ISSN : 2992-7099

La ideología de los abogados sin ideología

Sergio Martín Tapia Argüello

Sergio Martín Tapia Argüello

Licenciado en Derecho por la Benemérita Universidad Autónoma de Puebla. Maestro en Sociología por el Instituto de Ciencias Sociales y Humanidades Alfonso Vélez Pliego; en Derecho por la Universidad Nacional Autónoma de México y en Global Rule of Law and Constitutional Democracy por la Universidad de Génova. Candidato a Doctor en Derechos Humanos por el Centro de Estudios Sociales de la Universidad de Coimbra. Profesor invitado del Posgrado en Derechos Humanos de la Universidad Católica de Portugal y Profesor de la Universidad de Celaya y de la Escuela Libre de Derecho del Estado de Hidalgo.

2 febrero, 2024

Vivimos, lo sabemos bien todos, en una época que se presenta a sí misma como inmediatez absoluta. Los cambios tecnológicos en comunicación, por un lado, y las transformaciones en la forma de la producción y reproducción social, por otro, nos proporcionan una sensación –quizá podría mejor decirse, la certeza- de que los hechos sólo suceden en el ahora (1). El ayer, más que noticia, se ha convertido simplemente en pasado; en algo que, como su nombre lo indica, ya ha pasado. Historia, en el mejor de los casos, pero siempre antigua. 

Esta forma de ver la realidad nos hace pensar que, para conocer el mundo, adivinar el mañana tiene más peso que estudiar lo que ya ha sido. A la historia, la real, la verdadera, se le fosiliza: se convierte en un ente cerrado, terminado, que se conserva en frascos únicamente observables mediante cierta verificación historiográfica: técnica, autorizada y totalmente inútil. Los procesos sociales parecen morir en el instante en que pasan y se convierten en adornos-especímenes en el laboratorio del presente. Sirven de fondo y paisaje, pero no se relacionan con lo que acontece en este momento. 

No resulta raro encontrar, en cada ocasión que posamos los ojos en la prensa, noticias sobre “la primera vez” que algo sucede. Y nos parece, quizá, a fuerza de repetirse, que vivimos en una época de ruptura y de maravillas, de vértices y fronteras; de cambios totales y muerte del viejo mundo… hasta que alcanzamos a observar algo que sabemos que no es cierto: una supuesta primera vez que sabemos, con total certeza, que no es tal. Que recordamos, por haber estado ahí, por haberlo visto, por saber gracias al trabajo o la curiosidad, que ha sucedido exactamente igual, en muchas ocasiones anteriores. No, no es la primera vez que Honduras le gana a México en una competencia oficial; ni tampoco la primera vez que una mujer protagoniza una película de superhéroes; Steffi Graf ya hizo un verdadero Golden Slam … y aunque los agoreros del desastre insistan en lo contrario, han existido renuncias de Ministros en la Suprema Corte en el pasado. Pero el pasado, se nos insiste, ya ha pasado. Y no tiene sentido que insistamos en hacer de él algo relevante. Si hubo otras renuncias en el pasado, eso no significa nada. Esta es la primera vez que algo así pasa.   

Como existe este ánimo de excepcionalidad del presente, se debe buscar siempre, algún elemento que parezca novedoso; aunque no lo sea. Usando, ya de manera abierta o velada, este argumento, algunas personas insisten en que lo sucedido con Arturo Zaldívar a inicios de noviembre (hace ya tanto tiempo…) fue algo no sólo excepcional –pavorosamente excepcional, me dijeron– sino que además se encuentra totalmente en la ilegalidad. Después de todo, el artículo 98 de la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos, establece textualmente que “Las renuncias de los Ministros de la Suprema Corte de Justicia solamente procederán por causas graves” y de acuerdo a quien utiliza este argumento, es obvio (intuitivamente obvio) que no existía ninguna causa grave para su renuncia y posterior incorporación al proyecto de Claudia Sheinbaum. 

