ISSN : 2992-7099

La inmediata cancelación del futuro en el Perú

Enrique Sotomayor Trelles

Enrique Sotomayor Trelles

Abogado, magíster y doctorando en Filosofía por la Pontificia Universidad Católica del Perú. Ex becario del master en Democracia Constitucional e imperio de la ley por la Universidad de Génova, Italia. Ha sido asesor de la Dirección General de Derechos Humanos del Ministerio de Justicia del Perú. Actualmente es profesor de pre y posgrado en Derecho en la PUCP e investigador asociado a la Universidad de Ciencias y Humanidades (Lima, Perú).

25 enero, 2023

El 12 de enero del año en curso, mismo día en que en Juliaca —al sur del país, cerca de la frontera con Bolivia— se llevaba a cabo un masivo ritual de sepultura a 19 personas muertas a causa de las protestas y enfrentamientos de los días anteriores, y el mismo día en que en Cusco moría el presidente de la comunidad campesina Anansaya Urinsaya Ccollana a causa de un impacto de proyectil, se celebraba en Lima una reunión discreta pero llamativa. En el despacho principal de un ministerio se discutía, entre funcionarios y algunos académicos, los prospectos de una serie de reformas constitucionales prometidas como parte del paquete del gobierno de transición en su escabroso camino hacia abril del 2024, fecha en que se celebrarán nuevas elecciones (al menos por ahora). En esa reunión, aparecían temas como la división y equilibrio de poderes, la posibilidad de incluir la figura del impeachement en la Constitución peruana y estrategias para potenciar la lucha contra la corrupción desde el diseño constitucional. Mientras el país no terminaba de asegurar su presente, se pensaba en el futuro. Al salir de la reunión, los asistentes se reencontraron con el cauce de los tiempos, al toparse con una primera marcha, cuantiosa más no masiva, que llegaba a uno de los reductos de la promesa de la ilustración criolla: el distrito de Miraflores en Lima. Esta convivencia de líneas y orientaciones temporales disímiles ha venido ocurriendo por meses y años en un país que comienza a vivir cruelmente en el mañana cuando es incapaz de resolver las tensiones y contradicciones inmediatas y heredadas.

El sur radical

El sur peruano, conformado por Tacna, Moquegua, Arequipa, Cusco, Puno y Madre de Dios (aunque a veces se incluye a otras regiones aledañas), es una macrorregión especialmente convulsionada del Perú. En el panorama de un país en el que se protesta mucho, pero en el que la mayoría de los eventos suelen estar asociados a demandas concretas, el sur suele articular plataformas de reclamos políticos más amplios, que, en varias ocasiones, logran movilizar a muchas más personas que en el resto del país. Esto se explicaría, en parte, por amplios patrones de movilización social, potenciados por organizaciones comunales campesinas e indígenas de base, conjugados con una insuficiente capacidad para el proceso institucional de conflictos (Calderón, 2012, p. 27), resultando en una notoria conflictividad social en la zona. Antecedentes recientes de movilizaciones masivas los tenemos, por ejemplo, en el “Aymarazo” del 2011 (llamado así por el pueblo aymara, que habita la región principalmente aledaña al lago Titicaca, compartida entre Perú y Bolivia), surgido de un conflicto minero por el otorgamiento de concesiones en territorios comunales por parte del Estado, y potenciado por el rechazo al emblemático proyecto minero de Santa Ana a cargo de la Minera Bear Creek, pero que fue derivando en un movimiento con varias aristas y demandas más amplias. El líder de la movilización, Walter Aduviri, obtuvo, con posterioridad, el cargo de elección popular de gobernador regional.

Desde luego que el Aymarazo no fue una protesta aislada. Nacer y haber vivido en el sur peruano durante muchos años me proveen de múltiples recuerdos de paros regionales, protestas y huelgas que, por ejemplo, tuvieron en jaque al gobierno de Alejandro Toledo, cuando el Perú recién comenzaba a recuperar la democracia en el periodo postfujimorista. La memoria no me falló al rememorar unas palabras del ministro del interior en el 2003: “Que Dios nos ayude para que todo se desarrolle dentro de un marco de tranquilidad” (Puertas, 2003). Y es que por aquellos años los frentes regionales agrupaban a profesores, comuneros y estudiantes universitarios en jornadas violentas que paralizaban a las principales ciudades sureñas. Y si queremos ir más atrás en el tiempo, debemos recordar episodios como el de la represión de la Guardia Republicana y Civil en Juliaca el 4 de noviembre de 1965, que dejó 5 personas muertas; el movimiento urbano de 1958 en Cusco; o (más atrás aún) la ya mítica rebelión de Huancané de 1866-68, que terminó con la decapitación pública del dirigente Juan Bustamante (Túpac Amaru II). En el sur peruano, la historia se repite mucho más que dos veces, y casi siempre como tragedia. Cuando el sur se moviliza, usualmente la escalada del conflicto lleva a que la aletargada Lima reaccione más tarde que pronto, y cuando, como suele ocurrir, esa reacción es antes represiva que deliberativa, los heridos y muertos son parte necesaria del escenario. Business as usual para los ministros de turno. 

