ISSN : 2992-7099

Comunicación y Catástrofe: Conectividad, Clima y Coronavirus

Graham Murdock

Graham Murdock

Profesor Emérito de Cultura y Economía – Universidad de Loughborough.

28 febrero, 2022

No es exagerado decir que hemos llegado a un punto de inflexión decisivo en nuestras relaciones con las muchas otras especies que comparten este planeta con nosotros, con los recursos naturales y los entornos de los que dependemos mutuamente. En una publicación dedicada al análisis económico el 24 de julio del 2021, el editor principal de The Economist, con un lenguaje más dramático de lo habitual, registró los fenómenos meteorológicos extremos publicados la semana en todo el mundo bajo el título “No hay lugar seguro”.

El suelo debajo de la ciudad alemana de Erftstadt está destrozado como papel de seda por las aguas de la inundación; Lytton, en la Columbia Británica, desaparece del mapa solo un día después de establecer un récord de temperatura extremo; los autos flotan como peces muertos por las calles y canales de la ciudad china de Zhengzhou. Todo el mundo se siente en riesgo, al menos la mayor parte de él… (The Economist, 2021:9)

Nos enfrentamos a una dura elección. Podemos continuar como estamos, avanzando hacia un futuro moldeado por los impactos cada vez más destructivos de nuestra explotación del mundo natural y dominado por múltiples riesgos anticipados e imprevistos para la vida. O podemos reconocer la necesidad de un cambio radical y aceptar la responsabilidad de crear un futuro que sea social y ambientalmente sostenible.

Durante el último año, a las amenazas inmediatas y tangibles del cambio climático que anteriormente aparecían como un proceso de lento desarrollo, en su mayoría visibles en fotografías de hielo derritiéndose a lo lejos (en el Ártico), se unió la virulenta pandemia de Covid-19 que continúa infectando y matando a personas en todo el mundo. Ambas emergencias están íntimamente ligadas a la forma en que actualmente organizamos nuestros sistemas de comunicación. En el espacio disponible aquí, quiero esbozar estas conexiones y sugerir cómo nosotros, como académicos y profesionales de la comunicación, podemos contribuir a la lucha por un futuro sostenible.

Capitalismo digital: redes y mercados

El último informe del Panel Intergubernamental sobre el Cambio Climático (IPCC) de las Naciones Unidas, el reporte más autorizado que tenemos basado en la evidencia científica disponible, concluyó que solo nos queda poco más de una década para revertir la aceleración de la emergencia climática. Después de ese punto, si no actuamos con decisión, enfrentaremos temperaturas en constante aumento y la gran posibilidad de reacciones en cadena destructivas a medida que los cambios en los sistemas que gobiernan el clima global, las corrientes oceánicas y las temperaturas terrestres interactúen de manera impredecible.

Esta emergencia se remonta al comienzo del período industrial, y particularmente al punto en que las sociedades capitalistas en el hemisferio norte cambiaron de fuentes de energía renovables a la energía compactada en los depósitos de carbón, luego en gas y petróleo. Estos combustibles fósiles impulsaron la nueva maquinaria de fabricación y transporte. Los motores, inicialmente impulsados por vapor y luego por gasolina y diésel, reemplazaron a los molinos de viento, las ruedas hidráulicas, los caballos de arado y los carruajes tirados por caballos de la era preindustrial. Este cambio fundamental aumentó significativamente la productividad económica y el consumo, medidas que llegaron a ser vistas como los marcadores definitorios del “progreso”. Pero liberar la energía almacenada en los depósitos de carbono también generó emisiones acumuladas de dióxido de carbono, CO2, que permaneció en la atmósfera durante décadas. Estas emisiones arrojaron un manto expansivo sobre la superficie de la tierra que impidió que el calor se escapara hacia la atmósfera y provocó un aumento constante de las temperaturas de la tierra y los océanos.

La investigación revela que las temperaturas promedio de la tierra, que habían sido más o menos estables desde la segunda edad de hielo, aumentaron gradualmente desde alrededor del año 1750, cuando surgió el capitalismo industrial. Sin embargo, estudios recientes muestran una aceleración dramática desde 1980. Este aumento está siendo impulsado por una reorganización fundamental de la actividad económica.

La década de 1980 vio un cambio importante en la organización económica a medida que los países de todo el mundo se alejaron de la propiedad pública, la gestión, las regulaciones estatales y reorganizaron sus economías en torno a los mercados, la competencia y la generación de ganancias. Este cambio estructural hacia la mercantilización se basó ideológicamente en el resurgimiento del énfasis liberal en la primacía de los derechos personales. Esta nueva variante del liberalismo, el neoliberalismo, privilegió los derechos de los empresarios a entrar en todas las esferas de actividad y el derecho de los individuos a buscar su propia expresión y una mejor calidad de vida, principalmente a través de sus elecciones de consumo. Este movimiento se produjo por diferentes motivos, y en mayor o menor medida, de acuerdo a las distintas zonas económicas.

