ISSN : 2992-7099

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Revista Tlatelolco, PUEDJS, UNAM
Vol. 2. Núm. 2, Enero – Junio 2024

 

Democracia, imaginación política y soberanía educativa. Una lectura de las escenas fundantes de la pedagogía latinoamericana 

Democracy, political imagination and educational sovereignty. A reading of the fundamental scenes of Latin American pedagogy

Nicolás Arata

Recibido: 24 de mayo de 2023 | Aceptado: 2 de agosto de 2023

DOI-0

Licenciado en Ciencias de la Educación (UBA, Argentina), Magister en Ciencias Sociales (FLACSO, sede Buenos Aires), Doctor en Educación (UBA, Argentina) y Doctor en Investigaciones Educativas (DIE-CINVESTAV, México). Se desempeña como profesor de la Universidad Pedagógica Nacional y de la Universidad de Buenos Aires. Dirigió el Anuario de Historia de la Educación de la Sociedad Argentina de Historia de la Educación.

Resumen

Una larga historia entrelaza imágenes con pedagogía. ¿Qué usos puede hacerse de este vínculo para movilizar ideas, argumentos o sentar posiciones político-pedagógicas? La pregunta no es nueva. Las imágenes -advierte Inés Dussel (2010)- se utilizaron desde muy temprano para transmitir memorias, registrar acontecimientos o imprimir referencias perdurables, todas ellas tareas educativas que marcaron el vínculo entre los seres humanos y sus sociedades. Combinar estrategias curatoriales con la elaboración de nuevas narrativas en clave pedagógica permite movilizar ideas para construir posiciones argumentadas, iluminando la actualidad de viejos problemas. En este ensayo apelo a una serie de imágenes para reflexionar sobre las posibilidades de leer en clave pedagógica la historia de América Latina, particularmente en torno a la noción de soberanía pedagógica. Utilizaré la categoría de “escena fundante”, elaborada por Adriana Puiggrós (1995) para enhebrar tres tópicos -a partir de imágenes-, en torno a los cuales configurar una posición político-pedagógica enraizada en las tradiciones críticas del continente. Los fundamentos a los que remiten aquellos tópicos pedagógicos son el principio de la originalidad -contra la idea de réplica o imitación-, el principio de igualdad -como fundamento irrecusable de una pedagogía orientada al bien común-, y el principio político del que debe ser portador una pedagogía que aspira a desnaturalizar las desigualdades y formar sujetos comprometidos con la defensa de la democracia y de la educación como derecho.

Palabras clave:

escenas fundantes, Latinoamérica, educación, soberanía

Abstract

A long history intertwines images with pedagogy. What uses can be made of this link to mobilize ideas, arguments or establish political-pedagogical positions? The question is not new. Images – warns Inés Dussel (2010) – were used from very early on to transmit memories, record events or print lasting references, all of them educational tasks that marked the link between human beings and their societies. Combining curatorial strategies with the development of new narratives in a pedagogical key allows ideas to be mobilized to build argued positions, illuminating the relevance of old problems. In this essay I appeal to a series of images to reflect on the possibilities of reading the history of Latin America pedagogically, particularly around the notion of pedagogical sovereignty. I will use the category of “founding scene”, developed by Adriana Puiggrós (1995) to thread three topics -based on images-, around which to configure a political-pedagogical position rooted in the critical traditions of the continent. The foundations to which those pedagogical topics refer are the principle of originality -against the idea of ​​replication or imitation-, the principle of equality -as the irrefutable foundation of a pedagogy oriented to the common good-, and the political principle that it should be bears a pedagogy that aspires to denaturalize inequalities and form subjects committed to the defense of democracy and education as a right.

Keywords:

founding scenes, Latin America, education, sovereignty

Sumario:

1. Introducción

Golpes blandos, fake-news y fraudes electorales; corridas financieras, impeachment, judicialización de la política y golpes militares: nuestras democracias viven bajo permanente estado de asedio. Pero las fuerzas de derecha que promueven estas y otras estrategias para hacerse con el poder institucionalizado no avanzan sobre territorio yermo. Como advierte René Ramírez, estas se enfrentan en un “continuo de disputas” (2020: 20) con proyectos progresistas que resisten el accionar de los representantes del capital concentrado. Frente a los procesos de desciudadanización (Canclini, 2019), los movimientos, frentes y partidos progresistas de la región han ensayado nuevas formas de participación, construcción comunitaria y resistencia ciudadana, con distintos alcances y resultados. Ante este vasto y complejo escenario, me interesa poner la atención en una forma de dominación contemporánea: los procesos de descomposición de las soberanías nacionales (Cabezas, 2013) y, de un modo particular, el que atañe a su dimensión pedagógica.

En el título de este ensayo convergen dos argumentos: el primero es que las democracias necesitan nutrirse de proyectos pedagógicos que fortalezcan los lazos sociales a escala comunitaria, nacional y regional; que sienten las bases de democracias vivas, vitales y participativas, interculturales y diversas. Ello no puede llevarse adelante sin una renovada imaginación política que actualice las tradiciones del pensamiento crítico latinoamericano y caribeño, y sea capaz de situar históricamente los desafíos de la época. El segundo argumento es: para cimentar una posición pedagógica en clave soberana es imprescindible pensar en tradición, articulando legados y activando herencias del vasto ideario pedagógico latinoamericano y caribeño. Prescindir de la potencia revolucionaria que habita en nuestros pasados clausurados y en las voces acalladas implica abdicar de aquello que Walter Benjamin advirtió con lucidez: hay más fuerza revolucionaria en las pesadillas de los ancestros oprimidos que en los sueños de los hijos liberados. Ante el avance deshumanizante del mercado, el despliegue implacable de la gubernamentalidad algorítmica y el agravamiento letal de las desigualdades, pensar qué significa (hoy) la soberanía pedagógica, permitiría reinscribirnos en la estela de las luchas colectivas por la descolonización, desmercantilización y despatriarcalización de las sociedades oprimidas, al tiempo que se gesta un espíritu crítico y creativo indispensable para (re)situar las coordenadas de un movimiento ciudadano, multifacético y popular capaz de hacer frente al avasallamiento del capital. 