En Lima la reacción a las movilizaciones suele ser de menosprecio y molestia: si no aflora el racismo y clasismo en las charlas coloquiales, este se articula en la forma de toscas dicotomías entre ellos y nosotros. El desarrollo y la barbarie. Y si nada de esto está presente, la molestia se canaliza en la imposibilidad de pasar unas bonitas vacaciones de desconexión a las orillas de un lago o en medio de una hermosa montaña surandina. Otras veces, la reacción es de incredulidad ante un modelo de desarrollo que marcha bien, no, que debe marchar bien, porque así lo dicen los indicadores macroeconómicos. El PBI peruano, salvo en la anomalía de la pandemia, venía creciendo de manera sostenida por dos décadas, y los funcionarios del Banco Central de Reserva suelen ser citados como ejemplos de tecnócratas eficientes en la gestión de asuntos económicos. Para el ciudadano costeño (aunque esto también aplica muchas veces a quienes viven en las capitales regionales) no resulta, entonces, inteligible el reclamo. Después de todo, “¿qué tanto quieren?”, o como solían decir conocidos míos, “¿por qué joden tanto?”

La promesa del camino pavimentado y rectilíneo hacia el desarrollo se resquebraja, sin embargo, cuando hacemos operaciones básicas analizadas hasta la saciedad por la literatura sobre desarrollo. Cuando reemplazamos el indicador principal para medir el desarrollo desde el Producto Interno Bruto (PBI) y Producto Interno Bruto por habitante (PBI per cápita) hacia, por ejemplo, el Índice de Desarrollo Humano (IDH) y el Índice de Pobreza Multidimensional, el malestar de los que joden tanto se hace un poco más comprensible. Mientras que en Lima existen distritos con un IDH analogable al de Canadá o Portugal, en distritos como Achaya y Huayrapata (en Puno), o Huanoquite y Checca (en Cusco) (PNUD, 2019) los niveles están más cercanos a los de países africanos como Chad o Níger. Los que joden tanto ven cómo año tras año las brechas que les separan de sus conciudadanos se hacen más amplias, pero ven también otras cosas: gestiones regionales plagadas de corrupción e ineficiencia, un proceso de descentralización fracasado que ha llevado a una desproporcionada importancia de Lima en la economía, industria y política nacional, y los efectos de mediano plazo de la pandemia que se hacen sentir aún en un sistema de salud que fue de los peor preparados en América Latina para afrontar la emergencia. Finalmente, los que joden tanto ven cómo esquemas de economías informales e ilegales prometen aquello que el desarrollo “como debería ser” no les puede dar: empleos y progreso. 

El contrabando, el comercio y la minería informal dinamizan una economía que se mueve, en gran medida, al margen de la ley, y cada intento de llevar el “imperio de la ley” es sentido como una agresión para muchas personas que salieron de la pobreza por ese otro sendero. Pero en esa defensa hay también una apología a cierta forma de anarquía del mercado, y entonces, en la región no necesariamente triunfan las opciones de izquierda sino las radicales, y lo radical es usualmente lo que escuece en Lima. En esa mezcla de factores, se inserta la defensa de intereses políticos sureña.

Y esa mezcla es la que representaba Pedro Castillo: de origen rural, profesor como los responsables de tantos paros regionales y nacionales, de un pequeño partido que logró prender fuera de Lima por representar a otro perfil de peruano fuera de un exitoso tecnócrata o un curtido político. Cuando Castillo fue, de manera justa, detenido por un conato de golpe de Estado, en muchos lugares del país, pero especialmente en el sur, se entendió que la detención se trataba de una maniobra gestada principalmente desde el Congreso para arrebatar por vías no democráticas lo que se ganó en las elecciones de 2021. Pero también se interpretó como un acto de desprecio venido desde Lima, aunque ese fue solo el comienzo. Pronto, como siempre, las demandas se hicieron más amplias y estructurales: la renuncia de la nueva presidenta Dina Boluarte, el adelanto de las elecciones hacia el 2023, el cierre del Congreso e incluso la demanda por una Asamblea Constituyente. En medio de un rechazo coyuntural a la detención de Castillo, se fue articulando una movilización masiva y muy violenta de los que joden tanto hasta recibir una respuesta brutal por parte del Estado, con represión y un Estado de emergencia que incluye toques de queda en la región de Puno. Al día de hoy, la agenda se ha transformado completamente, de forma tal que, como apuntaba una analista política, el “tema Castillo” aparece cada vez como más ausente en la plataforma de reclamos, centrada ahora en la renuncia de Boluarte por considerársele responsable de la represión y muerte de ciudadanos en varias regiones, que llegan a 49 fallecidos de acuerdo con las cifras de la Defensoría del Pueblo (2023). En el arco temporal de la comunidad de líneas temporales en que vive el Perú, el sur recuerda que hay asuntos dolorosos no resueltos desde el inicio de la República, y que mirar al futuro olvidando el pasado es una prescripción que puede funcionar en la psicoterapia, pero no en la gestión de la vida democrática.

