originario del Estado de Tlaxcala. Es egresado de la Maestría en Ciencia Política por El Colegio de México y Licenciado en Ciencias Políticas y Administración Pública por la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la Universidad Nacional Autónoma de México. Se ha desempeñado profesionalmente en el sector público en instituciones como la Secretaría de la Función Pública, el Sistema Anticorrupción del Estado de Tlaxcala y la Auditoría Superior de la Federación. Actualmente es profesor titular de asignatura en la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la UNAM y tutor en el Instituto Nacional de Administración Pública.
Escribe semanalmente una columna de análisis político y lee vorazmente sobre sus áreas de estudio, pero también literatura.
Todo el tiempo recordamos, habitamos el presente con las reminiscencias del pasado. Nuestra memoria trae los recuerdos prestos para emocionarnos, conmovernos, animarnos o retraernos ante la menor provocación. Esa es razón suficiente para ponerle atención a lo que se recuerda y al acto mismo de hurgar entre nuestras valijas repletas de vivencias ¿Eso es bueno o malo? La pregunta maniquea no es trivial, está vinculada con cómo gestionamos la añoranza por el pasado frente a los retos y el entusiasmo del presente.
Difícilmente podemos decidir no recordar. La literatura especializada en el estudio de la memoria vinculó desde el principio a la capacidad mnemónica con la función neuronal, la sinapsis, por eso la pregunta sobre si recordar es bueno o malo tiene –por donde se mire– algo de retórica. Si recordar fuese malo, la misma capacidad humana de la memoria tendría el contrafactual de olvidar voluntariamente, desde el albedrío de la decisión individual. Esto no es así.
Recordar es condición humana. La vida transcurre en un largo y sinuoso camino de sucesos y experiencias que nos forman. Todo esto deja rastros en el sistema nervioso y esta evidencia –construida a partir de sensaciones, percepciones y pensamientos– es acumulada en el mismo espacio de otros recuerdos; en la memoria. Estamos recordando permanentemente, aunque no necesariamente la memoria almacene la totalidad de lo vivido.
La imposibilidad de recordar todo, está vinculada con los tipos de memoria. Al respecto Brenda Milner demostró la existencia de –al menos– dos tipos (Milner, 1970): la implícita que está asociada con el recordatorio de hábitos y habilidades; y, la explícita directamente vinculada con conocimientos y nuestra propia autoconstrucción –la autobiografía– como individuos relacionales. Este último tipo de memoria es a la que se refiere este texto: aquella que se encuentra atada al largo plazo, y que –innegablemente–, nos forma todo el tiempo. La traemos como valija cargando.
Si la vida transcurrida la pasamos por el tamiz de nuestro juicio retrospectivo, hallamos momentos anodinos –que realmente parecen serlo– y otros esenciales. Son recuerdos que se hallan en la memoria a largo plazo; si aparecen y figuran en el cúmulo del pasado son relevantes, sobre todo porque la memoria tiene la función de reconstruir los eventos del ayer que han forjado el derrotero del presente. El pasado te delinea en función de que la memoria está ligada al ser y los recuerdos son la muestra de los hechos que forman a la persona. Dejar de recordar es –poética y filosóficamente– imposible. Dado que la persona es, en tanto ser, su memoria está. Sobre esto, Jorge Luis Borges en el libro “Elogio de la sombra” sostiene:
“Somos nuestra memoria,
Somos ese quimérico
museo de formas inconstantes,
ese montón de espejos rotos”. (Borges, 1969)
En la memoria explícita –siguiendo la terminología de Milner– están nuestros más íntimos aprendizajes, sentimientos y experiencias. La memoria, aunque tiene el punto de partida de la reconstrucción individual, está inmersa en las dinámicas relacionales de las personas. Es decir que, en los recuerdos destacan –no solamente de manera tangencial– otras personas, lugares, colores, objetos. A lo Borges: la memoria edificada e incrementada diariamente es lo que somos.
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Fuimos al mercado de plantas de Cuemanco. Apenas ingresamos –justo en un domingo que de por sí trasladaba a otro espacio y tiempo–, cuando observamos un par de plantas de hule y muchas buganvilias de tonos emulsionados de rosa, rojo, lila y púrpura. Ximena y yo –casi al unísono– compartimos que justo esas plantas eran de nuestra respectiva niñez. Sin saberlo, a ella y a mí, nos evocó y sitúo en otra época y lugar de la vida. En mi caso, visualizaba la casa familiar en Tlaxcala, yo estaba situado en medio del patio azul tornasol con la gran buganvilia al centro y los juegos incansables con mi hermano ante la mirada amorosa de mi madre, padre y abuelos paternos.
Tras observar y recordar –ahora desde la Ciudad de México– mi infancia en Tlaxcala, pensé en lo extraordinario que resulta el recordar instantáneamente a partir de micro incentivos como, en este caso, las plantas y sus pigmentos. Se atrae del pasado lo trascendente, aquellos eventos que rubricaron indeleblemente a la persona.
Se graban los momentos positivos y también los negativos. La memoria solamente tiene el criterio de la relevancia. No obstante, lo esencial es lo que esos recuerdos (ambos tipos) provocan en el presente. Aún los momentos de regocijo y alegrías trasladados al presente, pueden inducir a la melancolía, la tristeza o la pesadumbre de extrañar. Gestionar las emociones creadas por la memoria es –quizás– el reto principal. La inteligencia emocional para recordar, hace la diferencia entre acumular valijas atiborradas de desazones o valijas que atesoran repasos con afecto, ternura y emoción.