¿Qué puede aportar el pensamiento educativo latinoamericano y caribeño? Respondo: no poca cosa, pues todo proyecto de sociedad cifra un proyecto pedagógico. Todo proyecto social se co-construye en una relación específica con los conocimientos sus rituales y sus archivos (identificando saberes socialmente válidos al tiempo que descalifica otros, privilegiando unas formas de conservación del saber sobre otras), con los espacios y sujetos legitimados para su transmisión (definiendo circuitos y formas de circulación del saber, y negando otras) y con las condiciones de posibilidad (materiales y simbólicas) que se deben reunir para acceder y transitar por ellos. 

En la historia del continente se han librado no pocas batallas por garantizar y ampliar el derecho a la educación, tanto como para combatir su mercantilización. La historia pedagógica está poblada de imágenes y escenas que expresan esas luchas: el movimiento pingüino de estudiantes chilenos impugnando el legado autoritario de Pinochet y reclamando el derecho a la educación secundaria; las misiones Robinson impulsadas por Hugo Chávez como estrategia para combatir el analfabetismo estructural -alcanzando su cometido en 2005, cuando la UNESCO declaró a Venezuela territorio libre de analfabetismo (Imen, 2020)-; el movimiento #YoSoy132 surgido del rechazo a la figura de Peña Nieto y las amañadas prácticas políticas del PRI en México; el movimiento pedagógico colombiano, nacido al calor de las resistencias del magisterio a la implementación de pedagogías de corte tecnocrático; las experiencias educativas concebidas desde una lógica participativa y comunitaria impulsadas por el MST en Brasil; los bachilleratos populares y universidades transhumantes en Argentina; y -cómo no mencionarlo- la memoria incandescente de los 43 de Ayotzinapa que, atreviéndose a denunciar la situación de las escuelas normales rurales de México, sufrieron el más aterrador de los finales en manos del narcoestado. 

Existe una larga historia que entrelaza imágenes con pedagogía. ¿Cómo poder identificarlas? ¿Qué usos pueden hacerse de ellas para movilizar ideas, argumentos o sentar posiciones político-pedagógicas? La pregunta no es nueva, las imágenes -advierte Inés Dussel (2010)- fueron usadas desde muy temprano para transmitir memorias, registrar acontecimientos o imprimir referencias perdurables, todas ellas tareas educativas que marcaron el vínculo entre los seres humanos y las sociedades. La combinación de procesos curatoriales y nuevas narrativas en clave pedagógica puede movilizar ideas que permitan construir posiciones argumentadas para iluminar la actualidad de viejos problemas. 

En las siguientes páginas ofrezco una serie de imágenes para reflexionar en torno a las posibilidades de leer en clave pedagógica la historia de América Latina. En ese sentido, apelaré a la noción de escena fundante elaborada por Adriana Puiggrós (1995), para luego ensayar un uso alternativo de la misma y enhebrar -a partir de tres imágenes- sendos tópicos en torno a los cuales se configura una posición político-pedagógica enraizada en las tradiciones críticas del continente.

2. “Si no entendemos el simbolismo de esto, jamás entenderemos este país”

La historia de la educación latinoamericana está poblada por infinidad de imágenes. Volver a ellas, repasarlas, asirlas en su singularidad y enhebrar series entre unas y otras es un potente ejercicio para formular (re)interpretaciones de las coyunturas educativas latinoamericanas. ¿Qué le da el “tono” pedagógico a un retrato, una ilustración o una fotografía? La capacidad de interpelarnos como sujetos sociales, de identificarse con sus protagonistas, con sus acciones, con los lugares y las tareas que desempeñan. En este sentido, no importa tanto que estas escenas remitan a acontecimientos “verdaderos”; importa que sean eficaces en la producción de un sujeto pedagógico y que interpelen a sus audiencias logrando que se autoperciban en los roles y actitudes socialmente asignados o, por el contrario, que los pongan en tela de juicio y en discusión.  

Sitúo una escena en el Brasil del lava jato, una operación político-judicial desplegada contra Lula y Dilma Rousseff para encarcelar y sacar de la contienda electoral al líder del PT e implementar un impeachment contra una presidenta democráticamente electa (la primera en la historia del gigante sudamericano). Rodrigo Vianna captó una imagen del proceso judicial, condensando en esa escena lo que estaba en juego en una de las operaciones de lawfare más vergonzantes de la historia: “en el juicio más importante de la historia de este país -dice Vianna- una señora negra sirve café a tres hombres blancos que juzgan a un migrante nordestino. Si no entendemos el simbolismo de esto, jamás entenderemos este país”. 

