ISSN : 2992-7099

Cada quien escoge sus contradicciones, dice don Pablo González Casanova. A lo largo de 100 años, él lo ha hecho. Uno de los más relevantes intelectuales públicos latinoamericanos, autor de decenas de libros influyentes, rector de la más importante universidad del hemisferio, merecedor de varios doctorados honoris causa y múltiples honores académicos, fue en su niñez un pésimo estudiante al que su padre sacó de la escuela por flojo. De buen humor, lo envió a instruirse en un taller de carpintería. Su ineptitud para ese trabajo manual y la hostilidad del hijo del ebanista hicieron que su vida se volviera un desastre lo suficientemente pedagógico como para que, meses después, decidiera reanudar sus estudios escolares.

El incansable luchador por la paz en el mundo, el firme promotor del diálogo y la negociación para solucionar conflictos, el funcionario universitario que renunció en dos ocasiones (1972 y 2000) a puestos relevantes antes de legitimar la entrada de la policía en las instalaciones de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM), aprendió box para defenderse de un buleador escolar que lo hostigaba. De paso, un tío suyo militar le enseñó esgrima y el arte de no enojarse, para no caer y ser atravesado por el florete.

Científico social que ha abierto enormes ventanas para asomarse y comprender la sociedad latinoamericana y los cambios en el mundo, discípulo dilecto de Alfonso Reyes, alumno en París de Fernand Braudel y George Gurtvitch, comenzó su formación profesional, debido a la tragedia que representó la muerte de su padre, estudiando contabilidad en una escuela privada. Tuvo como primer y aburridísimo empleo, el ser ayudante de cajero en el Banco de Londres y México, clasificando papales de colores, verdes, amarillos y rosas, motivo suficiente para regresar a las aulas. Ya encarrilado, González Casanova, cursó la secundaria en dos años, la Preparatoria en uno y al terminar el segundo grado de Derecho, decidió hacerse historiador. En el Colegio de México aprendió a trabajar para pensar, a investigar lo que no sabía, escribir de lo que estuviera seguro y descubrir errores. 

Fue a Francia a seguir su formación como historiador, pero le dedicó la mayor parte de su tiempo a la filosofía y se volvió sociólogo. Su proyecto de tesis cambió de “La Historiografía francesa sobre América Latina” a “Introducción a la Sociología del conocimiento de América a través de la historiografía francesa”. Regresó a México listo para incorporarse a la clase política, pero prefirió ser investigador en el Colegio de México, seguir la ruta académica y construir instituciones educativas. Cuando, en 1954, un golpe de Estado derrocó al presidente Jacobo Árbenz, don Pablo y su entrañable amigo Luis Cardoza y Aragón, fueron a pedirle armas a Lázaro Cárdenas para Guatemala. Cuando el general les preguntó: “Bueno, ¿y ustedes las van a usar?”, se morían de la pena.

Intelectual orgánico de la Universidad, decidió no incorporarse a partido político alguno. Curiosamente, fue propuesto, sin que él aceptara finalmente, como candidato a la Presidencia de la República por fuerzas de la izquierda parlamentaria. Autor de 24 libros, coordinador, editor o director de otros 32, además de innumerables artículos académicos, dedicó tiempo, energía y dedicación a fundar el diario La Jornada. “Me acuerdo en sueños -escribió- de aquella noche en que llegaron varios amigos. Más que mi memoria me despertó su consternación. Acababan de renunciar a un periódico en el que se hacía cada vez más difícil trabajar… Cuando me contaron de su renuncia, recuerdo que les dije con cierta irresponsabilidad: ¿Y por qué no fundamos otro? Era uno de esos desplantes de juventud que a veces provocan efectos reales. Este los tuvo gracias a que en el grupo de fundadores estarían Carlos Payán y Carmen Lira”.

Al caer la noche del 29 de febrero de 1984, más de 5 mil personas se reunieron en un salón del Hotel de México. Otras más hacían fila para entrar. Allí estaban, entre otros muchos, Gabriel García Márquez, Rufino Tamayo, Francisco Toledo y Alberto Gironella, era la presentación en sociedad del proyecto para fundar La Jornada. Pablo González Casanova tomó la palabra. “Porque somos optimistas luchamos. Porque tenemos esperanza en un destino somos críticos”, dijo. Y concluyó en medio de una larga ovación: “Hemos decidido fundar una sociedad nacional, que realice sus tareas en la prensa escrita. La primera tarea será fundar un periódico diario”.

