Maestro y Doctor en Derecho por UNISINOS, con periodo de formación doctoral como Visiting Student en la School of Law de Birkbeck, University of London. Postgraduado por la Escuela Superior de la Magistratura de Ajuris-RS. Abogado en ejercicio (OAB/RS 61.097). Miembro del Instituto de Abogados de Rio Grande do Sul. Miembro de la Comisión de Derechos Humanos Sobral Pinto del Colegio de Abogados de Brasil, sección Rio Grande do Sul.
El pasado 8 de enero, el mundo fue testigo, atónito, del intento de golpe de Estado que tuvo lugar en Brasil. Miles de presuntos delincuentes, en una acción meticulosamente planificada, tomaron Brasilia, la capital federal del país. Acto seguido, invadieron, vandalizaron y saquearon los edificios que albergan las sedes de los Tres Poderes de la República: el Palacio del Planalto (sede de la Presidencia de la República), el Congreso Nacional y el Tribunal Supremo Federal. El atentado constituye el ataque más grave y violento contra la democracia brasileña desde el infame golpe militar de 1964. La Nueva República, inaugurada en 1985, nunca había presenciado algo semejante.
A primera vista, el incidente parece una patética imitación de la infame invasión del Capitolio estadounidense del 6 de enero de 2021. Los atentados guardan entre sí inconfundibles similitudes y ambos se insertan en el contexto de las manifestaciones antidemocráticas del neopopulismo de extrema derecha, un fenómeno que se ha extendido internacionalmente desde la década de 2010. Sin embargo, los dos casos también tienen sus características particulares. Los insurgentes irrumpieron en el Congreso estadounidense con la intención de impedir el ascenso del entonces presidente electo, Joe Biden. Los golpistas brasileños, a su vez, pretendían ocupar la sede de los Tres Poderes y crear una situación de caos capaz (en la imaginación de los golpistas) de desestabilizar al recién instalado gobierno, encabezado por el presidente Luiz Inácio Lula da Silva, justificando una posterior intervención militar por parte de las Fuerzas Armadas.
En el aspecto humano, la invasión del Capitolio en enero de 2021 resultó ser un incidente más grave, en la medida en que causó la muerte de cinco personas, mientras que el reciente episodio brasileño no tuvo víctimas mortales, ni entre los agentes de seguridad ni entre los presuntos delincuentes. Sin embargo, desde un punto de vista simbólico y político, el ataque a Brasilia ha sido considerado, con razón, un incidente aún más grave que el de Washington hace dos años, ya que supuso la invasión, depredación, vandalismo y saqueo no sólo del Congreso Nacional, sino también del Palacio de Planalto y del Supremo Tribunal Federal. Por comparar, es como si los trumpistas de 2021 hubieran tomado con éxito no solo el Capitolio, sino también la Casa Blanca y el Tribunal Supremo de EEUU.
Cabe destacar que los incidentes de Brasil y Estados Unidos tienen en común el hecho de haber sido llevados a cabo por presuntos criminales que se ven a sí mismos como “luchadores por la libertad”, que estarían atacando instituciones en nombre del “restablecimiento” de la democracia, que habría sido “secuestrada” por un proceso electoral “fraudulento” (Silva, 2020) (Galf & Soprana, 2022). Bajo esta narrativa, el bolsonarismo (la filosofía política de los golpistas de los atentados del pasado 8 de enero) muestra que no sólo es un movimiento con tintes fascistas, sino que además no tiene ningún mérito de originalidad, mostrándose -de arriba abajo- como una copia tragicómica del discurso trumpista.
La pretensión de provocar un cambio forzado de régimen político mediante la intimidación y la destrucción no deja lugar a dudas sobre la naturaleza descaradamente terrorista de los atentados de Brasilia. Jurídicamente, sin embargo, la cuestión no está tan clara. La deficiente legislación brasileña en la materia (Ley nº 13.260/2016), que regula la definición legal de “terrorismo” en nuestro ordenamiento jurídico, establece que consistiría en prácticas de actos de terror social motivados por razones de “xenofobia, discriminación o prejuicio de raza, color, etnia y religión”. Por tanto, excluye la motivación política.
