ISSN : 2992-7099

El salón de Jimmy Gralton: lecciones para construir un partido de bases

Kurt Hackbarth

Kurt Hackbarth

Connecticut, EUA, 1974. narrador, dramaturgo, periodista, actor y traductor. Ha escrito y estrenado las obras de teatro La [medio] diezmada (2011) y El óstrakon (2012), y actualmente está actuando en la obra in situ Espejismo americano, dirigida por Baltazar López. Es autor de los libros Interrumpimos este programa (Editorial Ficticia, 2012) y Sinfonía #1 (Ediciones Matanga, 2019); su nuevo libro, Viaje a Monpratior se publicará a principios de 2022. Escribe de manera regular en la revista Jacobin sobre la política mexicana, además de sus participaciones en otras publicaciones (Animal Político, Global, Revista Común, The Nation, Tierra Adentro). Es cofundador de la agrupación literaria Colectivo Cuenteros.

18 octubre, 2021

Tras la muerte de su hermano en 1932, el activista político Jimmy Gralton regresó de Nueva York a Leitrim, Irlanda, su pueblo natal, para ocuparse de la granja familiar. Una vez ahí, sus amigos intentaron convencerle de que volviera a abrir el salón de baile que había clausurado una década antes.

Como tantos irlandeses, obligados por la pobreza y la falta de oportunidades a emigrar, el espíritu viajero se había apoderado de Gralton. De joven, se enroló en el ejército británico, pero cuando pretendieron mandarlo a la India, desertó, pues no estaba para participar en el sometimiento imperialista del Raj. De ahí, trabajó de minero en Liverpool y luego de fogonero en un buque de carga. Entre lecturas, viajes y sus duras experiencias personales, se volvió un ferviente partidario del socialismo.

De regreso en Leitrim, Gralton mostró renuencia ante la idea de volver a abrir el salón, construido en una franja de propiedad de su papá en el crucero de dos caminos rurales. Ya había tenido que cerrarlo una vez por presiones políticas, ¿para qué meterse nuevamente en eso? Finalmente la insistencia de sus amigos ganó la partida: las puertas volverían a abrirse.

En verdad, el salón de Gralton no era sólo un lugar de baile sino un centro comunitario popular. Se impartían cursos de arte y danza, carpintería, ciencias agrícolas y el idioma irlandés, dando prioridad a los jóvenes que se habían visto obligados a abandonar sus estudios. Había grupos de lectura para estudiar y debatir los grandes textos políticos. De Estados Unidos, Gralton había llevado un gramófono y una variada colección de discos, desde los cantantes clásicos como Enrico Caruso hasta los flamantes maestros de jazz. Ahí sesionaba también el Comité de Acción Directa, que salía al campo para ayudar a los campesinos desalojados a recuperar sus tierras y así combatir la concentración infame de la propiedad en manos de un puñado de aristócratas, legado de siglos de dominio británico.

Como era de esperarse, la iniciativa de Gralton no era bien vista ni por los terratenientes, ni por la iglesia –cuyos sacerdotes denunciaban “la guarida de la iniquidad” desde sus púlpitos– y ni siquiera por el nuevo gobierno del primer ministro Éamon De Valera que, aunque revolucionario en nombre, se mostró más que dispuesto a sacrificar una figura incómoda para consolidar su poder. La noche de la víspera de Navidad, el salón fue incendiado bajo circunstancias misteriosas. Al año siguiente, luego de esconderse de casa en casa durante seis meses, Gralton fue capturado y someramente deportado, sin juicio, sin sentencia y sin poder siquiera despedirse de su madre anciana; hasta la fecha, es el único ciudadano en la historia de la Irlanda independiente en sufrir ese castigo. Con tal de cerrar la puerta con llave, el gobierno de De Valera procedió a aprobar una ley que obligaba a los demás salones de baile a obtener una licencia de un juez antes de poder operar. 

Sin inmutarse, Gralton abrió un nuevo salón en Nueva York, donde además de organizar bailes y cursos, reeditó textos, como los del líder sindicalista y mártir de la independencia James Connelly, para la gran comunidad de la diáspora irlandesa en la ciudad. Murió, siempre en exilio, en 1945. 

En años recientes, el nombre de Gralton, relegado durante largo tiempo al olvido, se ha visto rehabilitado. El motor principal de eso ha sido la película Jimmy’s Hall (El salón de Jimmy) de 2014, dirigida por el afamado director británico Ken Loach, además de sendas canciones escritas por los cantautores Mick Blake y Tim O’Riordan. En 2016, el caso Gralton incluso se tornó asunto de Estado cuando el Presidente de Irlanda, Michael Higgins, ofreció una disculpa oficial por su “errónea e indefensible” deportación y develó un monumento en el que otrora fue el sitio del salón. “Este espacio único proporcionaba un punto focal para la organización comunitaria, la educación y los pasatiempos populares”, declaró el Presidente. “Su pasión por la justicia debió haber sido de gran valor para el joven Estado irlandés en lugar de [representar] algo por lo que llegaría a ser expulsado.” (1)

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El acierto de Gralton –y la razón por la que su humilde salón cimbró los poderes fácticos de su época– fue el de entender que un movimiento político no sólo vive de pan, sino de arte y cultura, descanso y diversión. En primer lugar porque, a diferencia del individualismo desolador de la derecha y su afán de reducirnos al nivel de meros consumidores en un mundo fatalista de mercados amorales, el objetivo de la izquierda tiene que ser el de fomentar el desarrollo de la persona completa –de todos, no sólo de los que tengan la capacidad de pagar–. De hecho, es así que se llega a descubrir una individualidad genuina, basada en la realización de nuestros talentos y capacidades en lugar de una “libertad” mercantil que más bien homogeneiza.  