A pesar de ser presentada como jurídica, esta idea no es nada más que una calificación moral. Una calificación moral, además, que no tiene mucho sustento para ser considerada fuera de la decisión personal de quien la realiza. La opinión moral de un doctor en derecho tiene exactamente la misma importancia que la de una persona sin entrenamiento técnico en la materia y puede cometer (comete, mejor dicho) los mismos errores. Por ello, el calificativo de “ilegal” que se hace sobre cualquier cosa, e.g., la renuncia mencionada, no puede sustentarse en el pensamiento moral personal, ni de uno ni de otro, sino que debe sustentarse, a nivel técnico, en aquello que indica la ley; o por lo menos, así debe ser en un régimen democrático, laico y de estado de derecho (2).

Los elementos sobre lo que significa el concepto legal de “causa grave” no pueden ser buscados en la conciencia moral de una persona particular, sino que se tienen que buscar en el dispositivo normativo que les contiene, o bien, en aquellos que se le relacionan. Y como cualquiera que haya dedicado un momento a su búsqueda puede saber, esta descripción no se encuentra en ningún lugar de la constitución. Se trata de lo que en términos técnicos, se conoce como una “cláusula abierta”, es decir, un enunciado normativo que no coloca una descripción de la acción que menciona, y que por ello, genera la posibilidad interpretativa de que la decisión recaiga en quien la realiza. Las cláusulas abiertas suelen ser efectivas en algunos casos pero tienen, de la misma forma, problemas profundos, especialmente si se utilizan como descripciones de actos prohibidos o sancionados. Como lo ha indicado ya en múltiples ocasiones la Corte Interamericana de Derechos Humanos y diversos tribunales de nuestra región, la taxatividad –es decir, la explícita descripción de una acción– es un elemento necesario del principio de legalidad, por lo que las cláusulas abiertas no pueden ser usadas como elementos prescriptivos sancionadores (cfr. e.g. García Ramírez y Morales Sánchez (2011); y Fonseca Luján (2022)).

Al asumir la ilegalidad de la renuncia del ministro Zaldívar, lo que se pretende es convertir esta cláusula abierta en un elemento prescriptivo limitante al asumir la existencia intuitiva de lo que debería entenderse como “causa grave”. Esto no pasa de ser una opinión moral, y sin embargo, no son pocos los expertos jurídicos que asumen que se trata de un tema claramente jurídico. En la mayoría de los casos no se trata de un engaño o un intento de mentira, ni tampoco en una falta de comprensión sobre lo que el derecho “es”. Se trata de algo distinto: una introyección ideológica que les hace creer, saber dirían ellos, que se trata de un elemento jurídico porque ellos lo asumen como jurídico. 

Uno de los elementos más característicos de la ideología, es que para todas y todos siempre se presenta como algo externo, ajeno, algo que los otros tienen. Lo que cada uno piensa nunca se muestra como producto de un proceso ideológico porque refleja simplemente lo que entendemos como “la verdad”. Es el agua en que el pez de nuestra conciencia nada, para usar el viejo dicho oriental, y por lo tanto, no puede ser visto, o no al menos, por nosotros, que nadamos en ella. Los procesos ideológicos son visibles en quienes no opinan igual, y que obviamente, sólo pueden pensar así porque no están viendo “la verdad”. En algún momento del proceso que les llevó a pensar así, existe una desviación, un sesgo, y ese sesgo, limita de alguna manera su percepción. Es un problema que quien ve “la verdad” no sufre. Cuando se parte de que lo que creemos es “la verdad”, entonces todo lo que se piensa es objetivo, neutro y fiel a la realidad.    

Si una persona con un amplio capital simbólico, como por ejemplo alguien que es reconocido como experto, externa una opinión, existe una barrera de inicio para criticarle, pues muchas de las críticas que se hagan serán rebatidas –gracias a ese capital simbólico y cultural– bajo el argumento de que son producto de la ignorancia o el desconocimiento de quien las realiza (3), o bien, serán presentadas como problemas de comunicación. El lenguaje técnico tiene su propio código interpretativo (cfr. Correas, 1982), es decir, sus propias reglas sobre el sentido de las palabras, por lo que en muchas ocasiones estas “significan” dentro de él, algo distinto al sentido usual que se les da en el lenguaje natural. Un ejemplo claro de ello, puede verse en la palabra “persona” (cfr. Tamayo, 2011) que en el lenguaje cotidiano puede ser equivalente a “ser humano”, pero que en el caso del lenguaje técnico especializado del derecho, hace referencia a los entes con capacidad jurídica.  