La crisis estructural que cobró impulso desde mediados de la década de 1970 en el corazón del capitalismo industrial en Occidente, abrió el camino a argumentos que culpaban del problema a una gestión y regulación estatal excesivamente extensa y a la elección de gobiernos, encabezados por Gran Bretaña y Estados Unidos, así como a la intención de abrir mercados protegidos (liberalización), vender activos públicos (privatización), relajar las regulaciones sobre la actividad empresarial y debilitar el poder del trabajo organizado. Estas características definitorias de la mercantilización se exportaron a las economías emergentes coincidiendo con un impulso concertado para desarrollar una base industrial ampliada alimentada, principalmente por energía del carbón que emite altos niveles de CO2. En algunos países, se impuso la “reestructuración” en torno a mercados abiertos como condición para obtener préstamos de las instituciones financieras occidentales. La transformación de la economía de Corea del Sur a raíz de la crisis financiera asiática es un ejemplo importante. En otros países, sobre todo en la India, el cambio hacia la mercantilización fue impulsado por el agotamiento del compromiso ideológico con la autosuficiencia económica, que había dominado el período de construcción nacional de la posguerra. En Rusia y en los países del antiguo bloque del Este, el vacío creado por el colapso del sistema soviético abrió el camino a los bucaneros y, a menudo, a los empresarios corruptos. Y en China, las reformas introducidas después de la muerte de Mao crearon nuevos espacios para la empresa, la competencia y las ganancias.

Situar este proceso de mercantilización en el centro del análisis es un primer paso esencial para desarrollar una descripción completa del papel de los medios digitales en la aceleración de la emergencia climática y la creación de las condiciones para las pandemias. Desafortunadamente, los debates sobre la digitalización han adoptado con demasiada frecuencia versiones de “determinismo tecnológico”. Comienzan con la llegada de una innovación, el teléfono inteligente, la realidad virtual, la inteligencia artificial, detallan sus capacidades tecnológicas y siguen rastreando sus impactos sociales.

“…la era de la digitalización es también la era de la mercantilización”

Una vez que aceptamos que la era de la digitalización es también la era de la mercantilización, que los dos procesos surgieron al mismo tiempo y están inextricablemente unidos, nos vemos impulsados a hacernos preguntas sobre la distribución del poder y la responsabilidad. ¿Quién controla qué innovaciones digitales se desarrollarán y cómo se diseñarán, fabricarán y comercializarán? ¿Quién decide qué posibles aplicaciones se promoverán y cuáles se suprimirán? ¿Quién diseña los modelos de negocio que permiten que los medios digitales generen beneficios? ¿Y quién paga los impactos sociales y ambientales negativos de estas diversas decisiones?

En las economías capitalistas, el control sobre los usos cotidianos más populares de internet ahora está concentrado en manos de cinco empresas, todas con sede en Estados Unidos: Facebook, Google, Microsoft, Apple y Amazon. Su control sin precedentes sobre la organización de la comunicación pública es el resultado directo de la mercantilización. Se les ha permitido apropiarse de innovaciones tecnológicas fundamentales desarrolladas por iniciativas de investigación pública y pagadas con los impuestos generales sin devolver casi nada en impuestos, moviendo sus mega ganancias a cuentas en el extranjero protegidas del escrutinio. Habiendo presionado con éxito para ser clasificados como operadores (como el sistema telefónico) en lugar de editores, Facebook, YouTube y Google han evitado los controles regulatorios y editoriales impuestos a los medios tradicionales. Como resultado, han fallado constantemente en evitar que las mentiras, las teorías de conspiración y el contenido socialmente dañino publicado en sus sitios alcancen una amplia circulación. También han eludido los límites de volumen y formas de publicidad impuestos a la prensa y la radiodifusión, creando un paisaje mediático saturado de promoción de productos.

“Los datos digitales de las personas tienen muchos usos públicos potenciales, pero por el momento son propiedad intelectual exclusiva y protegida legalmente de las empresas.”

Los ingresos de Facebook y Google provienen principalmente de la venta de espacios publicitarios. Debido a que ofrecen la oportunidad de dirigir las apelaciones con mayor precisión, los anunciantes se han alejado cada vez más de los medios comerciales establecidos, lo que ha provocado recortes y cierres, particularmente en el sector de la prensa. La focalización se basa en un modelo comercial novedoso que brinda a los usuarios acceso gratuito a plataformas digitales a cambio de derechos de monopolio sobre toda la información personal que generan a través de sus interacciones en línea. Esta pretensión de monopolio es otro ejemplo de privatización. Los datos digitales de las personas tienen muchos usos públicos potenciales, por ejemplo, en la organización de la atención de la salud, pero por el momento son propiedad intelectual exclusiva y protegida legalmente de las empresas de la plataforma. Los algoritmos que emplean para clasificar y dirigirse a las personas para los recursos promocionales también tienen privilegios comerciales y están cerrados al escrutinio público, lo que hace imposible cuestionar la suposición social que los sustenta.