Hay un mal endémico de los humanos por sentir que todo pasado es mejor que el presente. Evidentemente es una falacia. Vivimos la realidad de lo posible y el acontecer presente no podría ser diferente. El problema es que la conjugación en presente de los verbos estar, ser o hacer está imbuida en la tendencia del pretérito: estuve, fui e hice. Esto implica que vivimos recordando. De ahí que saber gestionar lo que se recuerda es tan importante para dar el justo valor a cada tiempo.
Después del instante en que, tanto Ximena como yo, nos trasladamos a tiempos y espacios distintos, esbozamos una sonrisa. Así, sin abundar tanto en la reacción, ambos supimos que el recuerdo dado por el púrpura de la buganvilia y el brillo del árbol de caucho, significaban mucho en nuestra memoria respectiva.
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Recordar mucho, recordar poco, pero recordar, es lo que se mueve entre las fronteras de lo deseable y lo insano. Hay un riesgo latente en el acto de recordar, en transitar por la memoria deshebrando los hilos de la vida transcurrida: vivir en el antes y perderse el ahora. Esto que parece consigna o un lugar común, es, más bien, una máxima.
Desde el arte, la discusión sobre los límites temporales del pasado y el presente, así como la actitud y acción individual frente a estos ha sido –con vehemencia y belleza– plasmada. José Emilio Pacheco en el poema brevísimo “Sucesión” escribió:
“Aunque renazca el sol
los días no vuelven” (Pacheco, 1986).
La intención comunicativa –aunque sujeta a interpretación– de Pacheco fue indicar que el tiempo transcurre y no se detiene. Nada vuelve a ser igual, evidentemente desde una posición clásica de Heráclito. Por eso dejar pasar, con el debido recuerdo de lo que es significativo en la memoria es, tajantemente, habitar el presente y transgredir la tendencia de pensar que el olvido es posible. Coherentemente, recordar es natural, pero gestionar lo que recordamos es decisión.
En las historias de vida de las personas, el pasado es variable explicativa de las condiciones del presente. Las vivencias tienen un valor incalculable y en el presente –si el ejercicio de memoria es adecuado– son alicientes, motivaciones y catalizadores de las mejores emociones. Habitar, vivir el presente no significa olvidar, pero sí supone que nuestra memoria y recuerdos son, más que una sujeción al pasado, un catalizador de emociones y acciones en el ahora. La memoria como una valija en la que transportamos los sucesos y pasajes de vida significativos, emotivos y detonantes de transformaciones personales. Así, es deseable movernos con tales valijas. No pesan y más bien fortalecen.
Lo insano de todo esto es cuando no se habita el presente por la añoranza del pasado, sobre todo porque ese tiempo es –fehacientemente– inexistente. No existe la simultaneidad temporal, al menos hasta ahora no ha sido comprobada. Habitar el pasado, conjugar en pretérito es romper la línea progresiva del tiempo, es no avanzar. Lo deseable también es –en cierto sentido– lograr detener los relojes a partir de recordar: trasladarnos metafóricamente a otro espacio y tiempo para emocionarnos, revitalizarnos y volver al hoy.
La pintura “The persistence of memory” de Salvador Dalí, bien puede ilustrar cómo el tiempo se rompe con el ejercicio de la memoria. En el célebre cuadro se observan varios elementos, primero los tres relojes deformados, derritiéndose, y uno más repleto de hormigas; es el ataque al tiempo. Se muestra cómo la memoria derrumba y edifica una noción de tiempo diferente, destrona los límites temporales, es la persistencia de la memoria lo que provoca que elementos (el paísaje en el caso de la pintura de Dalí) permanezcan inmutables a pesar del correr de las manceillas. También es la persistencia de la memoria –cuando los recuerdos son mal gestionados– lo que obnubila, destruye el tiempo y no permite habitar el presente y tampoco el pasado, en tanto inexistente.
Entre lo insano y lo deseable está el recordar. Aunque el entusiasmo me hace decantarme e indicar que –escribo por todos quienes sentimos– es mayor el deseo de recordar, de acumular valijas bastas de memoria y caminar con ellas. Esos recuerdos impregnados del calor de la familia, de amores revulsivos, sueños de grandeza y temores estuvieron, están y estarán. Movernos con valijas nos hace estar, ser y hacer, tal como nos hizo en el pasado.
Clave para resolver las cuestiones del tiempo y de la determinación del tiempo es, en realidad, la facultad específica humana para tener una vista de conjunto y relacionar lo que, en una serie continua de hechos, sucede ‘más tarde o más temprano’, ‘antes o después’. Papel fundamental desempeña la memoria […] me refiero a la facultad de sintetizar, hablo en particular de la capacidad humana de imaginar como presente algo que en realidad no lo está, y relacionado con lo que, en verdad sucede aquí y ahora. (Elías, 1989)
Ahí, mientras me preguntaba el por qué decidí escribir sobre recuerdos, memoria y olvido, me invadió –simultáneamente– la nostalgia y satisfacción. Me trasladé a esos momentos y entonces atesoré mi memoria, esa facultad para “imaginar como presente” el pasado. Esta capacidad para recapitular es digna de regocijo, del disfrute melancólico que provoca –no el desenlace de la huída (Fosse, 2023) como en “Melancolía” de Jon Fosse– el movernos con valijas.
Borges, J. L. (1969). Elogio de la sombra (Vol. 4). Emecé.
Elías, N. (1989). Sobre el tiempo, Fondo de Cultura Económica.
Fosse, J. (2023). Melancolía. Penguin Random House.
Milner, B. (1970). Memory and the medial temporal regions of the brain. Biology of memory, 23, 31-59.
Pacheco, José Emilio (1986). Tarde o temprano. Fondo de Cultura Económica.
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