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Cada día, miles de mexicanas y mexicanos tienen encuentros con el sistema de justicia en nuestro país. Desde trámites sencillos hasta procesos judiciales complejos, cada experiencia es única. Algunas personas encuentran soluciones y sienten que se ha hecho justicia, mientras que otras enfrentan obstáculos, demoras o situaciones inesperadas. Pero, más allá de los expedientes y las leyes, detrás de cada caso hay una historia que merece ser contada.

¿Cómo fue tu experiencia con el Poder Judicial? ¿Te sentiste escuchado y tratado con equidad? ¿El proceso fue claro o te encontraste con dificultades? ¿Hubo un momento en el que sentiste alivio, frustración o sorpresa? ¿El juez fue imparcial? ¿Qué cambiarías dentro del poder judicial?

En el PUEDJS UNAM queremos abrir un espacio donde puedas compartir tu experiencia y reflexionar sobre el impacto de la justicia en nuestra vida cotidiana. Por ello, te invitamos a participar en el concurso Mi historia con el Poder Judicial: Testimonios 2025 y contarnos tu testimonio ya sea en texto, imagen o video. Habrá premios para los mejores trabajos y la oportunidad de que tu historia sea publicada en nuestras redes sociales.

Objetivo

Brindar un espacio para que la ciudadanía comparta sus experiencias personales con el Poder Judicial, ya sean positivas, negativas o reflexivas, a través de textos, imágenes o videos.

Ganadores

Primer Lugar

Por Daniel Toledo

El eco de los golpes y mi historia con el Poder Judicial

Tenía 17 años cuando me atacaron en el metro Agrícola Oriental. Me golpearon por ser trans, por existir. Éramos una sola vida contra diez hombres adultos. Perdí la vista de un ojo, pero eso fue solo la manifestación externa de lo que ocurrió dentro de mí. Perdí la ilusión de que el Estado me protegería. Y esa herida, aunque no visible, sigue sangrando cada vez que me enfrentan con una indiferencia institucional.

La Fiscalía, al clasificar lo ocurrido como lesiones menores, redujo mi dolor a una cifra: unos días de incapacidad. Sin embargo, esa valoración minimiza lo irreversible. Perder la vista de un ojo no es una lesión menor. No solo perdí visión: perdí los sueños que me sostenían. Amaba andar en bicicleta, sentir el aire en el rostro mientras pedaleaba. Después del ataque, la pérdida de la percepción de profundidad me arrebató esa libertad. Dejé de ir a clases por miedo, por la ansiedad que me generaba estar en espacios públicos. Mi vida se detuvo. No era solo el ojo, era mi día a día, mi independencia, mi confianza en el mundo. Eso no cabe en un parte médico ni se mide en días de incapacidad. Reducirlo a una cifra fue otro golpe, esta vez desde las instituciones que deberían haberme cuidado.

Perdí mucho más que un ojo; perdí la seguridad en que mi vida, mi identidad, tendría algún valor ante la justicia. Apelé, pensando que el Poder Judicial vería lo que la violencia me arrebató: no solo un ojo, sino el derecho a vivir sin miedo, a caminar libremente, a existir. Pero no. El fallo confirmó lo mismo: lesiones menores, sin seguimiento, pese a que las agresiones fueron motivadas por mi identidad de género. A pesar de que afectaron mi cuerpo, mi psique, mi futuro.

¿Dónde queda la perspectiva de género? ¿Dónde está el enfoque inclusivo que se promueve en el discurso oficial? ¿Cómo se mide el daño cuando se ignora la identidad de quien denuncia? No se trata solo de heridas físicas, sino de un daño psicológico profundo. Un daño que se extiende a cada momento en el que debo decidir si expongo mi identidad, temiendo la invisibilización y el rechazo que el sistema parece normalizar. Me sentí solo, olvidado. Como si la justicia tuviera los ojos vendados, no por imparcialidad, sino por desinterés o desconocimiento de las realidades que afectan a las personas trans.

Durante el proceso judicial, nunca me llamaron por mi nombre. En ningún momento me preguntaron cómo me sentía, qué había cambiado en mi vida desde la agresión. Nunca se cuestionó el hecho de que diez personas me atacaran por lo que soy. Como si la violencia estructural, esa que nos dice que nuestra vida tiene menos valor solo por nuestra identidad, no fuera relevante en el caso. Como si yo tuviera que seguir adelante con el mismo sistema que me violenta, sin cuestionar las estructuras que lo permiten.

Este testimonio no es solo una queja, es una súplica. El Poder Judicial tiene en sus manos la posibilidad de ser algo más que una instancia burocrática; puede ser un lugar donde las personas diversas se sientan escuchadas, donde se pueda nombrar la violencia con sus causas y no solo con sus consecuencias. Un espacio donde se reconozca que las heridas no solo se miden por los días de recuperación, sino por todo lo que destruyen dentro de uno. Porque lo que me quebró no fue solo la agresión física, sino la indiferencia ante mi sufrimiento.

Sigo adelante. Aunque a veces con miedo, porque aún sueño con los golpes. Pero sigo porque, a través de contar lo que viví, creo que se puede abrir una puerta. Una puerta para que la próxima vez que una persona joven y trans llegue ante la justicia, no se le niegue el derecho a ser vista, a ser creída, a ser protegida. Que se reconozca que el daño va más allá de lo que se ve; que la justicia no sea ciega a las realidades de quienes buscamos un lugar en un mundo que todavía no nos incluye de verdad.