Lima moderna

En Lima, la crisis política se vive de una manera distinta. En la ciudad se concentró el malestar y oposición a Castillo articulado alrededor de argumentos sobre la ilegitimidad de su gobierno (al que se acusó de basarse en un fraude electoral), en un inicio; su incompetencia, después; y su corrupción, finalmente. Si bien las denuncias de corrupción son bastante graves, la oposición virulenta a Castillo existía desde mucho antes, en una ciudad que no terminaba de aceptar que quien abrazó como su candidata, Keiko Fujimori, fuese derrotada por un candidato desconocido para el establishment político incluso semanas antes de la primera vuelta electoral. Y entonces en Lima la crisis era una sobre las perspectivas de flexibilizar la Constitución de 1993 para permitir deshacerse del escollo castillista. El país venía de un desgastante periodo de crisis política desde 2016, producida principalmente por fricciones entre los poderes Ejecutivo y Legislativo, potenciadas por la artillería pesada del pedido de cuestión de confianza, del lado del Poder Ejecutivo, y la vacancia por permanente incapacidad moral, del lado del Poder Legislativo. En terminología que resulta familiar para los juristas, el país vivió una suerte de guerra constitucional (o bajo un constitutional hardball, para tomar la expresión de Mark Tushnet) que consistía en forzar cada vez más las figuras constitucionales diseñadas para preservar el equilibrio de poderes. En esta batalla, el Tribunal Constitucional no asumió el rol de tercero dirimente, y la crisis de diseño constitucional se mantuvo de forma continua. 

Al debate de los abogados se sumaba la discusión de los economistas sobre el régimen constitucional. Los prospectos de una Asamblea Constituyente, que de vez en cuando era mencionada por el presidente Castillo o por sus ministros en asambleas populares bautizadas como “consejos de ministros descentralizados”, no giraban alrededor del régimen político y de los mecanismos de frenos y contrapesos, sino centralmente sobre la modificación del título III sobre régimen económico. Ello incluía el reemplazo del principio de subsidiaridad en la realización de actividad empresarial por parte del Estado del artículo 60 por un modelo más flexible que permitiera la realización de actividad empresarial por parte del Estado fuera del grupo restringido de empresas que este aún conserva luego del proceso de privatización emprendido por el régimen de Alberto Fujimori en los 90’. Vladimir Cerrón, el ideólogo de Perú Libre, el partido que llevó al poder a Castillo, decía en una entrevista que se requería una Constitución que promueva la iniciativa mixta y pública, y que el Estado debería tener más empresas en sectores estratégicos como la minería (Olmo, 2022). Este debate, a diferencia del primero, era visto con temor desde Lima, donde columnistas y académicos coincidían en difundir las virtudes del modelo económico vigente. Después de todo, era ese mismo modelo el que había permitido el breve, pero entusiasmante, “milagro peruano”. 

Es en ese contexto en el que como “caído del cielo” llegó el conato de golpe de Estado de Castillo el 7 de diciembre de 2022. Desde la prensa y las columnas de opinión de diarios, no se comprendía, durante los primeros días de las protestas nacionales, por qué algo tan afortunado era leído como el desencadenante de una nueva crisis, ahora social. Y es en esa disputa de interpretaciones que el país comenzó a afluir en un nuevo túnel sin salida visible. En el arco de temporalidades disímiles, Lima veía hacia el futuro con optimismo después de haber tratado de despojarse sin éxito de Castillo por meses. Pero fue justo entonces cuando se dio de bruces con los asuntos pendientes, y fue entonces cuando comenzó a responder como muchas veces lo había hecho, con desprecio y represión. Los dos arcos de esa temporalidad bifronte son los que desangran al país nuevamente, y llevan a uno a pensar si estamos realmente lejos de aquel día de enero de 1868 en que decapitaron a Juan Bustamante en nombre del progreso. 

Referencias

Calderón, Fernando (2012). Introducción. En F. Calderón (coord.) La protesta social en América Latina (pp. 21-29). Siglo Veintiuno. 

Defensoría del pueblo (2023, ene 12). “Crisis Política y Protesta Social”. https://www.defensoria.gob.pe/wp-content/uploads/2023/01/ReporteDiario1212023_12-horas.pdf 

Olmo, Guillermo D. (2022, abril 28). “Entrevista a Vladimir Cerrón: “Queremos abolir la Constitución de Perú y desmontar el modelo neoliberal””. BBC News. https://www.bbc.com/mundo/noticias-america-latina-61253682 

PNUD (2019). El reto de la igualdad. Una lectura de las dinámicas territoriales en el Perú

Puertas, Laura (2003, junio 04). “Las protestas desafían al presidente Toledo en Perú”. El Paíshttps://elpais.com/diario/2003/06/05/internacional/1054764019_850215.html

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