Los privilegios económicos otorgados por la celebración de la mercantilización de la ambición empresarial y la hostilidad hacia la regulación pública, han posicionado a las grandes empresas digitales entre las corporaciones líderes en la economía global y a sus propietarios entre las personas más ricas del planeta. Su única competencia global efectiva proviene de las grandes empresas digitales chinas, desarrolladas detrás de un muro protector y diseñadas para replicar las funciones principales con Baidu ofreciendo búsqueda; Alibaba brindando compras electrónicas; y Tencent igualando y superando la variedad de opciones de redes sociales de Facebook.

Dos características definitorias de la forma en que operan las principales empresas digitales son fundamentales para comprender por qué las últimas décadas han visto empeorar la crisis climática, ambiental y las sucesivas pandemias de coronavirus: la huella de carbono generada por la fabricación, el uso y la eliminación de dispositivos digitales producto de la saturación y promoción que llena las pantallas de los usuarios.

Dispositivos Destructivos: Cálculo de Huellas de Carbono

Los estudios de comunicación han tendido a centrarse casi exclusivamente en las industrias, el contenido y las audiencias de los medios. Pero hay una cuarta dimensión crucial que se ha pasado por alto en su mayoría: su base material. Los dispositivos de comunicación que usamos, las redes de cables, satélites y estaciones repetidoras que nos conectan a ellos están hechos de metales y otros materiales que consumen energía en su producción y uso, y generan desechos cuando se descontinúan y desechan. La forma en que actualmente se organizan estas etapas en sus ciclos de vida está generando volúmenes crecientes de CO2.

“Hemos pasado de la experiencia colectiva de cientos de personas viendo una pantalla de cine, a individuos que poseen múltiples dispositivos móviles.”

Debido a que los medios digitales están personalizados, la cantidad de dispositivos de comunicación en circulación ha aumentado constantemente. Hemos pasado de la experiencia colectiva de cientos de personas viendo una pantalla de cine, a una familia agrupada alrededor de un solo televisor, a individuos que poseen múltiples máquinas: computadoras portátiles, tabletas, consolas de juegos y teléfonos inteligentes. Cada uno de estos dispositivos involucra industrias mineras y de extracción para obtener los metales y materiales necesarios para construirlos, fábricas dedicadas a ensamblarlos, portacontenedores ecológicamente destructivos que los transportan a los puntos de venta y, al final de su vida activa, enormes pilas de basura electrónica. Según los propios cálculos de Apple, el 77% de la huella de carbono de sus dispositivos es generada por los procesos de minería y fabricación involucrados en su producción, antes de que lleguen a sus usuarios finales (Compara y Recicla, 2020). En consecuencia, a la hora de calcular su impacto en el clima debemos tener en cuenta las huellas de carbono que deja cada eslabón de esta cadena.

Además de multiplicar la cantidad de dispositivos de comunicación, la digitalización ha aumentado enormemente el volumen y la diversidad de la información que se transmite a través de las redes digitales. Hasta hace poco, los datos generados por las empresas o la actividad rutinaria de Internet se almacenaban en discos duros propiedad del usuario y controlados por ellos. Ahora se lleva a cabo cada vez más en instalaciones de computación en la nube, vastas fábricas, como complejos propiedad de las principales corporaciones digitales. El funcionamiento de estas instalaciones de almacenamiento requiere cantidades sustanciales de energía y agua para la refrigeración. La transmisión de datos hacia y desde los usuarios finales impone demandas adicionales y cada vez mayores sobre los suministros de energía y el aumento de las emisiones de CO2. 

Los cambios en el consumo personal de música proporcionan un ejemplo ilustrativo. Las emisiones por la fabricación y uso de los sucesivos formatos proporcionados por discos de vinilo, casetes y discos compactos se mantuvieron más o menos constantes, variando entre 140 y 157 millones de kilogramos. Para 2016, se estimó que los servicios de transmisión generaron más del doble de esa cifra, hasta 350 millones de kilogramos (Ver Devine 2019). El video consume mucha más energía y se está expandiendo rápidamente con el rápido crecimiento de los servicios de transmisión de películas y televisión, deportes electrónicos y juegos en línea. Según una estimación, para 2030 el video representará el 89% de todo el tráfico de datos. Otra estimación, nuevamente para 2030, predice que las tecnologías de la comunicación en su conjunto representarán el 51% de la demanda mundial de electricidad y el 23% del total de gases de efecto invernadero (ver: Andrac y Thomas, 2015). Esto puede ser una subestimación, ya que la demanda adicional será impuesta por la adopción de vehículos autónomos, la expansión de Internet de las cosas y las máquinas inteligentes, la creciente automatización de la producción y distribución, y la aplicación de tecnologías digitales a la gestión de la vida urbana con el despliegue de ciudades inteligentes.