En segundo lugar, actividades como las que se llevaron a cabo en el salón de Gralton crean un tejido de experiencias, vivencias compartidas y apoyo mutuo que, con el tiempo, se vuelve lo suficientemente fuerte para poder resistir la embestida de ataques constantes que cualquier movimiento de verdadero cambio inevitablemente va a enfrentar. Alguien que cuenta con una comunidad con la que ha estudiado, trabajado y convivido es mucho menos propenso a dejarse engañar por campañas de odio y miedo que dependen del aislamiento y la atomización de la ciudadanía para ser plenamente eficaces. 

Esto es algo que los sindicatos independientes e incluso algunos partidos políticos una vez entendieron bien. Con el auge de la época neoliberal, sin embargo, el concepto de “partido” se transformó en el de un aparato hueco, tecnocrático y mercadológico, dirigido por asesores sobrepagados con títulos ostentosos y carente de visión alguna que no proviniera de encuestas, estrategias de comunicación y focus groups. Sus mensajes, en forma de spots y eslóganes despojados de cualquier amenaza de contenido real, eran vertidos desde arriba a unos militantes que, replicando el padrón de consumidores pasivos, debían repetirlos como robots en los eventos de proselitismo organizados jerárquicamente desde arriba antes de salir obedientemente a votar o, en su defecto, verse regañados por su inexplicable apatía. Sobra decir que en un partido así no había espacio para arte, cultura, diversión, o siquiera una básica formación cívica y política, tales cosas no pertenecían al ámbito del partido sino de las escuelas o, para los que tenían el presupuesto adecuado, el mercado. Cada quien por su lado. 

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Ahora que el partido Morena está inmerso en un debate acerca de su estructura, organización y futuro, se me ocurre una idea quizás ilusa, pero que no por ello debe descartarse de antemano, ¿y si el partido tuviera sus propios salones? Visualizo una red de ellos distribuidos por el país, cada uno con una pista de baile; con una plataforma para conciertos, obras de teatro y otros eventos; con un área destinada a reuniones, asambleas y fiestas; con un acervo de libros y una barra que ofreciera comida y bebidas. Lejos de representar un gasto oneroso, podrían construirse con trabajo voluntario y materiales básicos (el de Gralton se hizo con láminas y unas cuantas vigas de madera). Y si la ley electoral no permite que Morena como partido gaste en una iniciativa así, podrían armarse por medio de asociaciones o clubs de simpatizantes.

Para los militantes, los salones serían lugares para informarse y divertirse, estrechar lazos, formar cuadros para candidaturas y exigir cuentas a los ya elegidos, y participar activamente en temas tanto locales como nacionales. Para los miembros del público, constituirían espacios para ver un espectáculo, tomar un taller, echarse un trago y, sólo si quisieran, acercarse a los asuntos del partido. En tantos pueblos y colonias –y aun en muchas ciudades– escasean oportunidades de socialización más allá de la cantina, el bar o acaso un antro; las condiciones para tener un contacto sostenido con la cultura son incluso más difíciles. Ni hablar del desgarramiento del tejido social provocado por la violencia y la emigración masiva a lo largo y ancho del país.

Para poder ser efectivos, sin embargo, los salones tendrían que ser independientes, autónomos y autogestivos, abiertos a todas las voces, eso sí, pero sin depender económicamente del partido. En pocas palabras, un partido de bases necesita sus propias bases. Si los mandos de Morena quisieran promover la iniciativa, tanto mejor; si no, podría avanzar sin ellos. En efecto, los salones funcionarían como cartuchos de dinamita para explotar el concepto neoliberal de un partido político en pro de algo mucho más vivo, democrático y relevante. ¿Qué tal un Morena en estrecho diálogo con las tendencias artísticas de hoy, como lo estaba Gralton con el jazz de su tiempo? ¿Un Morena en contacto con las raíces indígenas del país, como el salón de Gralton que trabajaba por rescatar el idioma irlandés, en ese entonces en peligro de extinción? ¿Un Morena con la organización necesaria para tomar acciones concretas en lugar de pelear mayormente desde las trincheras de las redes sociales? 

Por anticuada que pudiera parecer la idea de un salón de baile en épocas de redes y realidades virtuales, hasta que seamos reemplazados por androides, seguirá existiendo la necesidad humana de cohabitar y crear comunidad

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En el sitio donde una vez se encontraba el salón de Gralton, ha renacido una vieja tradición: la de hacer un baile y una fogata a mitad del verano. Una vez ampliamente difundidos, estos bailes de crucero –o crossroad dances– fueron sucumbiendo ante el despoblamiento del campo y las presiones de la iglesia; el remate fatal fue proporcionado por la misma ley que requirió licencias para los salones de baile, que de paso los prohibió. El ímpetu comunitario nunca muere. Sólo precisa de un espacio, por sencillo que sea.    

  1. Para consultar el discurso completo del Presidente irlandés Michael Higgins favor de consultar el siguiente link: 

https://president.ie/en/diary/details/president-unveils-a-monument-to-jimmy-gralton/speeches N. del E.

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