Ninguna imagen habla por sí sola, ni su singularidad la exceptúa de ser leída y colocada en una serie más amplia. Una anécdota contada por la presidenta Dilma conecta con la de Vianna y completa lo que busco transmitir. La historia tiene como protagonista a una joven negra que, en el contexto de su graduación como médica de una universidad de Brasil, afirmaba frente a quien quisiera oírla: “quando Senzala chega à universidade, Casa-Grande vira furica”. En el Brasil previo a la llegada de Lula y Dilma, las y los negros prácticamente no accedían a estudiar a las universidades. Aquella joven apelaba a la metáfora acuñada por el escritor brasileño Gilberto Freyre (quien habló de la Casa-Grande y la Senzala para caracterizar la forma de dominio del poder patriarcal y esclavista en Brasil) señalando que, para las clases dominantes de la sociedad brasileña, el lugar de una joven negra puede ser servir café a los blancos, pero jamás aspirar a transformarse en doctora. Cuando esa estructura de poder es desafiada y los Senzala acceden a la educación -o un trabajador llega a la presidencia-, los dueños de la Casa-Grande enfurecen, descargando toda su rabia y su poder contra quienes osaron desafiarles. 

La imagen narrada cifra un enorme valor pedagógico, si y solo si, se asume que el trabajo de las y los educadores es concebido como una intensa labor intelectual crítica y no como una acción técnica y apolítica; como una tarea de mediación cultural centrada en los oficios del lazo, y no como al acto asintomático de traspasar información; como traducción activa de un acervo cultural y no como producto de autómatas que repiten un conocimiento previamente codificado. Uno de los componentes de la soberanía pedagógica descansa en concebir la tarea docente como una profesión militante en la que se ponen en juego complejos procesos ligados a la transmisión cultural y demandan una formación y unas condiciones materiales adecuadas a la centralidad que esa tarea tiene en la construcción de sociedades democráticas. 

Si la igualdad es el horizonte del trabajo académico, educativo y político y es -al mismo tiempo- la pesadilla de los que fruncen el ceño cuando peligran sus privilegios, ¿qué escenas del archivo de la educación latinoamericana podemos movilizar para (re)fundar posiciones político-pedagógicas en clave democrática? En las siguientes páginas seleccioné tres imágenes que remiten a sendas escenas donde sus protagonistas buscan quebrar el orden social vigente e instituir uno nuevo. Previamente, analizo la categoría “escenas fundantes” en tanto contribuye a leer en esas escenas el orden simbólico que está en juego, restituyendo la potencia de las y los derrotados: lecciones que podemos extraer para las luchas que debemos dar. Todavía más: para devolverle al saber producido por la historia -especialmente, por la historia de la educación- su capacidad para desedimentar el potencial transformador acumulado y reinscribirlo en las tramas del presente.

3. Las escenas fundantes: reclamación simbólica, material e institución del mito

La historia de la educación que practicamos supuso un quiebre con los relatos historiográficos de cuño nacional y liberal, centrados en el papel de los estados nacionales, de sus sistemas educativos y de las ideas promovidas por sus “grandes pedagogos”. Aquella ruptura tuvo lugar entre los años ‘80 y ‘90 del siglo XX y requirió al menos dos movimientos articulados: deconstruir los supuestos sobre los que se elaboraron esas narrativas (por ejemplo, que la historia de la educación comenzaba con la emergencia de la escuela moderna) y reconstruir, a partir de un vasto trabajo de archivo, los procesos, historias y protagonistas que habían sido históricamente excluidos del relato. Así, las historiografías críticas de la educación operaron un pasaje que buscó desplazar una narración basada en las “grandes ideas”, las legislaciones y el protagonismo omnipresente del Estado nacional, por una multiplicidad de historias gestadas en los intersticios y desde las periferias de los sistemas educativos, recuperando experiencias que nacieron al calor de las disidencias pedagógicas tanto dentro como fuera del sistema, y de protagonistas que fueron, hasta entonces, negadas, excluidas o invisibilizadas por el relato oficial.

 

La producción intelectual de Adriana Puiggrós cumplió un papel central en operar ese pasaje historiográfico, generando las condiciones teóricas para alumbrar “un nuevo tipo de discursividad, es decir, para la formación de otros discursos educativos” (Carli, 2023: 150). Puiggrós no solo aportó un arsenal de conceptos a la renovación de la caja de herramientas de las y los historiadores de la educación, también contribuyó como pocas a que esos instrumentos permitieran captar la especificidad de los procesos educativos latinoamericanos. Entre sus numerosas contribuciones destacamos la elaboración del concepto de educación popular, nacional y democrática en perspectiva continental en la primera mitad del siglo XX (2016); una tesis dedicada a estudiar la penetración del imperialismo en el campo educativo en América Latina a través de los discursos desarrollistas en la segunda mitad del siglo XX (2015) y un ensayo magistral que conecta y pone en diálogo las figuras de Simón Rodríguez y Paulo Freire a propósito de las insuficientes tareas de integración de las sociedades iberoamericanas (2005).

En este trabajo voy a centrarme en una categoría acuñada por la pedagoga argenmex: la noción de escena fundante, pues por un lado, me interesa dar cuenta del empleo que hace de ella para explicar la configuración inicial del discurso pedagógico moderno en el continente; luego me valdré de esa categoría para identificar escenas fundantes otras que permitan enhebrar los tópicos dispersos de una posición pedagógica democrática radicalizada a partir de las cuales es posible pensar en tradición una noción de soberanía pedagógica en clave latinoamericana. 