Segundo Lugar

Por Aileen Monter López

El segundo peor día de mi vida

El peor día de mi vida no fue aquel en donde me tocó imaginarte dentro de tu ataúd en aquella mordida funeraria, sino cuando supe que aquel destino era inevitable sin importar cuanto rezara o le suplicara al universo. Mi corazón, y el de mi familia, tardó bastante y a la vez muy poco en hacernos a la idea que nos habías dejado. De no haber sido por la urgencia de resolver aquello que la autoridad requiere, probablemente el duelo hubiera sido eterno. Lo que debía de ser algo sencillo, el dejarnos un lugar al en el que podríamos empezar de nuevo, como lo había hecho tu padre antes de ti, poco a poco se fue convirtiendo en una pesadilla en vida que le quita el sueño frecuentemente a mi madre. Es así como nos encontramos en el segundo peor de los días, una fría mañana en donde nos formamos en aquella interminable línea rumbo al juzgado familiar.

Después de una hora y cuarto con la intermitencia de sentarse o recargarse contra las paredes para aguantar la espera, finalmente llegamos a la puerta. Empezamos a sacar los papeles en nuestro desconocimiento, pensando que nos pidieron número de expediente o algo similar. No, el guardia solo nos indicó guardar todo nuevamente para pasar por los escáneres, Al terminar solo nos pidieron el número de juzgado, 41 respondimos. Otra fila, ahora para el ascensor non, no es posible ir por las escaleras, otra media hora. Cuando el abogado nos citó dos horas antes del juicio me pareció chiste o una maniobra muy elaborada para prepararnos a nosotras y a los testigos pero, solamente era para que las extensas filas no nos hicieran perdernos la audiencia.

Al fin conseguimos abrirnos paso hasta la sala con apenas 15 minutos de premura. Los nervios me tenían en sobresalto, nosotras habíamos seguido el debido proceso, pero después de ya 5 años de idas y venidas, pérdidas de expedientes por parte de los juzgados, archivamiento de este con la pandemia, re agendaciones arbitrarias de audiencias por cierre de juzgados, una lentitud burocrática desgastante y mil y unas peripecias en donde se daba un paso hacia adelante y tres hacia atrás, parecía al fin encontrar la conclusión.

El sistema judicial mexicano nunca se había caracterizado por su velocidad, no obstante, parecía que de velocidad tortuga habían logrado milagrosamente alentarse a un más a velocidad caracol con la llegada de la pandemia. Cuando recibes un oficio o la notificación de la resolución de acuerdos ya incluso habías olvidado de que se trataba o incluso de su existencia. Si bien entiendo que estuvimos en una situación mundial de fuerza mayor, el sistema no se logró adaptar de pronta manera, lo cual vino en detrimento de todos aquellos ciudadanos que nos quedamos esperando.

Tampoco se ha podido recuperar en todos estos años tras el fin del confinamiento. No fuimos los únicos que tuvieron que peregrinar de archivo a archivo para poder encontrar todas las partes de un rompecabezas de expediente judicial perdido. Al final no acabamos de recuperar más que las copias de las copias de lo que fue en ciertos archivos, lo que no agrado mucho ni a nosotras ni a quien intentaba descifrar las siluetas borrosas del expediente. Pero, todo eso parecía pequeño ahora que al fin podríamos pasar a la siguiente fase del juicio, solamente necesitábamos pasar por una prueba más. Que ingenua, nuevamente, me equivoque.

Con cada minuto que transcurría sentía como la sangre me hervía aún más. Primeramente, la frialdad de las preguntas conducidas hacia los testigos es un sí o un no, nunca se pedía un contexto o las circunstancias. Cuando se intentaba intervenir por medio de alzar la voz propiamente en el estrado o por un abogado, la figura del desacato y desestimación hacía su aparición.

En un segundo plano, debido a que no existió un sistema resiliente ante el confinamiento y el cierre de oficinas presenciales, en mi caso, proscribieron las ofensas cometidas por la otra parte, quienes habían disfrutado de lo ajeno en completa impunidad por más de 5 años. Con muecas burlonas vieron con beneplácito como es que el Estado les ampara y les seguirá amparando en defensa de sus “derechos humanos”. Aquí me preguntó con mis ánimos pisoteados, sus derechos de los perpetradores están garantizados y son defendidos a capa y espada, ¿no deberían ser los de las víctimas defendidos con la misma fiereza?

No diré que me sentí traicionada cuando empecé a hiperventilar al leer la resolución final unos días después, porque para nombrar aquel sentimiento como tal es necesario haber experimentado confianza, primeramente. En esta situación, honestamente ya dudaba acerca de la llegada de justicia, de un accionar de las autoridades que castigara a los victimarios que conocen mi dirección y amenazan la tranquilidad de mi familia si decidimos acercarnos con un ángulo penal en vez de civil. Esperaba un milagro, una excepción a la norma de 90% de impunidad en delitos, no obstante, también eso me fue negado.

