, todo lo que ofrecía del carrito.
—¿Le gustaría una bolsita de cilantro, o unas deliciosas espinacas, joven? Las tengo a dos bolsitas por…
—No, gracias —interrumpí.
—O este huitlacoche, se lo puede hacer en quesadillas y…
—Que no, señora —insistí—. Vaya a venderle eso a alguien más.
Fijó sus inusuales ojos: uno poseído completamente por el lagoftalmo y el otro tan vivo, reverberante, hipnotizador. Después, calló un momento y retomó la palabra mientras buscaba entre sus productos:
—Le voy a dar un probadita, pa’ que vea que le vendo calidad.
—Entienda, anciana, no quiero sus plantas.
—Tenga. Es un simple champiñón, pero está muy bueno —dijo con una sonrisa que pronunciaba más los pliegos y zurcos de su cara.
Ver su febril semblante exigiéndome compasión y sus manos maltrechas por los años acercando su hongo a mis labios me causó tanta lástima que acepté su probadita. «Gracias, mijito». Un calor en sinergia con una fuerza tremulante se apoderaba de mi cuerpo de abajo hacia arriba. La anciana no dejaba de mirarme con una sonrisa forzada tan inquietante como burlesca. Cerré un instante los ojos, los abrí, y un destello abigarrado de colores fosforescentes me mareó; volvió la vista normal después de tallar mis ojos. Pero había una pesadez que colgaba de mis pestañas; luché por abrir los ojos; mi cuerpo no respondía. Sentí los ásperos y fríos dedos paseando entre mi mentón y la sien. «Ahorita nos vamos, mijito».
Desperté en la penumbra sin poder hablar ni moverme. Aunque no tenía ojos, veía; aunque no tenía oídos, oía; aunque no tenía nariz, olía. ¿Valdría la pena vivir, aun cuando moverme y hablar me era imposible? Una gigantesca mano me sacó de la oscura bolsa de mandado, agarrado del sombrero. Siendo elevado frente a su cara, la anciana me examinaba minuciosamente. Era un hongo. Lo pude ver en el reflejo de su gigante ojo cristalino. «Sí que eres pequeño; pero podrás sobrevivir». Me plantó al ras de las raíces de un gran pino, acto siguiente, se fue con el viento sin decir adiós ni advertirme del desconcertado porvenir que me acaecería.
Solo en el gran bosque, sin nadie que me escuchara —y aun cuando me escucharan no habrían podido hacer algo—, los pensamientos atormentaban la poca esperanza de tener una nueva vida que en realidad quisiera vivir. En serio sufría que ni antes ni durante ese momento disfrutara convivir con mi propia presencia, hundido en un interminable monólogo interno de preguntas sin responder. ¿Disfrutar de un corriente plato de frijoles? ¿Admirar las hojas otoñales caer y agruparse en el suelo? ¿Caminar en la madrugada silenciosa resolviendo, o por lo menos planteando, cada pensamiento común —sobre la soledad o los problemas recurrentes— que se le aparecen a la gente que no tiene quien la escuche? No, definitivamente no estaba en mí resolver esas cuestiones, al principio porque no podía y después porque no quería: ¿comer frijoles?, qué jodido me veré; ¿contemplar hojas?, no voy a contemplar basura; ¿caminar y resolver?, la inseguridad no me dejará. Para todo hay un pretexto cuando no se quieren hacer las cosas. Esas cuestiones las evitaba antes de la transformación; sin embargo, siendo un hongo, eludirlas no me era posible. Es obvio que hacerlas tampoco, y aún así seguían mis pensamientos insistiendo.
Los días y las noches morían y nacían una y otra vez; yo era un simple espectador que sin falta apreciaba su continua resurrección. A pesar de que el Sol y la Luna se perseguían, se buscaban, casi nunca se encontraron. Parecían desearse. Aquella vez, cuando esos dos coincidieron, los animales confabularon con los astros y todos decidieron irse a sus cuevas, hoyos, madrigueras y nidos. Un blanco conejo se daba prisa en esconderse de la inminente oscuridad, sus apresurados pasos eran más evidentes, más fuertes, uno tras otro dirigían su curso hacia mí. Llegó olfateando mi singular sombrero, con su pequeña nariz me golpeaba y zarandeaba, cada movimiento me expulsaba finas partículas que se dispersaban en el aire. Morí. Mejor dicho, no existí durante un breve momento, pues antes de regresar, el conejo me había devorado. Burlo la muerte y continúa el pavor de saber que un conejo está comiéndome, pero enseguida me percato que no hay conejo, tampoco seguía yaciendo bajo un pino, sino que estaba en muchas otras partes. Tres setas en la ribera de un río, dos debajo de una pila de piedras, cinco en el musgo de un árbol, siete esparcidas en el pasto y algunos restos no digeridos en las heces de un conejo, todos fueron yo. Mi pseudo-omnipresencia no era como estar frente a numerosas pantallas, más bien, cada yo individual percibía por separado, vivía por separado, y juntos conformaban mi ser completo, con diferentes vidas y una a la vez. Te pongo un ejemplo: lees un libro, piensas que eres algún personaje, sueñas que eres ese personaje, vives como él sabiendo que también eres tú, en el sueño lees otro libro y repites el proceso. Aunque es menos preciso explicarte la experiencia mediante el burdo ejemplo —principalmente por el hecho de que vivía al mismo tiempo y no soñaba ser otras personas sin perder la identidad original cada vez que se sueña— creo que puede bosquejarte ligeramente lo que es ser muchos y uno a la vez.
Mi situación no mejoraba, seguía pululando entre lugares tan distantes como diferentes, lo que me llevaba hacia la insatisfacción de no haber tenido varios yo cuando era humano. ¿Tiempo libre?, ¡vaya que siempre! El cansancio no me limitaría, al fin y al cabo tendría más manos y pies y ojos y cabezas. Si alguien me molestaba, saldrían de todos lados personas con las que sería imparable. ¡Qué suerte tendría si mis súplicas fueran escuchadas! No sé cuánto tiempo permanecí como hongos que nacían, crecían y morían quejándose como un pequeño infante que su arrogancia sin corregir sólo reclama a sus padres el no tener más. Fue en una noche lluviosa cuando, más que resignarme, analicé mi situación; después de todo, la burocracia no me llamaba; la muerte, a la cual ya no temía, tardaría en reclamarme; planear cómo llegar a fin de mes no era una preocupación; lo que más odio, trabajar, era una tortura que nunca más soportaría. Ya cuando había conciliado mi transformación, tras largos meses de desesperación y maldiciones a mi insignificante existencia, reaccioné.
—Joven, joven. Apresúrese, que ya está aquí su pecero.
—¿Dónde estoy?
—Ya le dije que en San Bartolomé de los Olvidados. Si no se apresura, se arranca y pa’ que pase el otro pecero es otra media hora. ¿No querrá quedarse por siempre aquí, verdad?
—Tiene razón, no quiero quedarme por siempre aquí… Ni en ninguna otra parte.
—Menos con el frío de la noche de este pueblo. Con eso de que se ve usted refriolento… Na’ más veía cómo temblaba.
Ya desencadenado, nadie podrá encerrarme nunca más. ¡Cómo ruego volver a hablar con aquella arcana mujer!
—Muy conmovedora tu historia, amigo —dijo el oficial—. Pero no creas que eso te excusa de andar como Dios te trajo al mundo en mera vía pública. Vámonos a la delegación, loco de…
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