La escena fundante es una construcción teórica y un aporte sustancial para interpretar la historia de la educación latinoamericana en una perspectiva de larga duración. La escena fundante describe “una forma particular de dominación” (1996: 98) que Puiggrós identifica con la lectura del Requerimiento, documento redactado en 1514 por el jurista López de Palacios Rubio -consejero de Fernando el Católico- para justificar el proceso de Conquista de América. El documento reclamaba -sustentándose en la voluntad divina que había “guiado” a los conquistadores hasta las “Indias Occidentales”- la anexión de las tierras y de sus habitantes a los dominios de la corona española, bajo la premisa de que, al aceptar, pasarían a integrarse a una civilización superior. 

Las escenas de requerimiento no son un atributo específico de la conquista de América, más bien remiten a un fenómeno global que se extiende hasta el presente (Day, 2006). Por otro lado, el proceso de requerir como propio un territorio no se reduce a un gesto simbólico (leer un documento, como hacían los españoles; apelar a metáforas botánicas, como hicieron los ingleses, o grabar en una inmensa piedra las coordenadas que situaban una ubicación, como hicieron los portugueses). La reclamación de un territorio empezaba, casi siempre, con un acto simbólico (legal o de iure) cuyo objetivo es proclamar la propiedad legal del recién llegado. Más que tener en cuenta la opinión de quienes viven en los territorios “descubiertos”, la lectura tiene valor para los invasores (como si, al leerla, ejecutaran una suerte de “cadena de mando” de la que ellos son su instrumento). 

Patricia Seed (1995) estudió cómo cada pueblo europeo reclamaba la propiedad a su manera. Cuando las noticias del descubrimiento de Colón llegaron a Inglaterra, la corona envió a Giovanni Caboto, quien terminó “descubriendo” Terranova. La escena de requerimiento en este caso consistió en la entrega de una pequeña rama de un arbusto y un puñado de tierra, pues, para los ingleses, la forma de requerir se ligaba mucho más a la retórica de la jardinería, las prácticas vinculadas a la propiedad de la tierra y los rituales de fertilidad agrícola, que a referencias religiosas. Por el contrario, las ceremonias portuguesas se basaban en el conocimiento astronómico y matemático, que permitían fijar con gran precisión la latitud de sus hallazgos. Vasco de Gama levantaba pilares de piedra, conocidos con el nombre de padrão, en el que se tallaba una inscripción pertinente y se la situaba en lo alto de las colinas para que todos las pudieran ver. En ellas figuraba el año del descubrimiento, el nombre del rey y del líder de la expedición y las coordenadas de su ubicación, para que los capitanes pudieran ubicarse en expediciones futuras.

Como sea, no es suficiente con requerir algo como propio para apoderarse de ello. Ese gesto debe ir acompañado de acciones que materializasen esa afirmación. A la reclamación simbólica sucedía la reclamación efectiva: iniciaba con la exploración de los puntos más remotos del territorio, continuaba bautizando los accidentes geográficos y proseguía poblando los territorios invadidos, edificando fuertes para proteger sus fronteras (las primeras ciudades del continente fueron, en efecto, fortificaciones militares). El tercer momento cerraba el círculo del requerimiento a partir de la construcción de una narrativa que justificaba la conquista basada en el mayor desarrollo civilizatorio que había llegado a poblar estas tierras. Uno de los dispositivos básicos para esta reclamación moral fue -precisamente- contar historias y escribir relatos que recordasen a las futuras generaciones la llegada al nuevo mundo. El Gran Treek analizado por Mario Rufer (2010) es un claro ejemplo de cómo se construyó la identidad afrikáner en el continente africano.

Una representación del primer momento del requerimiento (reclamación simbólica) puede encontrarse en la obra de Jan Van der Straet, titulada “América”. En efecto, el retrato nos devuelve la figura de Américo Vespucio sosteniendo un báculo coronado en cruz junto a un astrolabio. La imagen representa al explorador erguido, interpelando a una mujer que encarna al continente y que -sobresaltada y tras dormir una larga siesta- toma súbita consciencia de su descubrimiento. Mientras Vespucio aparece retratado con vestido y empuñando los símbolos de la fe y la ciencia, América es dibujada semidesnuda, desprovista de todo rasgo cultural. El cuadro se completa con la imagen de una carabela (denotando la superioridad técnica del conquistador), la presencia de animales exóticos en estado salvaje (ausencia de domesticación y control de la naturaleza) y escenas que remiten a prácticas “bárbaras” (la antropofagia) a ser erradicas.

Imagen 1: América, grabado de Jan Van der Straet

Puiggrós identifica en esta escena una pieza de archivo que había permanecido oculta a la mirada de los historiadores de la educación. Leída en clave pedagógica, la imagen tiene un efecto instituyente: establece una relación a partir de un vínculo asimétrico donde el conquistador -dotado de una supuesta superioridad cultural- se atribuye el papel del educador frente al “otro” americano, interpelado como un ser inferior, desprovisto de cultura y, por ende, susceptible de ser educado. El acto sintetiza un momento de enorme condensación simbólica, constituyendo el “útero de la desigualdad que caracterizó los vínculos pedagógicos colonial y moderno latinoamericanos” (Puiggrós, 1996: 98). La potencia de esa imagen radicó en su capacidad para naturalizar y perpetuar un tipo de vínculo pedagógico al que Paulo Freire llamó “educación bancaria” (1992). En suma, la escena fundante de la pedagogía latinoamericana no solo remite a un hecho singular e historizable; también codifica un sujeto pedagógico (entendiendo por ello un tipo particular de vínculo educativo) que se ha reproducido naturalizando una relación de carácter necesariamente asimétrica.