Si una persona no instruida en el lenguaje técnico escucha que se habla de “personas”, entenderá esa palabra con su propio código interpretativo coloquial, y oirá que se habla de “seres humanos”. Pero una persona experta, probablemente estará hablando de un “ente capaz de ejercer derechos y contraer obligaciones”, lo que hará que existan malentendidos entre ambos y que en muchos momentos, las críticas que haga sean inaplicables a lo que el técnico está diciendo. Esto es un problema de comunicación derivado de la existencia, en dos códigos diferentes, de una misma palabra, pero en no pocas ocasiones, será utilizado como un recurso retórico por quien posee ambos códigos para ocultar su intención original (como por ejemplo, sucedió cuando los legisladores “se equivocaron” en la reforma constitucional en derechos humanos y colocaron “persona” en lugar de ser humano y con ello dotaron de derechos humanos limitados a las empresas) o bien para saltar de un código a otro en sus propia argumentación (como sucede con el concepto “causa grave” que se presenta como jurídico cuando en realidad se está usando en su contexto moral).  

Esto es así porque en la opinión, incluso experta sobre un tema, no es sólo el entrenamiento técnico que se refleja, pues este no puede separarse ni de la persona que lo realiza, ni de su contexto (4), por lo que no existe algo que pudiéramos llamar una visión no ideologizada sobre el derecho y sus normas. Cuando se lee un dispositivo normativo, las posibles interpretaciones que pueden obtenerse de él se encuentran limitadas por el código interpretativo del que se dispone. Distintos códigos llevan a distintos horizontes potenciales de significado, es decir, hay distintas interpretaciones posibles dentro de cada uno de ellos, y cada una puede tener razones para ser considerada más apropiada al caso concreto. En algunos casos, incluso, dos códigos distintos pueden tener una interpretación parecida dentro de su horizonte, aunque ésta se de con fundamentos distintos. 

Para cada uno de los poseedores de estos códigos y de las interpretaciones elegidas dentro de los mismos, resultará claro que el único “verdaderamente” válido, es el suyo. Para el profesional del derecho, el entrenamiento le ha orientado a entender ciertas palabras y ciertos enunciados de una manera particular, que asume, es la interpretación técnicamente válida y con ello, la verdaderamente jurídica; para el lego, los elementos lingüísticos tienen un significado, o mejor dicho, un abanico de posibles significados anclados en el código del lenguaje natural, y éste debe aplicarse, al menos en un sistema democrático, en todos los casos posibles. En el primero de los casos, la legitimación del código interpretativo del abogado viene del prestigio del discurso técnico, en el segundo, de la necesidad democrática de los estados modernos. 

Lo que generalmente sucede cuando estas comparaciones se generan, es una suerte de competencia interpretativa que no tiene sentido bajo códigos diferenciados. Y es exactamente ahí, donde podemos encontrar el problema de comunicación: cuando pensamos que alguno de los múltiples códigos interpretativos no es sólo una opción posible, delimitada a un contexto concreto (por ejemplo, el código de interpretación técnica es sólo válido en interpretaciones técnicas), sino que es de alguna manera el resultado “natural” de las palabras bajo cualquier código posible (es decir, en cualquier contexto). Comparar en abstracto la interpretación de lenguaje natural y la del lenguaje técnico, sin observar las necesidades del ejercicio interpretativo específico que debemos desarrollar, es equivocado porque al final jerarquiza de una manera inadecuada a las interpretaciones posibles. 

Por otro lado, si el único problema fuera la existencia de múltiples códigos, bastaría simplemente con delimitar adecuadamente la interpretación para encontrar el “verdadero sentido” de un dispositivo normativo bajo un código específico. Es decir, bastaría con que la abogada o abogado que diera su interpretación se limitara a mencionar que “se trata de una interpretación técnica” para separarla de las posibles interpretaciones de lenguaje natural, así como otras. Y ahí, podría asumirse, existiría una interpretación “verdadera” para ese código, que debería ser encontrada. Cada código tendría su “verdadera interpretación” y el sentido de ésta podría compararse al interior de su propio código (5).