Tercer Lugar

Por Kevin Manuel Hernández Cruz

Ante un suicidio de la Ciudad de México

En septiembre de 2020, mi amiga y compañera de cuarto se suicidó, se colgó de los barrotes de la venta de su cuarto. Su pareja y yo habíamos salido a un hospital por Tlalpan – en la zona de hospitales – pues un mes atrás, lo había atropellado un conductor en estado de ebriedad. Su familia, en coordinación de los patrulleros que atendieron el suceso nos llevaron a un hospital, pero al parecer, aceptaron una “mordida” y lo soltaron. Solo nos dejaron en un nosocomio particular con mi amigo fracturado del pie. Al día siguiente, fuimos a la fiscalía correspondiente; la persona encargada de recibirnos fue hostil y nada empática. No se podía hacer nada y si acaso se pudiera, era todo un problema, pues el percance fue entre los límites del Estado de México y Ciudad de México. Lo único que nos recomendó el funcionario era ir a la fiscalía del otro territorio para probar suerte y ver si se procedía. Mejor desistimos.

El día del deceso de nuestra amiga, yo había llevado a su pareja a una revisión médica. Tras encontrar su cuerpo colgado, me di a la tarea de llamar a la policía. Entre el dolor y la conmoción por la pérdida de mi amiga, empezaron a llegar patrulleros. Estábamos en la colonia Morelos de la delegación Venustiano Carranza, se sentía una pesadez terrible. De un momento a otro, se llevaron a mi amigo a dar su declaración; yo me quedé resguardando la casa, pese a ello, los policías aprovecharon para robarnos en medio del levantamiento del cuerpo y el “pseudo” / peritaje. Con la llegada de unos amigos, me sentí más aliviado en todo este proceso. Eventualmente, me llevaron a declarar a mí también.

Al llegar a la fiscalía de la delegación, los funcionarios que me atendieron parecían dispersos y poco les importaba el suceso, me hicieron firmar una declaración basada en un cien por ciento en la de mi amigo; solo le cambiaron mi nombre. Como sabía que era muy probable que cerraran nuestra casa y nos prohibieran entrar a la misma, pedí a mis amigos sacaran mi laptop y un poco de ropa. Ese día concluyó para nosotros a las 2 o 3 de la madrugada.

Tal como sospeché, cerraron nuestra cosa. Al ser un suicidio de una mujer, la carpeta de investigación que se abrió, fue bajo sospecha de feminicidio. Nuestra amiga, a lo largo de su vida, había tenido diversos acercamientos con psicólogos y psiquiatras, su familia nunca sospechó de nosotros, muy por el contrario, ellos eran plenamente conscientes de que esta escena pudo haber pasado en cualquier momento de su vida. No obstante, la fiscalía con su proceso administrativo y revictimizante parecía que no tenía claro el cómo proceder o actuar.

Con el paso del tiempo, nos dimos cuenta de que nos encontrábamos en un limbo jurídico. La encargada de atender el caso, estaba saturada de trabajo, no nos iba a atender en meses, mientras tanto, nuestro hogar se encontraba clausurado. Nunca se nos imputó de algo, pero tampoco estábamos con una plena confianza de que se nos respetaran nuestros derechos. Pensamos en dos escenarios – ambos ampliamente factibles – : el primero, esperar a que el caso se empolvara o se diera carpetazo y nunca saber nada de lo sucedido en términos jurídicos; el segundo, bajo la premisa de presentar resultados positivos en sus informes, terminara por imputarnos a mi amigo y a mí por feminicidio. Para empeorar las cosas, tuvimos que seguir pagando la renta, aunque no podíamos vivir ahí.

Para no dejarnos arrastrar a cualquiera de los dos escenarios y dejar que nuestra deuda creciera, recurrimos a un abogado que sabía moverse muy bien en este tipo de casos. Estábamos cercados, tuvimos que optar por dar una “mordida” y sumarnos al universo de la corrupción del sistema jurídico. Entre la frustración y el dolor que nos embargaba, se llegó a un acuerdo: pagarle a la fiscal, el equivalente de la renta que estábamos pagando por un lugar que no vivíamos. Tal pago, tenía que ser en efectivo. Su entrega, parece cosa de risa, pero el abogado lo tuvo que entregar en medio de una revista, que le entregó directo a su persona.

Tras el pago, la fiscal, los peritos y nuestro abogado volvieron a la casa, tomaron fotos y con esto en apariencia se cerró el caso. Al concluir toda esta movilización, no solo de recursos económicos, sino también de emociones, el abogado nos comentó, que lo único que haría la fiscal sería desechar la carpeta y arrumbarla, hasta que el hecho prescribiera. Al ser una posible pesquisa por feminicidio, la prescripción se daría dentro de 50 años. Al año siguiente, el código penal se reformó y ahora ese delito no prescribe.

Como epílogo, nuestra amiga era foránea y sus padres querían llevarse su cuerpo ya cremado a su lugar de origen. Empero, al estar la “carpeta abierta” no se podía cremar ni ser trasladado, ante una posible exhumación futura. Al final, sus restos se encuentran en un panteón de la Ciudad de México, lejos de sus padres, para cumplir con lo legal.

Participación destacada

Anónimo

Buscar a los nuestros no debería ser un delito

No es mi historia solamente. Es la historia de más de 100 mil personas desaparecidas en México. Es la historia de madres que caminan con palas en las manos y fotografías al cuello, buscando a sus hijos en fosas clandestinas, mientras el Poder Judicial mira hacia otro lado.

Desde hace años, participo en un colectivo de búsqueda. Somos padres, hermanos, esposas. Personas comunes a quienes un día nos arrebataron a alguien y nos dejaron solos ante un sistema sordo y ciego.