Al regresar la mirada sobre la escena fundante, Puiggrós inicia un proceso de deconstrucción que pone en discusión, en primer lugar, el “orden del archivo” sobre el cual se subtiende el relato historiográfico clásico que busca mantener el discurso “en la más pura positividad” (Puiggrós, Ibid.: 94). Esto es, que aspira a construir una única versión de la Historia “sin espacio para lo que no fue, ni para lo que podría haber sido, ni para lo improbable” (Ibid.: 95). Por el contrario, Puiggrós llama a dejar de concebir la historia como una acumulación de datos para abordarla como una trama cruzada por las luchas sociales en las que es indispensable descubrir la especificidad de las articulaciones y las reglas de formación de lo pedagógico. 

En efecto, el potencial de las escenas fundantes puede ser utilizado tanto como un elemento para la deconstrucción de las formas naturalizadas de dominación, como para construir procesos de resistencia. La imaginación pedagógica -que afloró en acontecimientos concretos de la historia educativa, como la Reforma del 18-, es una herramienta potente para reconocer e hilvanar escenas fundantes otras que conecten tópicos del pensamiento pedagógico nuestroamericano. Se trata de leer en clave pedagógica escenas del pasado que tienen un potencial de proyección sobre el presente, en clave democratizante. 

A continuación, se analizan escenas centrales de nuestra historia que condensan elementos de un legado del pensamiento educativo democratizador cifrado en tres escenas fundantes de una pedagogía nuestramericana y caribeña. Los fundamentos a los que remiten estos tópicos centrales del pensamiento pedagógico son el principio de la originalidad -contra la idea de réplica o imitación-, el principio constitutivo de igualdad -como fundamento irrecusable de una pedagogía orientada al bien común-, y el principio político del que debe ser portador una pedagogía que aspira a desnaturalizar las desigualdades y formar personas comprometidas con la defensa y ampliación de nuestras democracias. 

4. El principio de la originalidad: “Inventamos o erramos”

Si toda tradición tiene su primer día, la que inauguró Simón Rodríguez nació comprometida con desentrañar el modo de nombrar lo propio americano. Su obra pedagógica fue un despliegue incesante de ingenio, tozudez y creatividad; sus ideas fueron materia dispuesta a encarar los desafíos educativos que enfrentaban sociedades tironeadas entre dos proyectos históricos antagónicos: el anclado a las prácticas religiosas y culturales del viejo orden colonial y el que se abría -por la vía de transformaciones más radicales- al horizonte promisorio de forjar sociedades más justas e igualitarias.

Imagen 2: El juramento en el Monte Sacro, de Simón Bolívar y Simón Rodríguez (15 de agosto de 1805)

Hay una escena de enorme condensación sobre los caminos que recorrerá la emancipación de América y tiene como protagonistas a Simón Bolívar y a Simón Rodríguez. Corre 1805 para los dos viajeros que, tras dejar atrás la Caracas natal, se habían lanzado a recorrer Europa. Allí son testigos de la coronación de Napoleón. El ascenso del Emperador ponía en evidencia que la Revolución Francesa había enseñado cómo tomar el poder sin haber educado ciudadanos, había efectuado cambios en el calendario y esculpido dioses abstractos, pero no había logrado lo más importante: transformar la mentalidad de los franceses, que seguía aferrada a la tradición monárquica. ¿Cómo fundar repúblicas que pusieran a resguardo y de manera perdurable formas democráticas de gobierno? En el Monte Sacro, ubicado en Roma y con las ruinas del Imperio Romano de fondo, Bolívar y quien fuera su maestro juramentan defender la causa de la emancipación americana. Podría decirse que Simón Bolívar descenderá de aquella colina para dar cumplimiento a su juramento a través de la lucha armada. Simón Rodríguez lo hará muchos años después, transitando un camino mucho más sinuoso, afectado por innumerables marchas y contramarchas: el pedagógico.

Uno de los centros de gravitación del pensamiento rodrigueano girará en torno a la cuestión de la originalidad. El maestro de Bolívar fundó su ideario en abierta discusión con las ideas y prácticas educativas coloniales, pero también con los proyectos educativos independentistas que se alimentaban de tradiciones pedagógicas europeas. Rechazaba de plano la enseñanza ritualizada de la escuela de primeras letras colonial del mismo modo en que cuestionaba el sistema de enseñanza lancasteriano gestado en los suburbios de Londres por Joseph Lancaster e introducido en el continente, entre otros, por el propio Bolívar. De su oposición al legado europeo y de un compromiso sin atenuantes con la construcción de sociedades americanas fundadas en el reconocimiento de su dolorosa historia y de su potente porvenir, nació la más original de las pedagogías concebidas en nuestro continente.

