ISSN : 2992-7099

Los intelectuales frente al poder: crónica de la ausencia en México

José Antonio Albarrán Castro

José Antonio Albarrán Castro

Licenciado en Filosofía por la UNAM. Coordinador de publicaciones del PUEDJS-UNAM. Director de la revista literaria y editorial Campos de Plumas. Fue Jurado del Premio Internacional de Poesía Fundación Loewe 2021. Ha publicado poemas en revistas de México, Perú, Chile, España, Costa Rica, Francia y Argentina. Obtuvo el premio de ensayo “¿Por qué es vigente la tauromaquia?” De la Fundación Tauromaquia Mexicana.

2 mayo, 2024

Fue la tarde del 12 de octubre de 1936, cuando Miguel de Unamuno entró al paraninfo de la Universidad de Salamanca dispuesto a dar su discurso en conmemoración por el Día de la Raza. Los oradores anteriores habían exaltado las virtudes del nacionalismo y los beneficios de la guerra civil, así como los males de Cataluña y Euzkadi; cáncer del país que los asistentes calificaron de la antiespaña. Ahí, presente y rodeado de un numeroso cuerpo de falangistas, el general Millán Astray aplaudía los mensajes que reproducían bien la imagen del régimen fascista. 

El filósofo bilbaíno — entonces rector de la Universidad — subió al estrado, descartó su discurso original y comenzó a repudiar los mensajes de odio proferidos por sus colegas. Apeló a la concordia de los pueblos, incluyendo a catalanes y vascos, sin los cuales, España quedaría mutilada, tuerta y manca como el general Astray. La respuesta no se hizo esperar, de la boca de un encolerizado Astray se escucharía ¡Muerte a los intelectuales!, y el coro de falangistas replicaría al unísono ¡Viva la muerte! 

Lo que sigue, sin lugar a dudas, marcó el papel del intelectual frente al poder. Señalan los testimonios recogidos por algunos historiadores, que Unamuno articuló uno de los alegatos sobre la dignidad humana más sobrecogedores del último siglo: Este es el templo de la inteligencia, mi templo. Vencer no es convencer, conquistar no es convertir. Venceréis porque tenéis fuerza bruta de sobra, pero no convenceréis, porque para convencer hay que persuadir, y no tenéis razón ni derecho en la lucha. Venceréis, pero no convenceréis.

Allende los debates en torno a la completa veracidad de ese discurso, la leyenda de Unamuno quedó enmarcada por una fotografía donde se le ve salir de la Universidad entre una multitud de falangistas que chillan y vociferan mientras hacen la seña del fascismo. Ese día, si Unamuno pudo escapar con vida, fue gracias a Carmen Polo, la mismísima esposa de Franco — y ferviente admiradora del poeta—, quien tomara del brazo a Don Miguel para sacarlo de ahí sin represalias inmediatas. 

¿De dónde salió el valor?, ¿de dónde el éxtasis suicida? Un régimen que fusiló a García Lorca, desapareció a Miguel Hernández y produjo el exilio de miles de españoles, no se hubiera tentado el corazón con un intelectual más. Entonces, ¿acaso fue el hado de la filosofía misma, ese ethos que nos prepara para la muerte el que lo dotó de coraje? Difícil ver en él ese rasgo estoico ante el miedo y el dolor, cuando en su obra capital menciona “no quiero morirme, no; no quiero, ni quiero quererlo; quiero vivir siempre, siempre, siempre, y vivir yo, este pobre yo que me soy y me siento ser ahora y aquí, y por esto me tortura el problema de la duración de mi alma, de la mía propia”.

Unamuno no era intrépido per se, pero asumió, como Sócrates lo hiciera en el pasado, que hay injusticias que no se pueden permitir, y que más valdría dar la vida, antes que callar y aceptar en silencio la tiranía y la tropelía. Unamuno, como un intelectual, se dispuso a morir en nombre de la verdad y la razón.

Otros fueron igual de congruentes al conducir la palabra al terreno de la lucha. En el S. XX podemos mencionar a Rosa Luxemburgo, Sartre o Chomsky. Además de la figura de Hanna Arendt, que le tocó confrontar — siendo ella misma judía— al Estado de Israel, pues al ser corresponsal del The New Yorker para cubrir el juicio de Adolf Eichman, terminaría publicando un libro, donde llegaría a decir que “Eichman siempre había sido un ciudadano fiel cumplidor de las leyes […] Quienes durante el juicio dijeron a Eichman que podía haber actuado de un modo distinto a como lo hizo, ignoraban, o habían olvidado, cuál era la situación en Alemania.” Esto, como no podía ser de otro modo, desató la ira de la comunidad judía, que llamaría traidora a la filósofa alemana, incluso amenazándola para que desistiera de publicar sus reflexiones; no obstante, Arendt con su Eichman en Jerusalén, expondría su tesis sobre la banalidad del mal, dejando en claro que los actos de Eichman, como los de tantos otros nazis, no estaban fundados en el odio antisemita, sino que atendían a una lógica burocrática de obediencia ciega a la ley, al igual que hicieran algunos judíos que, por miedo, terminaron colaborando con el régimen nazi en la captura de sus propios vecinos, amigos o familiares. 