Denunciamos las desapariciones, presentamos pruebas, señalamos a posibles responsables. ¿Y qué hemos recibido? Carpetas empolvadas, jueces que dictan medidas sin voluntad de hacerlas cumplir, y audiencias que se posponen indefinidamente mientras los años pasan y el dolor se pudre en el cuerpo.

A veces, incluso, somos criminalizados. Se nos acusa de invadir terrenos, de alterar escenas del crimen, de obstruir investigaciones que nadie hace. Buscar a nuestros desaparecidos nos ha convertido, para algunos jueces y fiscales, en una molestia.

El Poder Judicial debería ser el último refugio de la justicia. Pero en muchos casos, es solo un muro más. No es imparcialidad, es indiferencia. No es objetividad, es omisión. ¿Cuántas órdenes de aprehensión están archivadas? ¿Cuántas veces se ha protegido más a una institución que a una familia rota?

No pedimos privilegios. Pedimos humanidad. Que nuestras denuncias sean atendidas con urgencia. Que se escuche el llanto y no se ignore. Que los jueces entiendan que cada día sin actuar puede ser un día más sin vida.

Buscar a un desaparecido no es un delito. El delito es dejarnos solos.

Si el Poder Judicial no actúa, no hay justicia. Y sin justicia, este país seguirá siendo una fosa abierta.

Participación destacada

Andrea Bravo Cruz

El Frío Gris de la Denuncia: Una Experiencia con el Poder Judicial en la Ciudad de México

Tenía dieciséis años cuando, envueltas en la penumbra helada de la noche, mi madre y yo nos dirigimos al edificio de denuncias. Su nombre se ha desdibujado en mi memoria, pero recuerdo que la oscuridad exterior parecía habitar cada rincón, negando toda calidez a quien llegaba herida. Las paredes grises, el mobiliario desgastado y los escritorios impersonales reflejaban un ambiente ajeno al dolor que allí se llevaba: la confesión de años de abuso sexual por parte de un familiar.

Desde nuestra llegada, la apatía con la que fuimos recibidas hizo sentir que nuestra presencia era una carga. Esperamos cerca de una hora, marcadas por el tic-tac del reloj en un silencio tenso. La actitud distante del personal solo aumentaba mi angustia. Lo que debería haber sido el inicio de un proceso de protección, se volvió un recorrido confuso y desalentador.

Al ser llamadas, nos condujeron a un espacio para declarar. Las preguntas fueron secas, sin contexto ni empatía: “Relate los hechos”, “¿Desde cuándo tiene conocimiento?”, “Ubique el domicilio”. Comencé a verbalizar una historia silenciada por años. Mientras mis palabras temblaban, la oficial —cuya función desconocía— tecleaba sin levantar la vista. El sonido mecánico del teclado fue el único eco de mi relato. No encontré alivio; solo crecía la sensación de estar siendo tratada como un trámite más.

No percibí apoyo ni comprensión, sino una fría indiferencia. Sentí que mi historia no importaba, que su gravedad y urgencia eran invisibles, reducidas a un expediente más destinado al olvido en un archivero polvoriento. Solo un folio anónimo en la burocracia del dolor. Mi historia, como muchas otras, parecía condenada a perderse entre trámites y sellos. La supuesta imparcialidad se vivió como una forma de deshumanización, y lejos de representar justicia, profundizó mi sufrimiento. En ese encuentro, la neutralidad institucional no ofreció consuelo, sino una ausencia total de conexión humana que hizo aún más insoportable un momento ya profundamente vulnerable.

Tiempo después, comprendí que lo vivido no era un hecho aislado. Según la abogada Garzón Bonetti, “no existe un solo aspecto de la vida política, social, cultural y económica que no represente un entorno hostil para las mujeres o que no produzca y reproduzca todos los tipos de violencia” (2022, p. 293). Comprendí entonces que mi experiencia era reflejo de una estructura institucional que perpetúa la violencia desde la indiferencia.

Garzón Bonetti también advierte que “el sistema penal no está diseñado para atender ni escuchar a las mujeres. Al denunciar, enfrentan autoridades que las obligan a repetir su relato ante distintas instancias, sin privacidad ni seguridad, y con frecuencia son tratadas con grosería o bajo estereotipos que las culpabilizan” (2022, p. 296). Esa descripción coincidió con lo que viví: no fue una atención deficiente, sino un sistema legal operando desde la desconfianza.

Yo viví esa distancia entre el proceso ideal y la deshumanización real. No se trata solo de trámites, sino de cómo se recibe a quien llega rota, buscando ser escuchada con dignidad.

Ese primer encuentro con el Poder Judicial dejó una huella profunda. La falta de sensibilidad y la prioridad del procedimiento sobre la persona generaron en mí una gran desconfianza hacia un sistema que debería proteger. Irónicamente, la vida me trajo a estudiar Derecho y a enfocarme en la reintegración social, con la convicción de ser la escucha que yo no encontré.

Si algo pudiera cambiar, sería la capacitación en empatía y sensibilización para quienes reciben a las víctimas. Recordar que detrás de cada denuncia hay una historia de dolor que merece respeto. Denunciar no debe implicar más sufrimiento, revictimización o indiferencia sino representar el primer paso hacia la justicia.