Las obras de Simón Rodríguez no componen tanto un tratado pedagógico integral como un plan de acción. En las peculiaridades de América –su geografía, sus sociedades, su historia- Simón Rodríguez entreveía un territorio singular donde difícilmente se podrían aplicar los modelos educativos europeos. En lugar de reproducir modelos, -sostenía- había que inventarlos. Los tiempos revolucionarios ofrecían un terreno inmejorable para llevar aquel plan adelante: “La humanidad pide el ensayo; las luces del siglo lo facilitan” decía a quien quisiera escucharlo. Ello no implicaba, por cierto, rechazar de plano las ideas y experiencias europeas. Rodríguez no quería fundar el edificio de cero, negando las tradiciones culturales universales que tanto admiró. Más bien, trataba de configurar una nueva jerarquía cultural en la que los valores americanos ocuparan un lugar destacado entre los fundamentos de la enseñanza. Apeló a una nueva jerarquía cultural en la que los valores americanos ocupaban un lugar destacado entre los fundamentos de la enseñanza. Para él, era más importante entender el idioma del indio y acceder así a su vasto y complejo repertorio cultural, que asimilar el latín del conquistador a través de las lecturas de Ovidio, posicionándose frente al saber culto europeo sin el objetivo de rechazarlo sino procurando advertir la importancia de “sentir bien la diferencia que hay entre adoptar y adaptar, para no desechar lo que pueda ser útil y para no errar en las aplicaciones.” (Rodríguez, 1990: 239). 

Cuando Bolívar desciende del Monte Sacro con la convicción de libertar América, Rodríguez ya había condensado en una afirmación el modo en que llevaría a cabo la suya: “Inventamos o erramos”. El pedagogo andariego sembró experiencias en distintas regiones de la gran Colombia, pasando por Ecuador, Bolivia y Perú, hasta llegar a Chile, dejando un complejo y disperso legado pedagógico reunido en una de las obras más importantes que ha dado nuestro continente: Sociedades americanas. En las páginas de aquel libro vibrante trasunta una preocupación que articula la cuestión del gobierno y de la soberanía. Decía Rodríguez: 

Mi gran proyecto por entonces consistía en poner en práctica un plan bastante meditado que estriba en colonizar la América con sus propios habitantes, para evitar lo que temo acontezca un día; es decir, que la invasión repentina de inmigrantes europeos más inteligentes que nuestro pueblo actual, venga a avasallarlo de nuevo y a tiranizarlo de un modo más cruel que el del antiguo sistema español (Rodríguez, 1990: 322). 

Aquel plan, largamente meditado, depositaba su fuerza en un vigoroso proceso de inclusión de los sectores históricamente excluidos de las aulas de las escuelas de primeras letras. Para Simón Rodríguez era indispensable incluir a los sujetos históricamente excluidos que el modelo colonial había dejado de lado -negros, mulatos, zambos, indígenas- a través de la articulación entre educación y trabajo. Preocupado por sentar las bases de un modelo pedagógico que respondiera a las aspiraciones de las recientemente creadas repúblicas, Rodríguez afirmaba preguntando: “¿Dónde iremos a buscar modelos? La América española es original. Originales han de ser sus instituciones y su gobierno. Y originales, los medios de fundar uno y otro.” (Rodríguez, 1990: 88).

5. El principio de la igualdad: “a partir de ahora, todos somos negros”

Hay que descender desde lo alto del Monte Sacro hasta las planicies de Santo Domingo para tomar contacto con la siguiente escena fundante: la revolución de independencia más antigua del continente. En la colonia francesa más próspera del Caribe, alrededor de medio millón de esclavos producían un porcentaje muy significativo del azúcar y el café consumidos en Europa y en las Américas. No en vano a la actual Haití se la denominaba la “perla de las Antillas”. 

En 1791, luego de la gran asamblea de esclavos de Morne-Rouge -que culminó con una ceremonia vodú realizada en el Bois Caiman- estalló la primera revolución independentista de América Latina. Aquel vibrante movimiento revolucionario culminó con la creación de una república popular independiente en 1804: Haití. ¿Por qué atribuirle a aquel proceso el carácter de escena fundante? ¿y dónde se engarza aquello con la emergencia de un nuevo sujeto pedagógico? Respondo: porque la revolución haitiana fue el punto de partida de una acción colectiva emancipatoria que, a diferencia de las gestas independentistas de 1810, estuvo liderada por esclavos (mientras las otras fueron encabezadas por criollos); porque, a diferencia de las numerosas luchas libradas por movimientos de esclavos a lo largo y ancho del mundo Atlántico -antes y con posterioridad a 1804-, la revolución haitiana fue la única que logró erradicar la esclavitud por completo; pero sobre todo, porque la revolución haitiana expuso de manera descarnada la naturaleza colonial del discurso moderno, una “modernidad” mucho más compleja, conflictiva y contradictoria que la expresada desde el relato eurocéntrico. Una modernidad “compuesta por los efectos (socioeconómicos, culturales y aún “filosóficos”) desiguales y combinados de la expansión del sistema-mundo a los confines extra-europeos” (Grüner, 2010: 319).

Imagen 3: La revolución de Haití (1804) Original grabado en madera (xilografía) dibujado por A. Raffet, grabado por Hébert (1839).

Siguiendo el argumento de Grüner, autor de un libro magistral sobre el tema, lo que la revolución haitiana puso en escena fue una denuncia hacia una época que dijo consagrarse a los principios de la libertad individual, igualdad y fraternidad... pero cuya base económica para su reproducción fue la institución de la esclavitud más degradante. La invención de la raza y el racismo es, en efecto, producto del discurso moderno, al cual se echa mano como mecanismo de legitimación de una violencia útil. Una deficiente reflexión sobre la categoría raza en América Latina y el Caribe expresa una ceguera sintomática que se constata -entre muchos otros registros- en los enormes vacíos que la historiografía educativa tiene respecto al tema.