Como se ha mencionado, sin embargo, dentro de cada código hay un horizonte interpretativo que proporciona múltiples respuestas, por lo que obviar esta distinción llevaría a repetir el univocismo de la “respuesta única” al interior de cada código. Este es el camino que normalmente se desarrolla en las discusiones políticas que pretenden mostrarse como “exclusivamente técnicas”. Con la finalidad de evitar la crítica de los legos a sus dichos, los expertos asumen una reducción del código interpretativo y con ello, se otorgan a sí mismos el poder de nombrar los conceptos a través de su pericia técnica (cfr. Bourdieu, 2000a, p. 202). Pero incluso cuando esto sucede, distintos expertos presentan distintas interpretaciones sobre lo que los dispositivos normativos ordenan, incluso cuando se basan o dicen basarse para ello, en el mismo código. Y esto sólo puede explicarse, si asumimos la presencia de contenido ideológico en cada una de las interpretaciones y en la elección de alguna de ellas por encima del resto. 

Es necesario recordar que la interpretación no es nunca un ejercicio unívoco, y que diversas características lingüísticas, hacen posible, incluso podría decirse, inescapable, la existencia de un abanico interpretativo en cada uno de los códigos. La discusión sobre la posibilidad de una única respuesta correcta en el derecho es amplia en el área de la filosofía jurídica. A diferencia de otros códigos interpretativos, el técnico jurídico tiene un aparato centralizado de control que determina, a través de un ejercicio de poder, cuál es la interpretación válida para el caso concreto en que se utiliza (cfr. Bourdieu, 2000b, p. 168). Esta interpretación válida puede ser considerada a posteriori como la respuesta adecuada, pero nunca antes de ese ejercicio de poder que le convierte en tal (cfr. Kelsen, 1982, pp. 349-355). Es decir, la verdad jurídica responde a un ejercicio de poder por parte del estado, que determina, para ese caso concreto, la realidad interpretativa de las normas y su aplicación. 

Cuando un especialista pretende colocar su interpretación-opinión como una interpretación técnica poseedora de la verdad jurídica, lo que hace es confundir el ejercicio de poder del aparato jurisdiccional, con una prueba de veracidad fáctica, que él dice conocer de antemano. Coloca a “la verdad” no en la decisión sino en alguna característica, que él asume es previa a ella, y que constriñe en su totalidad la actuación de la autoridad. Pero en realidad, la validez de la interpretación técnica jurídica no está en un ejercicio de correspondencia entre dos elementos previamente existentes, sino que el acto de poder genera esa correspondencia entre los dos elementos previos. Por ello, aunque existe una interpretación reconocida como jurídica para el caso que se presenta, ésta no “existe” antes de que la autoridad la determine, sino que es resultado de dicha actuación. 

A pesar de ello, en muchas ocasiones las interpretaciones previas que el experto da, gracias a su propia pericia y conocimiento del código interpretativo técnico, se corresponde con la decisión jurisdiccional. En parte, esto es debido a que todo mecanismo de interpretación jerarquizado termina generando profecías autocumplidas (cfr. Tapia Argüello, 2023, p. 33; y Kennedy, 2009, pp. 373-374), en parte a que las barreras de entrada, que su capital cultural y simbólico coloca para el resto, le permiten la apropiación de interpretaciones ajenas (que son retomadas por él y presentadas como propias) y en parte por su propio conocimiento técnico y pericia (algo que normalmente es colocado como “la parte más importante” de este proceso, aunque no lo sea). Incapaz de ver esto, el experto podría comenzar a pensar que se trata de que posee un conocimiento “superior” sobre lo que el derecho “es” y por lo tanto, que incluso las autoridades jurisdiccionales que crean el sentido de verdad jurídica a través de sus actuaciones, están equivocadas cuando no se corresponden con lo que ellos desean como “verdadero significado”.  

