ISSN : 2992-7099

¿Habrá nacido un grupo terrorista de extrema derecha en Brasil?

Leonardo Magalhães Firmino

Leonardo Magalhães Firmino

PhD en Comunicación Política y CEO de la encuestadora IPSE. Investiga sobre opinión pública, redes sociales y política.

20 enero, 2023

El pasado domingo, 8 de enero de 2023, una turba de extrema derecha, estimulada por discursos y omisiones del expresidente Jair Bolsonaro tras su derrota no reconocida, invadió y depredó la sede de los tres Poderes en Brasilia: el Palacio del Planalto (Presidencia), el Parlamento y el Supremo Tribunal Federal (STF). 

El gobernador del Distrito Federal, Ibaneis Rocha, fue suspendido de la gubernatura por el Supremo Tribunal Federal. Su exsecretario de seguridad, Anderson Torres, tiene un mandato de prisión ya decretado. Su ejecución se dará tan pronto regrese de Florida. Una “extraña coincidencia” hace que Torres viaje a Estados Unidos y visite a su exjefe Jair Bolsonaro, junto a Tutinha, el dueño del mayor medio de extrema derecha de Brasil, la Joven Pan. Visita ocurrida durante los actos golpistas de Brasilia. 

La Policía Federal encontró en la casa de Torres el borrador de un decreto de Bolsonaro para establecer el “Estado de Defesa” en la sede del Tribunal Superior Electoral (TSE) y cambiar el resultado de las elecciones de 2022. Se trata de una intervención inconstitucional para tomar el TSE y constituiría un golpe de Estado con el objetivo de invalidar la legítima victoria de Lula sobre Bolsonaro en las urnas.

No es casual que Torres, exministro de justicia de Bolsonaro hasta hace pocos días, haya sido nombrado secretario de seguridad por el gobierno del DF, que comanda a la Policía Militar. Esa es la policía encargada de la seguridad de la Explanada dos Ministérios, dónde está la sede de los tres poderes de la república. El exsecretario, con la autorización del gobernador, ordenó una reducción drástica del número de policías en servicio para el día de la invasión. No obstante, el gobierno federal había ordenado mantener la prohibición de que los extremistas se acercaran a la Expladada dos Ministérios por el peligro esperado de actos terroristas. 

Días antes la Policía Federal había desmantelado a un atentado terrorista días antes de la ceremonia de posesión de Lula. Fueron encontradas bombas, ametralladoras y otras armas. Pese a ese precedente, el gobierno del DF decidió ignorar la orden del ministro de la justicia recién nombrado por Lula, Flávio Dino, los avisos de la ABIN (servicio de inteligencia brasileño) sobre indicios de que grupos radicales estaban organizando algo, y de investigadores en comunicación política que monitorean grupos de WhatsApp y de Telegram de extrema derecha, dónde se estaba armando algo que llamaron “Festa da Selma”, en alusión a la palabra “selva” usada por el Ejército para referirse a un golpe de Estado. La palabra “Selma” fue usada de forma alternativa en otros estados para referirse a lo mismo, como “Telma” y “Velma”.

Miles de golpistas llegaron a la capital casi al mismo tiempo. Fueron cuarenta solo los autobuses privados que trajeron a los apoyadores de Bolsonaro, que montaron un verdadero campamiento militar en el DF con una increíble capacidad logística, con víveres, generadores de energía, cocinas industriales, baños químicos, tiendas operativas y para dormir. 

La Policía Militar del DF escoltó a los invasores por varios kilómetros hasta la sede de los tres poderes. Hay imágenes que muestran que ni la Policía Militar ni el Ejército se movilizaron a contener la turba. El Ejército también estría directamente involucrado en planificar estos actos, ya que la Guardia Presidencial, encargada de defender al Palácio do Planalto, sede del ejecutivo, en lugar de impedir la entrada de los invasores, habría abierto las puertas para que entraran y defendió a algunos “aliados”. En ese palacio, los manifestantes sabían dónde ir y qué pretendían hacer. No se trató de actos de puro vandalismo. Sabían dónde estaban guardadas las armas del Gabinete de Seguridad Institucional (GSI) y se las robaron, junto con documentos y computadoras. 

No lograron saquear al gabinete presidencial solo porque estaba cerrado con una puerta blindada. Pero la sede del poder judicial, el Supremo Tribunal Federal, principal objeto del del odio bolsonarista en los últimos años, fue el que más daño sufrió. Los golpistas alagaron espacios enteros con mangueras contra incendios, robaron y destruyeron obras de arte y de anticuariado, muebles, puertas, ventanas, estatuas y monumentos.