Referencias
Garzón Bonetti, V. (2022). La prescripción de los delitos sexuales: otra manifestación más de la violencia contra las mujeres en México. Una mirada desde el derecho de acceso a la justicia y a una vida libre de violencia (1.ª ed.). Instituto Mexicano de Derechos Humanos y Democracia A.C.
Tabares, E. (2018,). Denunciar: la experiencia de Romina en CDMX. Feminopraxis. https://feminopraxis.com/2018/08/20/denunciar-la-experiencia-de-romina-en-cdmx/

Mi historia ocurrió en el Estado de México. Denuncié violencia familiar después de años de maltrato. Me costó muchísimo reunir el valor para acudir al Ministerio Público, y cuando lo hice, esperaba comprensión, atención, una mano que me ayudara a salir de ese ciclo. Pero lo que encontré fue un sistema frío, distante, que parecía más preocupado por cerrar el expediente que por mi seguridad.

Cuando llegué al juzgado de control para la audiencia inicial, me sentaron en una sala donde nadie me dirigía la palabra. La jueza entró, leyó unos papeles y no me permitió hablar más de tres minutos. Mi agresor negó todo, y la jueza lo dejó en libertad condicional. No se me explicó qué medidas tenía yo para protegerme, ni cómo funcionaba el seguimiento. Salí sola, con miedo, y sin saber a quién acudir.

Durante meses tuve que buscar asesoría en colectivos de mujeres, porque el sistema no me ofrecía apoyo real. Gracias a esas redes de apoyo, logré obtener una orden de protección posterior, pero no por la vía judicial, sino por la presión externa.

Mi caso me hizo ver que necesitamos cambios necesarios en la Justicia de nuestro país. Desde la capacitación de jueces hasta la atención primaria en los Ministerios Públicos. Las víctimas de violencia no pueden ser tratadas como simples denunciantes. Somos personas que llegamos rotas y necesitamos una justicia que no solo aplique la ley, sino que nos acompañe a sanar. La justicia en México no puede seguir siendo un privilegio para unos pocos.

Vivo en las Montañas del Norte de Chiapas. En mi comunidad indígena, tenemos nuestras propias formas de resolver los conflictos. Cuando se trata de problemas menores, acudimos a los acuerdos tradicionales: el diálogo, la palabra de los mayores, y la búsqueda del equilibrio entre las personas. Así lo hemos hecho desde siempre.

Sin embargo, hace dos años ocurrió algo diferente. Un caso de violencia familiar nos llevó a buscar apoyo fuera de nuestra estructura comunitaria. Por la gravedad del asunto, fue necesario acudir al Poder Judicial.

Fue la primera vez que muchos de nosotros pisamos un juzgado. La mayoría no hablaba bien el español, y, para nuestra sorpresa, no había un traductor que hablara nuestra lengua. Tuvimos que recurrir a un joven de la comunidad que, con esfuerzo, podía comunicarse en ambos idiomas. Fue una situación tensa y confusa para todos.

A pesar de esas dificultades, lo que ocurrió después nos marcó profundamente. La jueza que atendió el caso no solo escuchó con atención, sino que también buscó comprender el contexto cultural de nuestra comunidad. En lugar de imponer una solución ajena, propuso coordinarse con nuestra asamblea para encontrar una salida que respetara nuestras costumbres, pero que al mismo tiempo garantizara la seguridad y dignidad de la víctima.

Ese gesto de apertura fue muy significativo para nosotros. Nos mostró que la justicia también puede escuchar, dialogar y adaptarse. Que no todo tiene que decidirse desde un escritorio, lejos de la realidad de los pueblos. Comprendimos que hay distintas formas de ejercer la justicia, y que todas merecen ser respetadas y tomadas en cuenta.

Desde entonces, creemos que es posible construir puentes entre la justicia estatal y la justicia comunitaria. Porque al final, lo que importa es el bienestar de las personas y el respeto a nuestra forma de vida.

Aunque ya pasó tiempo, me gustaría contar brevemente mi historia. Durante más de doce años trabajé como técnico en una empresa de telecomunicaciones. Era un empleo estable, con un salario decente y prestaciones. Nunca tuve una queja, nunca falté sin motivo. Un lunes, sin previo aviso, me llamaron a una oficina y me dijeron que mi contrato había terminado. No hubo explicación, solo un documento que se negaron a firmar cuando pedí detalles. Me pidieron que entregara mi gafete y me retirara. Así, sin más.
Al principio pensé que todo sería cuestión de aclarar el malentendido. Fui a Recursos Humanos, pedí una carta de despido o una liquidación conforme a la ley. Me dieron largas. Luego supe que no me registraban como trabajador formal en el Seguro Social. Esa fue la primera de muchas sorpresas, afortunadamente nunca utilicé el Seguro.
Decidí acudir al Poder Judicial para interponer una demanda por despido injustificado. Fue mi primera vez en un tribunal laboral y la experiencia fue confusa. Había poca orientación y mucho lenguaje técnico. Nadie explicaba los pasos, y el proceso parecía diseñado para desanimar.
La empresa mintió en las audiencias. Afirmaron que yo había renunciado voluntariamente. Llevaron testigos que dijeron no conocerme. Me sentí completamente impotente. La primera jueza fue fría, distante, y apenas miraba mis pruebas. Pensé que no tenía posibilidades.
Pero resistí. Me asesoré mejor, reuní más evidencia, y en una audiencia distinta, con otro juez, sentí por primera vez que alguien me escuchaba. Finalmente, tras casi dos años, obtuve una sentencia favorable. Me dieron una indemnización justa, pero más que eso, sentí que se había reconocido mi dignidad como trabajador.
Hoy creo que el Poder Judicial tiene un papel clave en defender los derechos laborales, pero aún está muy lejos de ser accesible para todos. Si yo no hubiera tenido ciertos conocimientos y apoyo de mi familia, no habría podido mantener la demanda tanto tiempo. La justicia no debe depender de la paciencia ni del privilegio de poder esperar.