Rita Segato afirma que al continente le cuesta hablar del color de la piel y de los trazos físicos de sus mayorías, a pesar de que este constituya -paradójicamente- el rasgo generalizado de sus poblaciones y, en algunas situaciones, de nosotras y nosotros mismos, en tanto “los habitantes de estos paisajes somos todos no-blancos cuando viajamos al norte imperial” (2015: 216). Al menos dos efectos se derivan de ello. Primero: la ausencia de una reflexión sostenida sobre el tema ha contribuido a suprimir memorias y cancelar genealogías originarias. Segundo: la oscuridad -que se adensa más en algunos paisajes- es portadora de un significado político: el de la raza como principio capaz de desestabilizar la estructura profunda de la colonialidad (Ibid.: 217). Nombrar la raza, concluye Segato, es una estrategia de lucha esencial en el camino de la descolonización. 

De lo que se trata es de combatir una noción de raza como mecanismo clasificatorio (el Code Noir con el que los franceses identificaban y clasificaban entre más de 126 tonalidades, las aptitudes de los esclavos negros, como si cada tono se “correspondiera” con determinadas cualidades humanas) para dar lugar a la condición de pueblos despojados y ahora en reemergencia. Precisamente por eso, la revolución haitiana ocupa un lugar central, porque -a diferencia de otras revoluciones- en esta lo importante es el valor del color negro como nudo metafórico que, como aduce Grüner, sirve para cuestionar críticamente las pretensiones de falsa universalidad de aquella modernidad pretendidamente totalizadora que gestó la Revolución Francesa. 

Todo lo expuesto contribuye a desembocar en la escena fundante que condensa este acontecimiento singular, cristalizado en la sanción del artículo 14 de la carta magna haitiana de 1805, donde se dejó establecido que: “A partir de la promulgación de esta Constitución, todos los ciudadanos haitianos, sea cual fuere su color de piel, serán denominados negros”. Este artículo, sostiene Grüner, puede interpretarse como una reacción a la pretendidamente universal Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano. El artículo 12 agrega que “ninguna persona blanca, de cualquier nacionalidad, pondrá pie en este territorio con el título de amo o propietario ni, en el futuro, podrá adquirir propiedad aquí”, con la mera excepción de las mujeres blancas que hayan sido naturalizadas por el gobierno, o sus hijos, así como tampoco “para los alemanes y los polacos”, como un reconocimiento de la Revolución haitiana con aquellos reclutas del ejército napoleónico que terminaron simpatizando con esa revolución y peleando codo a codo a su lado.

 

6. El principio de la política: “El catecismo de los pueblos libres”

El último itinerario de este recorrido conduce al Río de la Plata, donde tiene lugar un acontecimiento editorial singular que pone de manifiesto las expectativas que se abrían de cara a la formación de un país independiente: la edición en español -para su uso en las escuelas de la patria- del Contrato Social de Rousseau. 

El instigador del proyecto fue Mariano Moreno, principal referente del pensamiento ilustrado de tintes revolucionarios en el Río de la Plata. Moreno leyó a Rousseau mientras realizaba sus estudios en la Universidad de Charcas, en Chuquisaca. Allí, bajo la dirección de Victorián Villava, accedió a la lectura del autor del Contrato Social así como a la de otros representantes de las ideas ilustradas. Aquellos textos seminales fueron consultados por el joven estudiante en un trasfondo social marcado por grandes crisis y conflictos armados: los debates en torno a la eliminación de la mita, que habían alimentado las grandes rebeliones de Tupac Amaru y Tupac Katari en la región del Virreinato del Alto Perú; la que agitó las invasiones inglesas al Virreinato del Río de la Plata en 1806, y la que se desató a escala continental con la caída de Fernando VII en 1808. 

La historia se acelera a partir de 1810. La noticia de la abdicación de Fernando VII encendió la chispa de la revolución. Los protagonistas de esta historia no fueron -como cierta historiografía liberal suele presentar- un grupo acotado de criollos de apellidos ilustres. Un amplio grupo social heterogéneo apeló al principio de retroversión de la soberanía para conformar la Junta de Gobierno Patria hasta tanto durara la ausencia del Rey. Para entonces, Moreno ya había decidido intervenir en aquella coyuntura y dejar sentado una nueva y radical configuración del lazo social. 

Desde su rol de secretario de la Primera Junta, exaltó la educación como vía privilegiada para la transformación de la sociedad. Lo hizo a través de un doble exhorto: procurando extender los beneficios de la educación hacia sectores de la sociedad históricamente excluidos y sustituyendo un modelo educativo basado en la obediencia al Rey por otro que profesaba el amor a la patria. En este contexto, pensar lo educativo no fue una tarea menor. Entre las funciones asignadas a la educación proyectadas por Moreno, se destacaba la intención de construir un nuevo sujeto pedagógico: el ciudadano activo en reemplazo del vasallo fiel. 

El proyecto político-pedagógico en Mariano Moreno se apuntaló en una formación capaz de nutrir, reflexionar y producir conocimiento fundado en el uso de la razón y en el marco de una libertad relativa mucho más amplia que aquella de la que se disponía en tiempos de la Corona. Este proyecto solo sería posible si se producía una transformación de los medios de acceso al conocimiento, entre los que la lectura de una selección de autores y escritos políticos, la posibilidad de contar con el acceso a bibliotecas y el ejercicio de la libertad de prensa cumplirían un papel destacado. Vale recordar el carácter sucesivo de los tres proyectos culturales impulsados por Moreno y distinguir en esa secuencia las prioridades y los puntos de contacto de las iniciativas por él concebidas. El 7 de junio de 1810 comenzó a editarse -con una periodicidad semanal- la Gaceta de Buenos Aires; el 13 de septiembre se creó la Biblioteca Pública de Buenos Aires, mientras que las primeras noticias de la impresión del Contrato Social datan de noviembre de 1810.