Al mismo tiempo, en otros estados del país, grupos terroristas intentaron tomar a la fuerza a refinerías de combustible, con el objetivo de paralizar el país. Tras la derrota de Bolsonaro, habían intentado bloquear todas las carreteras brasileñas, provocando desabastecimiento en las ciudades y la imposibilidad de circular libremente. Personas armadas y camioneros de extrema derecha, amenazaban y golpeaban a otros camioneros para obligarlos a dejar de circular. 

Pese a todo ese caos bien organizado, la respuesta de parte del recién empozado gobierno Lula fue rápida y contundente. En el mismo día el ministro Flávio Dino, tomó el control y movilizó a las fuerzas de policía que detuvieron rápidamente a la turba. Lideradas por el gobierno Lula y el Supremo Tribunal Federal, las autoridades brasileñas se movieron con mucha más rapidez que las de Estados Unidos en el caso de la invasión de Capitolio el 6 de enero de 2021. En pocas horas más de 200 personas fueron encarceladas en flagrante y en tres días ese número superó los 1.500. Además de los involucrados directamente en los actos golpistas del 8 de enero, identificaron también en diez estados del país a varios empresarios que financiaron estas actividades.

Muchos políticos, tanto conservadores como progresistas, condenaron la invasión con rapidez. El Senado ya está discutiendo sobre la creación de una comisión parlamentar para investigar lo ocurrido, inspirada en la comisión del congreso americano sobre la invasión del Capitolio. Pero la diferencia entre el caso brasileño y el americano es que en Brasil los ataques se concentraron en los tres poderes, judicial, ejecutivo y legislativo. 

El deseo de ruptura democrática es creciente desde hace años en Brasil. Estamos viviendo una clara escalada del fascismo, que ya no se esconde ni se avergüenza de mostrar a qué vino. Tampoco intenta parecer solo conservador como ocurría hasta hace 10 años. Hubo una escalada sistemática de la violencia política en Brasil, hasta llegar a actos como ese. 

Buena parte de las personas que participaron de ese acto, realmente creyeron haber logrado tomar el poder ese día, frustrados por el hecho que los militares no dieron un golpe de Estado como pedían. Pero parece ser que los hilos que mueven estos actos aparentemente espontáneos tenían la intención de generar caos, para que el presidente Lula decretara intervención militar, dando poder a los militares para que pudieran dar finalmente el golpe. Pero plan no funcionó y Lula decretó solo una intervención federal, que no da poder a los militares.

Estamos asistiendo a un fenómeno psiquiátrico de delirio colectivo y profunda alienación, como ocurre en la extrema derecha en varios países, alimentado a base de teorías de la conspiración de QAnon y total falta de confianza en instituciones como organizaciones internacionales, partidos, prensa y órganos del Estado. Incluso la ciencia ya no es creíble para ellos, como quedó claro en el caso de las vacunas y medidas de contención anticovid. 

Hay un rico repertorio de videos grabados por los propios extremistas, que muestran escenas cómicas y preocupantes a la vez. Hay grupos que lloran y gritan desesperados, rezan de rodillas pidiendo un golpe militar, piden ayuda a los extraterrestres con señales de luz y prestan continencia a llantas de camión mientras cantan el himno nacional. 

Ellos acamparon delante de los cuarteles por meses, pidiendo abiertamente un golpe militar porque, según ellos, ya vivimos en una dictadura y quien manda es el Supremo Tribunal Federal. 

Según estos alienados, las urnas electrónicas que usa Brasil son sistemáticamente violadas, por lo que Bolsonaro habría ganado en la primera vuelta, tanto las elecciones de 2018 como las de 2022. Muchos de ellos son religiosos, especialmente evangélicos, y se sienten atraídos por las armas. Otros son antivacunas y creen en teorías como la tierra plana y en la conspiración globalista del Nuevo Orden Mundial. Creen también que la izquierda brasileña es satanista, narcotraficante, pederasta y que tiene un plan para transformar a los niños en homo y transexuales para reducir la población mundial y destruir a las familias, todo en perfecta articulación con los Chinos, con Joe Biden (el comunista), todos los globalistas y el Foro de São Paulo (actualmente, Grupo de Puebla para disfrazarse). 

El fascismo brasileño finalmente salió a la luz, sin vergüenza de mostrarse y orgulloso de ser como es. Ese fascismo está políticamente articulado con grupos de extrema derecha de las Américas y Europa, ampliamente documentados en videos dónde sus exponentes aparecen juntos dando charlas y tratándose como grandes amigos. Los fascistas brasileños están conectados con Vox de España, con los trumpistas y los de QAnon de Estados Unidos, con los venezolanos y cubanos de sus diásporas, especialmente las de Miami. 