Promotor del amor teórico y práctico por la democracia como poder, pluralismo y equidad, engarzados en el proyecto socialista, don Pablo ha hecho de La Jornada una tribuna privilegiada para intervenir en la arena pública. En lo que parece ser una campaña personal contra la monstruosidad de la mentira, en sus páginas lo mismo ha defendido a Cuba, Venezuela y al zapatismo, que divulgado su visión sobre el México actual y los cambios en el planeta. Echando mano de las enseñanzas de Agustín Yáñez, su profesor de literatura en el bachillerato, con el que aprendió a escribir en distintos estilos, publica para diferentes audiencias: los trabajadores de la Conferencia Sindical Nacional, los maestros y alumnos del Colegio de Ciencias y Humanidades, los integrantes del Congreso Nacional Indígena, los funcionarios universitarios, el archipiélago altermundista. El decano supo por su padre mirar, pensar y querer a los indios de México. Y con esa mirada, ver que, en el drama de los 500 años, los últimos “200 son responsabilidad nuestra, de los “blanquitos” y “mestizos” nacidos en México”. En un acercamiento de iguales a iguales, sus sentimientos intelectuales por los indios se entrelazaron a los que cultivó por sus profesores republicanos españoles, que venían de la tragedia del exilio y “el olor de baúl en sus ropas”. Cada quien escoge sus contradicciones. Él lo hizo. Experto en el arte de vivir varias veces y en rechazar la muerte innecesaria, que aprendió de su compañera Marianne, don Pablo ha sido, a lo largo de su centenario, un incorregible luchador a contracorriente.

2. Luchar y amar

Muchos años han pasado ya desde que, en 1950, al terminar sus estudios de doctorado en la Sorbona de París, Pablo González Casanova (donde obtuvo la mention très honorable) solicitó su ingreso al Partido Comunista Francés. Los comunistas galos le respondieron que, ya que no iba a vivir en ese país, mejor se incorporara al partido de la hoz y el martillo de México. Más allá de la formación y los valores éticos que adquirió en el seno de su familia, su conocimiento del marxismo era anterior a su estancia parisina. “Cuando estaba yo estudiando en la Escuela Bancaria y Comercial –le contó a Claudio Albertani–, recuerdo que una vez pusimos, un amigo tranviario y yo, un letrero que decía: “El comunismo os salvará de las garras asquerosas del capitalismo.”

Sin embargo, sería cursando la carrera de Historia en El Colegio de México, como profundizó su conocimiento de este tema, de la mano de Wenceslao Roces (el traductor de El capital al español) y del cubano Julio Le Riverend, un marxista-leninista que lo acercó a José Martí, una de las influencias en la formación política de don Pablo.

En Francia, González Casanova estudió dialéctica con Jean Hyppolite y conoció la obra de Antonio Gramsci, cuando Vicente Lombardo Toledano le obsequió las obras del autor de Cuadernos de la cárcel en italiano. El teziuteco era tío de Natacha, su primera esposa, y los visitaba en París, camino a Moscú o Roma. Pero su influencia en el escritor de La democracia en México –libro que el Fondo de Cultura Económica se negó a publicar– fue mucho más allá de las relaciones familiares. Lo consideraba un hombre brillante, que le dio al nacionalismo revolucionario mexicano una política exterior universal impulsando las relaciones con la Unión Soviética y el apoyo a los movimientos de liberación en América Latina.

La ascendencia que en él tuvo Lombardo fue notable. Sin embargo, en el 68 abandonó el estilo de pensar lombardista y el populista, cuando sus hijos, encabezados por Pablo, lo adentraron en otra realidad. Participó en varias manifestaciones, incluida una en la que los asistentes se sentaron en el suelo en el Zócalo. Con enorme dificultad, aprendió con ellos, y con su generación, a dar a la democracia un nuevo contenido e impulso.