Cuando esto sucede de manera constante, algunas personas confunden sus propios y naturales sesgos con algo que consideran la “verdadera” realidad objetiva, asumiendo con el tiempo que son poseedores inalienables de esa verdad y que todos aquellos que les contradigan están no sólo equivocados, sino que desconocen las reglas de existencia mínima de lo que se habla. En algunas ocasiones esto puede ser verdad; la opinión de alguien puede tener problemas profundos de conocimientos básicos. Pero en otras, será el experto quien decidirá ignorar esas mismas reglas para fingir la veracidad de sus propias aseveraciones. Ante esto, se necesita una constante vigilancia epistemológica (Bourdieu, Chamboredon y Passeron, 2002, pp. 27-48) que ayude a detectar qué parte de aquello que se piensa es producto de las características personales, culturales, sociales, económicas de quien lo piensa, qué otra se encuentra mediada por aquello que se observa o estudia, y cuál es el papel de la ideología en la relación entre estos elementos. 

Aquí resulta necesario recordar que la palabra ideología tiene múltiples significados (6). Inició como un intento de disciplina científica que se dedicaría a lo que hoy es llamado historia de las ideas, y por una serie de circunstancias, comenzó a ser utilizado como equivalente a mentira, falsa conciencia o engaño, y opuesto por ello mismo, a las ideas de ciencia y verdad, que comenzaron a verse como equivalentes en cierto sentido. Eso explica la razón por la cual la mayoría de la gente rechaza que su pensamiento se derive de posiciones ideológicas; el sentido común (7) de dicho concepto le posiciona como contraria a términos muy prestigiosos, que se corresponden con la honestidad y el intento de llegar a una explicación certera. La ideología sería, para esas visiones, algo completamente negativo, que se puede equiparar a la idea de creencia vacía o dogmática, o bien, a un intento activo de engaño. 

En la actualidad, el concepto ideología se encuentra lejos de este pensamiento. Especialmente, porque hablar de una “verdad objetiva y aprehensible universalmente” se ha mostrado como un problema filosófico profundo, que tiene que ver con cómo se entienden cada una de estas ideas y cuáles son los alcances que se les quiere dar, y no como elementos esenciales que tienen alguna veracidad metafísica abstracta. La ideología, en la actualidad, se sigue repensando en los alcances del conocimiento, pero no como si existiera un conocimiento perfecto al que todos deberíamos intentar llegar, sino como límites posibles y formas de comprensión (cfr. Correas, 1993, pp. 29-30).

Hablar, así, de la ideología de los abogados, no hace referencia a que los abogados mientan o entiendan de forma equivocada las cosas porque parten de una “mentira” que haga una incomprensión de origen, sino que, aquello que piensan y la forma en que ven el derecho, es producto de una forma particular de aproximarse a él, con presupuestos epistémicos y metodológicos, pero también políticos. Y que el problema no está en pensar que “tienen ideología”, sino exactamente en lo contrario: en pensar que no la tienen y que lo que piensan y dicen es, objetiva y universalmente, la verdad (8). Un punto de vista particular, tendrá siempre componentes incompletos y contradictorios y es necesario identificar esto para saber que, cuando algo nos molesta en la renuncia del ex ministro Zaldívar –o en la elección de la nueva ministra, Lenia Batres– no es porque sea algo que esté “intrínsecamente mal” sino por nuestras propias preferencias políticas.  

 

 NOTAS 

(1) Sobre la forma en que estos cambios en el modelo de acumulación se presentan en diversos espacios de la vida, se ha escrito ya profusamente. E.g. Harvey (2000) y Holloway (1988).

(2) No se trata de una simple apreciación, sino de la característica que distingue aquello que llamamos el sistema normativo moral y lo que podemos entender como derecho. Cfr. Kelsen (1982, pp. 126-127) y Nino (2003, pp. 173-175).  

(3) Según algunas interpretaciones, esto es la función principal, si no única del reconocimiento “experto”. Cfr. Foucault (1998, p. 20).