La mala técnica legislativa, aquí, salta a la vista. Tan absurdo es el criterio adoptado en la referida legislación que, si aplicáramos tal sistema al análisis del atentado terrorista más famoso y conocido de todos los tiempos (la destrucción del World Trade Center, en Nueva York, en septiembre de 2001), podríamos concluir que el atentado concebido y ejecutado por Osama Bin Laden y sus cómplices no habría sido exactamente un acto de terrorismo, en la medida en que fue realizado sobre todo por motivaciones (geo)políticas e ideológicas, que la legislación brasileña excluye de la definición de terrorismo.
La “excentricidad” de la legislación brasileña, en este caso concreto, se explica en el contexto del comprensible temor a que la “legislación antiterrorista” pueda utilizarse como instrumento de “lawfare” contra los movimientos sociales, las manifestaciones callejeras y las reivindicaciones y agendas políticas legítimas. En una democracia viciada como la brasileña, caracterizada por un déficit histórico de ciudadanía y un pasado reciente manchado por dos décadas de autoritarismo y violaciones sistemáticas a los derechos y garantías fundamentales, ese temor era totalmente justificable. También hay que señalar que el ahora conocido fenómeno de masas del neopopulismo de extrema derecha aún no era evidente ni visible en el momento de la aprobación de la legislación en cuestión. De hecho, esta extraña figura del golpista radicalizado -que se levanta contra la voluntad popular y la soberanía de las urnas y que está dispuesto a cometer actos de terrorismo doméstico para subvertir los resultados de las elecciones- era inconcebible en el mundo antes del ascenso al poder de Trump y Bolsonaro.
Si la cuestión del encuadramiento jurídico como “terrorismo”, en el caso que nos ocupa, es nebulosa y discutible, no puede decirse lo mismo en relación con la caracterización de las conductas practicadas por los insurgentes golpistas como delitos contra las instituciones democráticas. El Art.359-L del Código Penal brasileño prevé el delito de abolición violenta del Estado Democrático de Derecho (“Intentar, mediante el uso de violencia o amenaza grave, abolir el Estado Democrático de Derecho, impidiendo o restringiendo el ejercicio de los poderes constitucionales”). El art. 359-M, por su parte, tipifica el delito de Golpe de Estado (“Intento de deponer, mediante violencia o amenaza grave, a un gobierno legítimamente constituido”). Cabe señalar que este tipo de delitos penales conllevan penas de prisión de entre 4 y 12 años, es decir, mucho menores que las penas previstas para los delitos definidos como terrorismo. Esta es una de las razones que han llevado a algunos juristas a sostener la importancia del marco jurídico del terrorismo para los crímenes cometidos en el intento de golpe de Estado en Brasilia, dada la escala y gravedad sin precedentes de lo ocurrido.
Hay consenso en que las autoridades fallaron gravemente a la hora de evitar la destrucción causada en la capital federal brasileña, pero hay que reconocer que la respuesta de las instituciones fue rápida y eficaz. Ya en la noche del 8 de enero, las fuerzas de seguridad consiguieron sacar a todos los presuntos delincuentes de los edificios invadidos, arruinando así cualquier plan de ocupación prolongada de las sedes de los Poderes.
Cientos de golpistas fueron detenidos en el acto el mismo domingo, y un total de más de 1,200 personas fueron detenidas en los días siguientes. Por determinación judicial, también se prohibieron todas los “campamentos” bolsonaristas que se habían diseminado por el país desde el final de las elecciones de 2022. Estos campamentos se instalaron frente a cuarteles militares y estaban formados por manifestantes que negaban los resultados de las urnas y pedían a diario una “intervención militar” para impedir la toma de posesión del nuevo presidente electo. Desde diciembre de 2022 (cuando hubo un intento de explosión de una bomba en el Aeropuerto Internacional de Brasilia), ya estaba claro que estos campamentos, que se presentaban como inocentes manifestaciones del derecho a la libertad de expresión, funcionaban en realidad como auténticas incubadoras de delincuentes.
El lado más siniestro y preocupante de los atentados del 08/01/23 radica en la inequívoca constatación de que, más que por simple incompetencia, la omisión de las autoridades y fuerzas de seguridad del Distrito Federal tuvo motivaciones políticas. Ibaneis Rocha, gobernador del DF (y, en consecuencia, responsable de la seguridad de Brasilia), es simpatizante y partidario del expresidente Jair Bolsonaro. Peor: el secretario de Seguridad del Distrito Federal es Anderson Gustavo Torres, un bolsonarista que fue ministro de Justicia durante el gobierno de Bolsonaro. La respuesta institucional a esta infiltración golpista en las entrañas del poder político brasileño fue rápida y rigurosa: el Tribunal Supremo ordenó la destitución temporal del gobernador Ibaneis Rocha, así como la detención de Anderson Gustavo Torres (quien, al igual que Jair Bolsonaro, se encontraba en Estados Unidos el día de los atentados). Cabe destacar que incluso antes de su destitución por orden judicial, Rocha ya había exonerado a Torres.