Ellos dicen en sus tesis que vivimos en un mundo dónde se estableció una hegemonía cultural de izquierdas, gracias a las ideas de Antonio Gramsci, considerado una de las figuras más nefastas por su genialidad. De hecho, ellos buscan replicar lo que consideran ser el método gramsciano de esa izquierda hegemónica para construir una articulación internacional y sentar las bases de una venidera nueva hegemonía cultural a nivel mundial de (extrema) derecha.

Sus métodos pasan por radicalizar y, a la vez, alienar a los individuos. Primero, los atraen con noticias falsas, indignación selectiva, soluciones fáciles para problemas complejos y lecturas superficiales de la realidad. Después, hacen que se invierta la lógica de lo obvio y consolidado con teorías de la conspiración, que solo los “iniciados” en los “grandes misterios” están listos para identificar en el mundo. Les dan un sentido de pertenencia y los hacen sentir especiales. Les hace sentir como si toda la vida nadie hubiera reconocido su valor, que tanto les hizo dudar de sus propias capacidades y ahora, por fin, se sienten como grandes conocedores de la “Verdad”. Eso los vuelve siempre más arrogantes e intolerantes a todo lo que es conocimiento institucionalizado y a opiniones y visiones divergentes de su nueva realidad, pues eso les recuerda cómo se sentían mediocres y medianos en su viejo mundo. Ellos se aíslan (y son aislados) siempre más de sus amigos y familiares, proceso que profundiza la adhesión el extremismo. 

El nivel de alienación de los extremistas es tan alto que muchos de ellos estaban convencidos que lograron tomar el país y dar un golpe de Estado. Esa alienación hace que ellos se expusieran día tras día en las redes sociales, produciendo la mayor parte de las pruebas en contra de sí mismos por los crimines que cometieron. Su nivel de desconexión de la realidad es tan grande que creen a cualquier cosa que escuchan en los campamentos. Hubo casos de youtubers bromistas que se infiltraron en estos campamentos para tomarles el pelo. El más famoso fue el caso del chico que logró que creyeran que Bolsonaro había puesto a uno de los ministros del Supremo Tribunal Federal en la cárcel: “Xandão foi preso!”. 

Tras encarcelamiento en masa de los invasores de Brasilia, sin entender lo que estaba realmente pasando y la gravedad de lo que hicieron, exigían que la policía les diera acceso al WiFi de la prisión para que ellos siguieran publicando contenido en las redes sociales.

Los campamentos golpistas en apoyo a Bolsonaro y a una intervención militar en Brasil duraron varios meses. Los extremistas estuvieron conviviendo físicamente entre ellos, estableciendo nuevos vínculos personales y fortaleciéndolos día tras día. Al paso, muchos perdieron su trabajo, perdieron sus parejas y se alejaron de sus familias y amigos, radicalizándose aún más políticamente. 

Tras la desilusión con el propio Bolsonaro y las fuerzas armadas, que según ellos no tuvieron el valor de “salvar a Brasil” con un golpe de Estado, estimulados por líderes en las sombras, los extremistas se armaron de coraje e intentaron su propio (torpe) golpe, como evento de masas y ceremonia iniciática, con la certeza inquebrantable en su corazón de que representan la mayoría de los brasileños. Luego fueron encarcelados y se sienten las víctimas de un sistema opresor y corrupto que debería ser destruido. Eso contribuye ulteriormente a reforzar sus lazos de grupo. 

Ahora que rompieron el tabú de la acción violenta y armada, de ir en primera persona a dar un golpe sin las fuerzas armadas al frente, el limitador del fanatismo de muchos de ellos se habrá roto definitivamente.  Ese es el caldo perfecto para el nascimiento de un grupo terrorista de extrema derecha en Brasil, bien armados y con una red de apoyo político internacional y entre policías y militares. 

En otras palabras, los ataques golpistas de Brasilia fueron el rito de iniciación final de un posible naciente movimiento terrorista de extrema derecha en Brasil. Si ese grupo no viene desarticulado inmediatamente por la justicia brasileña, trabajará en equipo con un ya consolidado pseudo partido político muy competitivo electoralmente y con una capacidad de hacer aflorar siempre más una sociedad de valores y practicas fascistoides a través de su gigantesca máquina de propaganda.

El fascismo en Brasil es una fuerza que llegó para quedarse, que ya transciende a Bolsonaro y que probablemente va a prescindir de él incluso electoralmente. Vencer a ese fascismo cultural será un trabajo de muchos años, que superará la duración del actual gobierno Lula-Alckmin y que tiene que trascender disputas entre izquierda o derecha moderada.

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