(4) Norberto Bobbio indica que si bien la avaloratividad y la objetividad son características que se atacan constantemente por parte de los críticos a alguna postura, estas críticas se realizan hacia los otros, lo que demuestra la idoneidad como principios epistémicos. Quien critica a una postura por no ser objetiva, asume para sí mismo que él sí lo está siendo. Contrario a esta idea, desde la perspectiva acá tratada, eso demuestra que el contenido ideológico está presente en todas las posturas y que como tal, la crítica no debe ser “por tener contenido ideológico”, sino precisamente, a las características de ese mismo contenido. Este sentido es, desde la visión de Oscar Corrreas, mucho más interesante, pues esquiva la despolitizante visión idealista del “verdadero sentido”, que sirve tan sólo para generar contradicciones irresolubles. Cfr. Bobbio, Norberto (2003) y Correas (1993)., “La filosofía política y la lección de los clásicos”, Teoría general de la política, Madrid, Trotta, 2003 y Correas, Oscar, Crítica de la ideología jurídica, México, UNAM, 1993. 

(5) En cierto sentido, esto es lo que realizan las visiones relativistas: asumen un problema de delimitación –que llega en ocasiones incluso a ser individual– para asumir la idoneidad limitada de su propio sentido. 

(6) Eagleton (2019) hace un excelente análisis del surgimiento y la forma en que los múltiples significados fueron creándose a lo largo del tiempo. 

(7) Gramsci solía decir que el sentido común es una forma sedimentada de la filosofía y forma de pensar de un tiempo específico. Cfr.  Gramsci (1971, p. 14). 

(8) Se reitera lo que ya se mencionó: el relativismo (la idea de que “cualquier cosa es igualmente válida” de acuerdo a ciertos códigos) no es más que una repetición de este pensamiento, con una reducción del universo: el relativismo construye verdades ideales y universales, volviendo al universo una comunidad específica, un código o un individuo. 

 

REFERENCIAS

Bobbio, N. (2003). La filosofía política y la lección de los clásicos. En Teoría general de la política. Trotta.

Bourdieu, P. (2000a). La fuerza del derecho. Elementos para una sociología del campo jurídico. En Poder, derecho y clases sociales. Desclée de Brouwer. 

Bourdieu, P. (2000b), La fuerza del Derecho. Siglo del hombre editores / Facultad de Derecho Universidad de los Andes / Ediciones UniAndes / Instituto Pensar.

Bourdieu, P., Chamboredon, J. C., y Passeron, J. C. (2002). El oficio de sociólogo. Presupuestos epistemológicos. Siglo XXI.

Correas, O. (1993), Crítica de la ideología jurídica. UNAM.

Correas, O. (1982). Introducción a la Crítica del derecho moderno (esbozo). Cajica. 

Eagleton, T. (2019). Ideología. Paidós.

Fonseca Luján, R. C. (2022) El principio de taxatividad en la jurisprudencia constitucional mexicana. Revista de Derecho, 35(1).

Foucault, M. (1988). Genealogía del racismo. Caronte.

García Ramírez, S. y Morales Sánchez, J. (2011). Consideraciones sobre el principio de legalidad penal en la jurisprudencia de la Corte Interamericana de Derechos Humanos. Cuestiones Constitucionales, 24.

Gramsci, A. (1971). El materialismo histórico y la filosofía de Benedetto Croce, Nueva Visión.

Harvey, D. (2000). La condición de la posmodernidad. Amorrortu.

Holloway, J. (1988). La rosa roja de Nissan. Cuadernos del sur, 7, 113- 144.

Kelsen, H. (1982). Teoría pura del derecho. UNAM.

Kennedy, D. (2009). La educación legal como preparación para la jerarquía. En Courtis, Christian (comp.), Desde otra mirada. Eudeba.

Nino, C. S. (2003). Introducción al análisis del derecho. Astrea.

Tamayo, R.  (2011) Introducción analítica al estudio del derecho. Themis

Tapia Argüello, S. M. (2023). Derecho y poder. Una introducción al pensamiento jurídico crítico sobre el derecho y los derechos. Ceji Ubijus. 

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