A pesar de las flagrantes deficiencias que permitieron que se produjeran estos brutales ataques a las instituciones democráticas, el episodio puede representar una especie de hito en la readaptación del Estado brasileño para hacer frente a este nuevo fenómeno del terrorismo interno de extrema derecha, verdadero subproducto del neopopulismo con tintes fascistas, tan bien representado por el trumpismo estadounidense. La capacidad de las instituciones brasileñas para prevenir la ocurrencia de nuevos actos de terror, destrucción y violencia dependerá, sobre todo, del éxito en la identificación y castigo de los orquestadores y financiadores de actos de esta naturaleza – y no sólo de los agentes ejecutores. Las investigaciones llevadas a cabo hasta el momento están dejando claro que gran parte (tal vez incluso la mayoría) de los presuntos delincuentes que perpetraron los actos vistos en Brasilia fueron inducidos a participar mediante diversos incentivos, como boletos de autobús pagados, “convocatorias” distribuidas masivamente por aplicaciones de mensajería instantánea , suministro de alimentos, promesas de pagos en efectivo, etc. Según los primeros indicios, el “golpe” brasileño puede haber sido no sólo una copia embarazosa del levantamiento trumpista de enero de 2021, sino -peor aún- una copia por encargo, mucho menos “orgánica” o “popular” de lo que se pretendía que pareciera.
Silva, C. (2020, Nov 06). ‘Reckless’ and ‘stupid’: Trump Jr calls for ‘total war’ over election results. The Independent: UK Edition. https://www.independent.co.uk/news/world/americas/us-election-2020/trump-jr-election-results-war-b1634841.html
Galf, R. & Soprana, P. (2022, Oct 31). Grupos bolsonaristas reagem à derrota com ‘fraude nas urnas’ e apelo por golpe das Forças Armadas. Folha de S. Paulo. https://www1.folha.uol.com.br/poder/2022/10/grupos-bolsonaristas-reagem-a-derrota-com-fraude-nas-urnas-e-apelo-por-golpe-das-forcas-armadas.shtml
No último dia 08 de janeiro, o mundo testemunhou, assombrado, a tentativa de golpe de Estado ocorrida no Brasil. Milhares de criminosos, em ação meticulosamente planejada, tomaram Brasília, a capital federal do país. Ato contínuo, invadiram, vandalizaram e saquearam os prédios que sediam as cúpulas dos Três Poderes da República: o Palácio do Planalto (sede da Presidência da República), o Congresso Nacional e o Supremo Tribunal Federal. O ataque constitui o mais grave e violento atentado à democracia brasileira desde o famigerado golpe militar de 1964. A Nova República, inaugurada em 1985, jamais havia testemunhado tal coisa.
Em um primeiro momento, o incidente parece uma imitação patética da infame invasão do Capitólio norte-americano ocorrida em 06 de janeiro de 2021. Os ataques têm inequívocas semelhanças entre si e encontram-se ambos inseridos no contexto das manifestações antidemocráticas do neopopulismo de extrema-direita, um fenômeno que se alastrou internacionalmente a partir dos anos 2010. No entanto, os dois casos também possuem características próprias. Os insurrectos norte-americanos invadiram o Congresso dos EUA com o ânimo de impedir a diplomação do então presidente eleito, Joe Biden. Os golpistas brasileiros, por sua vez, pretendiam ocupar as sedes dos Três Poderes e criar uma situação de caos capaz de (na imaginação dos golpistas) desestabilizar o governo recém-empossado, liderado pelo Presidente Luiz Inácio Lula da Silva, justificando uma posterior intervenção militar por parte das Forças Armadas.