Pensé que quedarme sin trabajo después de alzar la voz contra un acoso laboral era lo peor que me había pasado. Tenía 24 años cuando fui víctima de acoso laboral. Decidí denunciar. Pensé que todo sería rápido porque tenía pruebas, testigos y la verdad de mi lado. Pero pronto aprendí que tener la razón no siempre es suficiente.

Durante el proceso, viví el desgaste emocional más fuerte de mi vida. Cada audiencia era una revictimización. El abogado del agresor buscaba minimizar lo que viví, y en ocasiones el juez parecía más atento a tecnicismos que a mi testimonio, con un lenguaje muy simple.

Lo más difícil fue cuando uno de los testigos se echó para atrás por miedo. Sentí que todo se desmoronaba. Pero mi abogada que era una defensora pública comprometida, me ayudó a seguir y me hizo sentir acompañado.

Ganamos. El agresor fue sancionado, y eso me dio algo de paz. Pero sobre todo, aprendí que la justicia no es solo lo que se dicta en una sentencia: también está en no guardar silencio, en resistir, en no ceder.

Mi historia con el Poder Judicial comenzó en el momento más difícil de mi vida: cuando decidí demandar al padre de mi hijo por pensión alimenticia. Pensé que el proceso sería claro, rápido y justo. Después de todo, la ley está de nuestro lado, ¿no? Lo que no sabía era que emprender ese camino implicaba más que llenar formularios: implicaba paciencia, fuerza emocional y una fe que por momentos sentí perder.

Desde el inicio, me enfrenté a la lentitud. Cada audiencia se programaba con meses de diferencia. Las notificaciones no llegaban a tiempo. El padre de mi hijo simplemente no se presentaba, y cada ausencia significaba volver a empezar. En más de una ocasión, me pregunté si todo esto valía la pena.

Lo más frustrante fue sentirme como un número más. En una de las audiencias, el juez apenas me miró. Su lenguaje era técnico, frío, como si las necesidades de un niño fueran parte de una ecuación legal más que una urgencia humana. Me sentí sola. Invisible.

Pero también hubo un momento que me devolvió algo de esperanza. Una trabajadora social del juzgado me escuchó de verdad. Se tomó el tiempo de explicarme el proceso con palabras claras, humanas. Me hizo sentir que mi caso importaba. Esa fue una pequeña luz en medio del laberinto.

Después de más de un año, obtuvimos una resolución favorable. Pero el desgaste emocional fue enorme. Lo que más cambiaría del Poder Judicial es su cercanía con la gente. La justicia no solo debería hacerse, también debería sentirse. Que quienes pasan por ahí, como yo, puedan salir con la sensación de que fueron escuchados, comprendidos y tratados con respeto.

Contar esta historia no me quita el cansancio, pero sí me recuerda por qué decidí no rendirme: porque cada historia merece justicia, no solo sentencia.

Me llamo Jonathan y tengo 29 años. Soy repartidor en una moto que compré a pagos. Un día, mientras entregaba comida en el centro, me detuvieron unos policías. Dijeron que coincidía con la descripción de alguien que había robado un celular. Yo no tenía nada que ver, pero me subieron a la patrulla como si fuera un criminal.

No me dejaron llamar a mi familia. Estuve 36 horas detenido sin saber bien por qué. Me pusieron a disposición del Ministerio Público y ahí empezó un proceso que parecía una máquina que no se detiene, aunque seas inocente.

Me asignaron un defensor de oficio que apenas me conocía. La víctima no me reconoció, pero el juez consideró que había "indicios suficientes" para vincularme a proceso. Estuve casi 5 meses en prisión preventiva por algo que no hice. Perdí el trabajo, la moto y casi la cabeza.

En prisión vi a muchos como yo. Jóvenes, pobres, sin estudios. Personas que cayeron en la cárcel no por lo que hicieron, sino por lo que representaban. En este país, si eres pobre, pareces culpable por default.

Cuando por fin se cayó el caso y me liberaron, no hubo disculpas, no hubo compensación. Solo salí con el miedo de que pudiera pasarme otra vez.

El Poder Judicial necesita cambiar. No puede seguir siendo un sistema que castiga la pobreza y absuelve el privilegio. La justicia debería ser igual para todos, no solo para quienes pueden pagarla.

Hoy trato de rehacer mi vida, pero la desconfianza ya se me quedó pegada en la piel. No fui condenado, pero me sentí sentenciado desde el primer día.

Mi nombre es José y vivo en Monterrey. Hace cinco años, fui víctima de un robo con violencia. Me quitaron el coche a mano armada y, afortunadamente, salí ileso. Presenté la denuncia y me aseguraron que el caso pasaría a manos de un juez para su investigación. Lo que no sabía es que ese sería solo el inicio de una historia sin final.

Durante los primeros meses, fui varias veces al Ministerio Público para saber cómo avanzaba el caso. En cada visita, me atendía una persona distinta. Nadie conocía bien el expediente. Cuando por fin me dieron una fecha para una audiencia, descubrí que el expediente había sido enviado al juzgado equivocado y no había manera de “agilizarlo”. El proceso se perdió entre trámites y traslados.