El libro de Arendt fue condenado. La filósofa ya había perdido su patria a manos de los nazis durante la guerra y ahora perdía también su identidad judía por las acusaciones de su propio pueblo; empero, ganó el derecho a la palabra, a ser la intelectual que desarrolló las teorías contra los totalitarismos, sin importar de la índole que fueran, ni el color con el que estuvieran pintados. 

¿Y qué pasó de nuestro lado del mundo? La situación de Latinoamérica es muy clara. Las dictaduras militares acallaron a los disidentes. Desde Chile hasta Nicaragua, el terror de la represión y la censura cortó lenguas y manos, quemó libros, fusiló y desapareció. 

Sin embargo, el caso de México se cuece aparte. Si bien, aquí se vivieron tiempos anacrónicos de lucha y represión, como el movimiento estudiantil del 68, la guerrilla en Guerrero de Cabañas o el Movimiento Zapatista de Liberación Nacional, entre otros, fue muy particular el posicionamiento de los intelectuales mexicanos frente al partido hegemónico, más pensando que no se trataba, como señaló Aníbal Quijano, de una dictadura militar explicita. Sí, en su momento y particularmente después del 2 de octubre del 68, los intelectuales alzaron la voz, entre ellos Rosario Castellanos, José Revueltas, Carlos Montemayor y Octavio Paz. ¿Pero qué pasó los últimos 30 años, específicamente desde el sexenio de 1988 hasta el que concluyó en 2018? Un silencio sepulcral por parte de las nuevas generaciones de intelectuales, herederos del 68 en apariencia, mas no en espíritu. 

De pronto, esa voz crítica, del libre pensador, quedó reducida a un mero formalismo, borrándose hacia un pueblo fantasma y donde sólo habitaba el desierto sonoro. Nadie denunció, nadie señaló, nadie evidenció — no al menos los referentes intelectuales de la época—. Y el país quedó sumido en un mutismo que estallaba, de vez en vez, en efervescencia mediante la lucha popular obrera, campesina y estudiantil, de todos aquellos que no tenían la reputación para llamarse a sí mismos «hombres de letras».

Lo significativo de este asunto es que, después de esos 30 años de régimen neoliberal, y tras la llegada de la oposición al poder, todos aquellos intelectuales desaparecidos, resurgieron para emprender una cruzada en favor de la «libertad» y la «democracia». Hay que darle crédito a la izquierda, logró curar la afasia que se esparcía como epidemia. Pero llegamos a las últimas preguntas, ¿por qué ninguno de ellos se posicionó frente a la represión de Atenco, la desaparición de los 43 de Ayotzinapa, o el crimen de Estado que implicó la guerra contra el narcotráfico? Acaso, como dice Quijano, “sería infundado pensar que tal estabilidad sea solamente el resultado del fraude, de la manipulación o de la represión en servicio de un régimen político de partido […] Lejos de eso, la estabilidad ha estado montada […] ante todo la representatividad y la legitimidad del orden político y del Estado…”  

Acaso los «últimos grandes intelectuales mexicanos» se han sentido representados por aquel partido único, y ahora se erizan como fieras ante la amenaza de un cambio en el orden social. Su papel durante esos treinta años, pasó por legitimar una dictadura partidocrática de favores, comodidades y privilegios. Estos intelectuales no conocieron la calle, el monte, la prisión ni el desamparo de la profunda soledad, cuando una bestia de tres cabezas te aísla de las oportunidades, del futuro y de tus seres queridos. 

Unamuno simpatizó con el franquismo en un inicio, posteriormente rectificó y le hizo frente en el espacio público. Pocos meses después vería la muerte y se sumaría a la constelación de Sócrates y la cicuta, de Hipatia la lapidada por cristianos, de Giordano Bruno calcinado en la hoguera, de la Hanna Arendt apátrida, y de tantos otros que hicieron de aquel apotegma, la pluma es más fuerte que la espada, una realidad únicamente comprobable con su sangre, derramada en el brillante lucero de la mañana que aún de noche nos iluminan. 

Qué distantes, qué distantes están nuestros «intelectuales» de ese privilegiado grupo de mártires. Acaso ellos mismos no se den cuenta que, si hoy pueden hablar sin represalias, sea gracias a que existen las condiciones de libertad y democracia que tanto acusan de ausentes.

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