Sob o aspecto humano, a invasão do Capitólio de janeiro de 2021 mostra-se um incidente mais grave, na medida em que resultou em cinco mortes, ao passo que o recente episódio brasileiro não teve vítimas fatais, nem entre agentes de segurança e nem entre os criminosos. Todavia, sob o aspecto simbólico e político, o ataque à Brasília tem sido corretamente apontado como um incidente ainda mais grave do que aquele ocorrido em Washington há dois anos, na medida em que envolveu a invasão, depredação, vandalização e pilhagem não apenas do Congresso Nacional, mas também do Palácio do Planalto e do Supremo Tribunal Federal. Para efeitos de comparação, é como se os trumpistas em 2021 tivessem conseguido tomar com sucesso não apenas o Capitólio, mas também a Casa Branca e a Suprema Corte dos EUA.
É digno de nota que os incidentes brasileiro e norte-americano têm em comum o fato de terem sido levados a cabo por criminosos que enxergam a si próprios como “freedom fighters”, que estariam atacando as instituições em nome do “reestabelecimento” da democracia, que teria sido “sequestrada” por um processo eleitoral “fraudulento” (Silva, 2020) (Galf & Soprana, 2022). Como se vê, o bolsonarismo (a filosofia política dos golpistas dos ataques de 08/01/23) não apenas é um movimento de contornos fascistoides como sequer possui qualquer mérito de originalidade, mostrando-se – de cima a baixo – como uma cópia tragicômica do discurso trumpista.
A pretensão de causar uma mudança forçada de regime político, por meio de intimidação e destruição, não deixa qualquer margem para dúvida sobre a natureza flagrantemente terrorista dos ataques ocorridos em Brasília. Juridicamente, no entanto, a questão não é tão clara. A deficiente legislação brasileira sobre a matéria (Lei nº 13.260/2016), que regulamenta a definição legal de “terrorismo” em nosso ordenamento jurídico, estabelece que este consistiria em práticas de atos de terror social motivados por razões de “xenofobia, discriminação ou preconceito de raça, cor, etnia e religião”. Exclui, desta forma, a motivação política.
A má-técnica legislativa, aqui, salta aos olhos. Tão absurdo é o critério adotado na referida legislação que, caso aplicássemos tal sistemática à análise do mais famoso e conhecido atentado terrorista de todos os tempos (a destruição do World Trade Center, em Nova York, em setembro de 2001), poderíamos ser levados a concluir que o ataque concebido e realizado por Osama Bin Laden e seus comparsas não teria sido propriamente um ato de terrorismo, na medida em que foi levado a cabo sobretudo por motivações (geo)políticas e ideológicas, que a lei brasileira exclui da definição de terrorismo.
A “excentricidade” da legislação brasileira, neste particular, se explica dentro do contexto do compreensível receio de que a “legislação antiterrorista” pudesse ser utilizada como instrumento de “lawfare” contra movimentos sociais, manifestações de rua, reinvindicações e pautas políticas legítimas. Em uma democracia falha como a brasileira, caracterizada por um histórico déficit de cidadania e um passado recente manchado por duas décadas de autoritarismo e violações sistemáticas de direitos e garantias fundamentais, tal receio era de todo justificável. Cumpre salientar, também, que o hoje conhecido fenômeno de massas do neopopulismo de extrema-direita ainda não era evidente ou visível na época da aprovação da legislação em questão. Com efeito, esta estranha figura do golpista radicalizado – que se insurge contra a vontade popular e a soberania das urnas e que se se dispõe a participar de atos de terrorismo doméstico para subverter os resultados de eleições – era coisa inconcebível no mundo anterior à ascensão de Trump e Bolsonaro ao poder.
Se a questão do enquadramento legal como “terrorismo”, no caso em questão, se mostra nebulosa e discutível, o mesmo não pode ser dito em relação à caracterização das condutas praticadas pelos insurgentes golpistas como crimes contra as instituições democráticas. O art.359-L do Código Penal brasileiro prevê o crime de abolição violenta do Estado Democrático de Direito (“Tentar, com emprego de violência ou grave ameaça, abolir o Estado Democrático de Direito, impedindo ou restringindo o exercício dos poderes constitucionais”). O art. 359-M, por sua vez, tipifica o crime de Golpe de Estado (“Tentar depor, por meio de violência ou grave ameaça, o governo legitimamente constituído”). Oportuno observar que os referidos tipos penais preveem penas de prisão de 4 até 12 anos – bem inferiores às penas previstas para crimes definidos como terrorismo. Esta é uma das razões que têm levado alguns juristas a sustentar a importância do enquadramento jurídico de terrorismo para os crimes cometidos na tentativa de Golpe de Estado em Brasília, dado o ineditismo da envergadura e gravidade do ocorrido.