Han pasado cinco años y pues han cambiado jueces, funcionarios, pero mi caso seguía igual. En una audiencia reciente, el juez me confundió con otra persona. Ni siquiera sabía por qué estaba ahí. Sentí una mezcla de indignación y tristeza. No quería venganza, solo quería que alguien, en algún momento, me dijera: “Entendemos lo que pasó, y esto es lo que haremos para que no se repita”.

Mi confianza en el sistema se perdió. Si pudiera cambiar algo, sería la continuidad de los procesos y la rendición de cuentas. No puede ser que una persona afectada tenga que cargar también con la ineficiencia institucional. La justicia no solo debe ser ciega, también debería tener memoria.

Acudí al Poder Judicial de la Ciudad de México buscando resolver un problema con una deuda mal registrada por una institución bancaria. Había pagado un préstamo varios meses antes, pero el banco seguía reportando la deuda como activa, lo que afectaba mi historial crediticio y me impedía acceder a otros servicios. Pensé que demostrar el pago sería suficiente, pero el proceso judicial resultó ser mucho más largo y confuso de lo que imaginé.

Desde la primera vez que me presenté ante el juzgado, me enfrenté a un lenguaje lleno de tecnicismos. Cada documento debía presentarse con un formato específico, y un simple error en una fecha o en el orden de los anexos bastaba para reiniciar el trámite. Los funcionarios del tribunal estaban tan saturados de trabajo que apenas ofrecían ayuda. Me sentí como alguien tratando de descifrar un código que solo los abogados conocían.

En una de las audiencias, el juez revisó mi caso en apenas cinco minutos. No leyó los documentos con detenimiento, no me hizo preguntas. Solo pidió que esperáramos otra fecha para resolver. Esa audiencia duró menos de diez minutos. Sentí que mi caso no le importaba a nadie.

Finalmente, tras casi un año de idas y vueltas, logré presentar todas las pruebas y se reconoció que el banco había cometido un error. Pero la experiencia me dejó una reflexión amarga: no todas las personas tienen el tiempo, los recursos ni la asesoría para atravesar un sistema tan complicado. Si pudiera cambiar algo, sería la manera en que se brinda la información al ciudadano común. La justicia debería ser comprensible, clara y accesible, no una carrera de obstáculos para quien busca defender su derecho.

Mi nombre es Karina Huerta y esta es la historia con El Poder Judicial de mi padre.

Mi padre era un hombre fuerte, saludable, de esos que no se quejan por nada. Un día empezó a sentir molestias en el abdomen y lo operaron de la vesícula. Se suponía que era una cirugía sencilla, de rutina. Pero algo salió mal. En el hospital no nos daban respuestas claras, solo evasivas. Dos días después, mi padre murió por una infección generalizada. Después supimos que había una mala práctica en el procedimiento.

Nos costó mucho decidir denunciar. No queríamos venganza, solo entender qué había pasado. Acudimos al Poder Judicial y ahí empezó otro tipo de dolor.

Primero vino la lucha por conseguir el expediente médico. Nos lo negaban, nos daban información incompleta, o simplemente no contestaban. Cuando al fin lo tuvimos, descubrimos contradicciones. Pero demostrarlo ante un juez fue otro infierno: peritajes médicos llenos de tecnicismos, retrasos en las audiencias, y una defensa del hospital que parecía más interesada en proteger su reputación que en decir la verdad.

A veces sentía que todo estaba diseñado para que nos rindiéramos. Cuatro años de desgaste emocional, económico y mental. Hubo días en que mi madre lloraba sin consuelo, preguntándose si todo esto valía la pena.

Al final, conseguimos una sentencia que reconoció la negligencia. Hubo una sanción económica al hospital, pero nadie pidió disculpas. La justicia llegó, pero tarde y fría.

Creo que el sistema judicial debería tratar estos casos con más sensibilidad. La muerte de un ser querido no puede ser tratada como un simple trámite administrativo. La justicia, cuando llega, también debería sanar. Pero a veces, solo confirma que la herida está ahí.

Mi hermano tiene discapacidad auditiva desde niño. Se comunica en lengua de señas mexicana, y aunque puede leer un poco los labios, necesita apoyo para comprender y hacerse entender. Hace un año, tuvo un conflicto legal por la posesión de un pequeño terreno que heredamos de nuestros padres. Nada grave, pero suficiente para llegar a un juzgado.

Desde el inicio pedimos que se le asignara un intérprete. La respuesta fue: “no tenemos”. Nos ofrecieron papel y lápiz, como si eso resolviera todo. Pero ¿cómo explicas conceptos legales complejos a una persona que no puede leer al nivel de un abogado?

Durante las audiencias, mi hermano apenas podía participar. Asentía sin entender del todo. Yo trataba de ayudar, pero no soy intérprete ni abogado. Me dolía verlo tan vulnerable, sin voz.

Al final, el juicio se resolvió en su contra. No porque tuviera menos derechos, sino porque no pudo defenderse adecuadamente. Cuando salimos del juzgado, él me dijo: “No sé qué dijeron, pero ya terminó, ¿verdad?” Ese momento me rompió y no supe que decir.