Sin embargo, su visión del materialismo histórico poco tenía que ver con la de Lombardo o con la de la izquierda ortodoxa de aquellos años. Para él, el quid del pensamiento crítico y del marxismo no está en la economía, la dialéctica o en otra estructura de la sociedad, “la clave –asegura–, desde el Manifiesto el Partido Comunista, es la categoría de relaciones de explotación. No hay que dejarse marear: toda la diferencia con las ciencias y el pensamiento capitalista radica en asumir las relaciones de explotación en el centro de la acción y del pensamiento”. Pese al consejo de sus camaradas franceses, a su regreso a México en 1950, el doctor Casanova no ingresó al Partido Comunista Mexicano (PCM), que en aquellos años vivía una crisis interminable. Por el contrario, entabló con sus dirigentes una larga y difícil relación, que duraría hasta la disolución del partido. Lo descalificaban considerándolo demócrata, no revolucionario. El partido desempeñó un papel importante en la crisis en la UNAM de 1972, que llevó a don Pablo a renunciar a la rectoría (ante la inminencia de la entrada de la policía a la institución), por su negativa a reconocer al sindicato de trabajadores de esa casa de estudios la cláusula de exclusión (figura que permitía pactar en los contratos colectivos la facultad para pedir al patrón la separación del empleo del trabajador expulsado del sindicato al que pertenece).

A principios de la década de 1980, Arnoldo Martínez Verdugo, desde los años 60 el más importante dirigente de los comunistas mexicanos propuso a don Pablo ser su candidato a la Presidencia de la República. Él no aceptó. –Ahora que estamos haciendo lo que tú nos dijiste, nos dices que eso está mal– le reprochó en una ocasión un comunista amigo suyo. Perdóname –le reviró– yo no estaba hablando de que ustedes renunciaran a los proyectos socialistas. Siempre –explica el autor de La Sociología de la explotación, libro que fue prohibido en Argentina– había sostenido la necesidad de combinar el socialismo con la democracia. Incluso, consideré la democracia como la primera lucha, pero no como la única. Pensaba que podíamos comenzar por ella –y tal vez era lo mejor, porque en un país como éste sin democracia era muy difícil– o por los pueblos indios. Pero no podemos olvidar, y no como una muestra de eclecticismo, que para la solución de todos los problemas –sean del socialismo o de la democracia– tiene que eliminarse la explotación, vinculada a la opresión.

A diferencia de su rechazo a ser candidato a la presidencia por la izquierda institucional, el 21 de abril de 2018, González Casanova, con 96 años en ese momento, se convirtió en el comandante Pablo Contreras del CCRI-EZLN. Para ser zapatista –explicó el comandante Tacho– hay que trabajar y él ha trabajado para la vida de nuestros pueblos. No se ha cansado, no se ha vendido, no ha claudicado. Un año antes, durante el encuentro Los muros del capital, el subcomandante Galeano lo presentó como hombre de pensamiento crítico e independiente, al que nunca se le indica qué decir o cómo pensar, pero que siempre está del lado de los pueblos. Por eso, explicó, en algunas comunidades rebeldes es conocido como Pablo Contreras. Al anuncio de su nombramiento en San Cristóbal de las Casas, los integrantes de la comandancia indígena presentes se pusieron de pie, lo saludaron de visera con la mano izquierda y le propinaron un caluroso abrazo, mientras la concurrencia aplaudió de pie durante unos 10 minutos y comenzó a corear un inesperado “¡Goya, goya, cachún, cachún, ra, ra, ra! ¡Goooooooya! ¡Universidad!”.

Cuando, hace cuatro años, en la presentación de uno de sus libros pidieron a don Pablo que compartiera su receta para llegar a los 96 con tal fuerza intelectual, respondió: Luchar y amar. Participen. Nos toca un periodo sin precedente en la historia de la humanidad. Nuestra lucha ya no es sólo por libertad, justicia y democracia, es de hecho por la vida misma. Lo nuevo –explicó hace años el exrector– no es ser moderado, de izquierda o ultra. Lo nuevo es la coherencia. Si algo ha sido don Pablo en la vida es ser un hombre nuevo, es decir, coherente.

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