Imagen 4: Portado del Contrato Social impresa en el Río de la Plata (1810)

En el marco del tembladeral que sucedieron a los meses posteriores a la Revolución de mayo, la edición del Contrato Social podría estar indicando el valor estratégico que tenía para el joven ilustrado la circulación de las ideas de Rousseau entre sus contemporáneos. Subrayemos: Moreno no editó el Contrato Social para que fuese destinado a los anaqueles de la recientemente creada biblioteca municipal o para la lectura de sus compañeros de Junta, si no para que sirviera -como se destaca en la portada del impreso que circuló en la ciudad de Buenos Aires y en la campaña bonaerense- para la instrucción de los jóvenes americanos. El prólogo puede ser leído como un llamado urgente a fundar una nueva sociedad a partir de una nueva concepción del lazo social. Una escena fundante que deposita toda la fe en el papel del libro como instrumento para la circulación del conocimiento, en la razón como vía para la emancipación política y en las nuevas generaciones como aquellas capaces de llevar adelante esa tarea. 

Moreno mandó imprimir 200 ejemplares. La portada del Contrato Social traducido por el Secretario de la Primera Junta presentó tres aspectos llamativos, que lo distinguen del original: en primer lugar, se refería a Rousseau como “el ciudadano de Ginebra”, sugiriendo que aquél libro debía ser leído por sujetos que reportaban un status social equivalente. En segundo lugar, la impresión del ejemplar estaba especialmente dedicada a los “jóvenes americanos”, a quienes buscaba sumar a la causa emancipatoria. Finalmente, se indicaba que la impresión se había realizado en la Casa de los niños expósitos, dejando en evidencia que la imprenta originalmente concebida por el Virrey Vértiz como instrumento de gobierno y evangelización, se colocaba ahora al servicio de los ideales revolucionarios.

7. Descomponer el reloj: el anacronismo como resistencia

Las empresas acometidas por Simón Rodríguez, Mariano Moreno o miles de haitianos no deben ser leídas como acontecimientos que se engarzan a un relato hegemónico sobre la historia de la modernidad, como si la historia de la conquista fuese un tiempo homogéneo y vacío que fagocitó las historicidades paralelas y autónomas de las sociedades colonizadas y explotadas a partir del surgimiento del capitalismo. Una forma de lectura que solemos practicar con estas escenas (o con sus actores) es considerarlos -erróneamente- adelantados a su tiempo. Al hacerlo, los sacamos de la historia, o peor, los ubicamos en una temporalidad lineal que es la medida del atraso-adelanto /éxito-fracaso. Se debe apelar a otras formas de pensar históricamente que contribuyan a densificar nuestra imaginación pedagógica más que a ordenar hechos y datos. En su ensayo ¿Qué es lo contemporáneo?, Giorgio Agamben (2008) reparaba en la paradoja que define a los mejores testigos de una época: inmersos en su realidad, le descubren un error, una fisura; adquieren distancia para entender lo actual “en una desconexión y en un desfase”. Las escenas fundantes pueden ser esas líneas de fuga hacia otras experiencias de lo social, lo que Freire denominó “inéditos viables”. 

En estas páginas reflexionamos sobre la institución de la pedagogía moderna en el Continente. ¿De qué modernidad hablamos? ¿Sobre qué contrato pedagógico se fundó? Lo que expresan las tres escenas fundantes es que no hubo uno sino múltiples acontecimientos que buscaron fundar vínculos pedagógicos otros en el continente. Se trata de temporalidades que convergen, que están enredadas y enraizadas; que no establecen períodos nítidos sino asuntos y problemas recurrentes. Para enfrentar el avasallamiento de las democracias hay que discutir -en primer lugar- una cierta noción de temporalidad en la que nos inscribe el neoliberalismo. Apelar a estas escenas fundantes implica, en alguna medida, descomponer el reloj, desnormalizar el relato, reiniciar nuestra lectura de la historia. 

Un último ejemplo. El Ejército Zapatista de Liberación Nacional se levantó en armas el 1 de enero de 1994, cuando el Tratado de Libre Comercio con Estados Unidos y Canadá entraba en vigor. Dice Juan Villoro “El país se acostó con un sueño de primer mundo, pero los zapatistas pusieron un despertador que mezcló los tiempos: nuestro auténtico presente quedaba en el pasado. Diez millones de indígenas vivían en condiciones cercanas al neolítico” (2013: 193). Aquí está la clave: en aprender a descomponer el reloj si queremos descolonizar nuestras historias del yugo de las anteojeras metropolitanas. 

  En este ensayo quise explorar el peso que tienen las imágenes para potenciar la imaginación pedagógica, su capacidad para movilizar ideas y pensar en tradición los problemas y desafíos educativos del presente. Se trata de un gesto a contrapelo de los discursos neoliberales que subrayan el fin de la historia y pregonan un sujeto que no es reclamado por ninguna herencia. Apelar a imágenes que condensan sentidos otros de la experiencia colectiva, otras formas de pensar y concebir la soberanía. Todos ellos, puntos de partida y de apoyo necesarios para alimentar y organizar las luchas del presente y del porvenir.

Referencias

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