Yo siempre me pregunto ¿De qué sirve un sistema judicial si no garantiza el derecho a entender y a ser entendido? Las personas con discapacidad no pueden seguir siendo invisibles en los procesos legales.

El Poder Judicial necesita invertir en inclusión real. No se trata de cumplir por cumplir, sino de asegurar que todos puedan ejercer su derecho a la justicia de manera plena.

Cuando mi abuelo falleció, dejó una casa que había sido el centro de la familia por generaciones. Lo que no dejó fue un testamento. Al principio, pensamos que podríamos resolverlo entre nosotros: mis tíos, mis primos, mi madre. Pero bastó una reunión para que empezaran las peleas.

Algunos se adelantaron y cambiaron las cerraduras. Otros se apropiaron de objetos y documentos. Las conversaciones se volvieron amenazas. No quedó otra opción que acudir al Poder Judicial.

La sucesión intestamentaria fue como abrir la caja de Pandora. Cada parte sacó viejos rencores, acusaciones pasadas y heridas sin cerrar. El proceso fue lento, tenso y, a veces, vergonzoso.

El juez que nos tocó hizo lo que pudo. Mantuvo la calma, propuso conciliaciones. Pero no era suficiente. Nos dimos cuenta de que el sistema legal no estaba diseñado para sanar relaciones rotas, solo para repartir bienes.

Después de casi tres años, se dictó sentencia: la casa se vendería y el dinero se repartiría. Legalmente, todo quedó en orden. A nivel familiar, quedamos fracturados.

Aprendí que la justicia puede resolver lo material, pero no lo emocional. Me hubiera gustado que el proceso incluyera espacios de mediación más profundos, con enfoque psicológico o comunitario.

A veces pienso que lo que heredamos no fue una casa, sino una pelea interminable.

También aprendí que es muy importante arreglar los asuntos Jurídicos con nuestros bienes antes de morir, ya que en vida, las familias se pelean por las cosas, es triste, pero es algo que se debe arreglar en vida.

No sé como escribir esto pero lo haré. Hace dos años, en Puebla, falleció mi madre sin dejar testamento. Mis hermanos y yo acudimos al juzgado civil para iniciar el trámite de sucesión. Pensamos que sería algo relativamente sencillo, pero no estábamos preparados para la montaña de trámites, requisitos y revisiones que nos esperaban.

Cada vez que íbamos al juzgado, había algo nuevo que llevar, firmar o corregir. El personal, aunque en general cortés, estaba visiblemente estresado. A veces pasaban semanas sin que tuviéramos noticias, y solo cuando íbamos en persona descubrimos que había “un detalle” pendiente.

Lo más frustrante fue cuando, por un error de captura en el acta de defunción, todo se detuvo durante tres meses. Nadie asumía la responsabilidad y nos pedían que hiciéramos correcciones en otras oficinas que tampoco nos daban solución rápida. La sucesión se volvió un camino de frustraciones y esperas que, en vez de ayudarnos a sanar el duelo, lo prolongaba con más angustia.

Tras casi un año, logramos completar el trámite, pero el sentimiento que nos quedó fue de desamparo. No había un acompañamiento real. Nos dimos cuenta de que el sistema no está diseñado para ayudar, sino para resistir. Cambiaría muchas cosas, pero sobre todo introduciría una figura de asesoría gratuita y obligatoria para las familias que atraviesan procesos civiles. Porque detrás de cada expediente, hay personas lidiando con pérdidas, y eso merece ser atendido con humanidad.

Diego Armando Ramírez

Extrajudicial

Descripción: La imagen representa cómo el estado del poder judicial se encuentra fallido pues la represión y el derecho a manifestarse se sigue limitando en cuanto la crítica les convenga, también la justicia selectiva en donde por manifestarnos nos señalan más a nosotros que a quien agrede en este caso la policía, misma que les protege aún no tengan razón. 

Términos y Condiciones

Términos y Condiciones del Concurso “Mi historia con el Poder Judicial”

 1. Organización

El concurso “Mi historia con el Poder Judicial” es organizado por el Programa Universitario de Estudios sobre Democracia, Justicia y Sociedad (PUEDJS) de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM).

2. Participantes

Podrá participar cualquier persona del público en general, sin importar edad, nacionalidad o lugar de residencia.

3. Formato de participación

Las personas interesadas podrán enviar su historia en uno de los siguientes formatos:

Video

Texto escrito

Imagen (fotografía, ilustración, collage, etc.)

4. Envío y fecha límite

Las participaciones deberán enviarse antes del 28 de mayo de 2025 a través del medio que indique la convocatoria oficial.

5. Criterios de evaluación

Los trabajos serán evaluados con base en su originalidad, claridad, creatividad y pertinencia con el tema del concurso.

6. Premios

Se otorgarán los siguientes premios a las mejores participaciones:

1er lugar: Dispositivo Amazon Alexa

2do lugar: Xiaomi Band

3er lugar: Audífonos Xiaomi

7. Publicación de resultados

Las personas ganadoras serán anunciadas en las redes sociales y la página oficial del PUEDJS UNAM.

8. Uso de las obras

Al participar, las personas autoras aceptan que su trabajo podrá ser publicado y difundido por el PUEDJS UNAM en sus plataformas digitales y redes sociales, siempre con el debido reconocimiento de autoría.

9. Aceptación de términos

La participación en este concurso implica la aceptación total de los presentes términos y condiciones. Cualquier situación no prevista será resuelta por el comité organizador.