Existe consenso no sentido de que as autoridades falharam gravemente na prevenção à destruição causada na capital federal brasileira, mas é preciso reconhecer que a resposta das instituições foi célere e eficiente. Ainda na noite do dia 08 de janeiro, as forças de segurança tiveram sucesso em retirar todos os criminosos dos prédios invadidos – arruinando, assim, quaisquer planos de ocupação prolongada das sedes dos Poderes.
Centenas de golpistas foram presos em flagrante ainda no domingo, e um total de mais de 1.200 pessoas foram detidas nos dias seguintes. Por determinação judicial, foram também proibidos todos os “acampamentos” bolsonaristas que estavam espalhados por todo o país desde o final das eleições de 2022. Estes acampamentos se instalavam em frente a quartéis militares e eram constituídos por manifestantes que negavam o resultado das urnas e pediam diariamente “intervenção militar” para impedir a posse do novo presidente eleito. Desde dezembro de 2022 (quando houve uma tentativa de explosão de uma bomba no Aeroporto Internacional de Brasília), já estava claro que estes acampamentos, que se apresentavam como inocentes manifestações do direito de liberdade de expressão, operavam na verdade como verdadeiras incubadoras de criminosos.
O lado mais sinistro e preocupante dos ataques de 08/01 reside na constatação inequívoca de que, mais do que por simples incompetência, a omissão das autoridades e forças de segurança do Distrito Federal se deu por motivação política. Ibaneis Rocha, governador do DF (e, consequentemente, responsável pela segurança de Brasília), é um simpatizante e apoiador do ex-presidente Jair Bolsonaro. Pior: o Secretário de Segurança do Distrito Federal é Anderson Gustavo Torres, bolsonarista que atuou como Ministro da Justiça durante o governo Bolsonaro. A resposta institucional a esta infiltração do golpismo nas entranhas do poder político brasileiro foi rápida e rigorosa: o Supremo Tribunal Federal determinou a remoção temporária do governador Ibaneis Rocha de seu cargo, bem como a prisão de Anderson Gustavo Torres (que, assim como Jair Bolsonaro, encontrava-se nos EUA no dia dos ataques). É digno de nota o fato de que, antes mesmo de seu afastamento do cargo por decisão judicial, Rocha já havia exonerado Torres.
Apesar das gritantes deficiências que vieram a permitir a ocorrência destes brutais ataques às instituições democráticas, o episódio pode representar uma espécie de marco zero de uma readequação do Estado brasileiro para lidar com este novo fenômeno do terrorismo doméstico de extrema-direita, verdadeiro subproduto do neopopulismo de contornos fascistoides tão bem representado pelo trumpismo norte-americano. A capacidade das instituições brasileiras de impedir a ocorrência de novos atos de terror, destruição e violência dependerá, sobretudo, do sucesso em identificar e punir os orquestradores e financiadores de atos desta natureza – e não apenas os agentes executores. As investigações realizadas até o momento estão deixando claro que grande parte (talvez até mesmo a maioria) dos criminosos que perpetraram os atos de barbárie vistos em Brasília foram levados a participar por incentivos diversos, incluindo passagens de ônibus pagas, “convocações” distribuídas em massa por aplicativos de mensagens, fornecimento de alimentação, promessas de pagamentos em dinheiro etc. De acordo com as primeiras evidências, o “putsch” brasileiro pode ter sido não apenas uma constrangedora cópia da insurreição trumpista de janeiro de 2021, mas – pior ainda – uma cópia por encomenda, muito menos “orgânica” ou “popular” do que pretendia aparentar.
Silva, C. (2020, Nov 06). ‘Reckless’ and ‘stupid’: Trump Jr calls for ‘total war’ over election results. The Independent: UK Edition. https://www.independent.co.uk/news/world/americas/us-election-2020/trump-jr-election-results-war-b1634841.html
Galf, R. & Soprana, P. (2022, Oct 31). Grupos bolsonaristas reagem à derrota com ‘fraude nas urnas’ e apelo por golpe das Forças Armadas. Folha de S. Paulo. https://www1.folha.uol.com.br/poder/2022/10/grupos-bolsonaristas-reagem-a-derrota-com-fraude-nas-urnas-e-apelo-por-golpe-das-forcas-armadas.shtml
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