“…debemos comprender cómo la digitalización está contribuyendo a la profundización de la crisis climática.”

La creciente huella de carbono de los dispositivos digitales que usamos y en los que confiamos es un hilo central que debemos seguir para comprender cómo la digitalización está contribuyendo a la profundización de la crisis climática. Sin embargo, un análisis completo también debe explorar cómo estos dispositivos han llegado a desempeñar un papel fundamental en el cultivo de la cultura general del híper consumo, que impone demandas insostenibles sobre los recursos naturales y crea las condiciones para catástrofes ecológicas y pandemias periódicas, de las cuales la Covid-19 es el último ejemplo.

Consumo: comidas rápidas y bosques que desaparecen

La crisis económica estructural de la década de 1970 en las sociedades capitalistas avanzadas fue en parte una crisis de subconsumo. El sistema de producción en masa, el consumo que había impulsado el crecimiento económico desde el final de la Segunda Guerra Mundial se había topado con una pared, la gente había comprado electrodomésticos, refrigeradores, lavadoras y televisores de “precio elevado”, que hacían la vida más cómoda, un número cada vez mayor había adquirido un coche. Todos estos eran artículos importantes de gasto y se esperaba que la gente los usara durante muchos años. Si estos se averiaban, había comerciantes locales que reemplazaban o reparaban las piezas dañadas. Enfrentar la crisis requería un nuevo régimen de consumo. Había que persuadir a la gente para que consumiera más, con más frecuencia y para que reemplazara los artículos con regularidad.

La expansión e intensificación del consumo también fue fundamental para las estrategias de crecimiento de China en la transición posterior a Mao, de una economía administrada por el Estado a una economía orientada al mercado. Los ingresos reales crecientes de la nueva clase media alimentaron una nueva cultura de consumo respaldada por los servicios de televisión, financiados con publicidad y la construcción de centros comerciales en todos los pueblos y ciudades.

“Como usuarios, se nos anima a no estar nunca satisfechos con la versión que tenemos, ya que la próxima será mucho mejor. El resultado es una cultura de consumo basada en la eliminación acelerada.”

Tanto en China como en Occidente, el rápido auge de los medios digitales, cada vez más organizados en torno a los teléfonos inteligentes, ha desempeñado dos papeles fundamentales en la generalización y el refuerzo del sistema de consumo. En primer lugar, las prácticas de desarrollo y mercadeo de los teléfonos inteligentes han estado a la vanguardia para cultivar la expectativa de que las versiones anteriores, de los dispositivos móviles en que confiamos ya no brindan todos los beneficios que podríamos desear y que necesitamos con urgencia adquirir el último modelo. El iPhone de Apple es un ejemplo paradigmático de esta lógica en la práctica. Anualmente, cada nueva versión ha prometido adiciones y modificaciones: cámaras mejoradas, seguridad de huellas dactilares, un nuevo diseño para la carcasa, velocidades más rápidas. Como usuarios, se nos anima a no estar nunca satisfechos con la versión que tenemos, ya que la próxima será mucho mejor. El resultado es una cultura de consumo basada en la eliminación acelerada.

En segundo lugar, este híper consumismo se generaliza insistentemente por la ubicuidad de la promoción de productos en los medios digitales. Tradicionalmente, la publicidad en los canales de televisión terrestre en Occidente ha estado claramente separada de la programación, confinada a espacios específicos y sujeta a fuertes regulaciones sobre las cantidades y formas de promoción permitidas. La publicidad dirigida a los niños ha atraído restricciones adicionales. Los límites impuestos a los anuncios publicitarios han impulsado un uso cada vez mayor de recursos integrados para asegurar espacio adicional para mensajes promocionales. Los acuerdos de patrocinio permiten a las corporaciones adjuntar sus nombres a programas populares y el uso cada vez mayor de la colocación de productos, inserta productos de marca en el campo visual y el guión del programa. La promoción integrada asume que los lazos emocionales que los espectadores tienen con personajes y celebridades admirados; además está el deseo de emular sus estilos de vida se transferirán a los productos que se ven usando y disfrutando.

“En 2020, nueve de los diez influencers mejor pagados en la plataforma YouTube de Google eran jóvenes o niños.”

Debido a que las redes sociales se han expandido con poca o ninguna regulación efectiva de la publicidad que transmiten, han podido llevar más lejos este impulso de persuasión integrada, han creado formas novedosas que han llegado a desempeñar un papel central en la promoción de la cultura del consumo rápido en todas las áreas de vida cotidiana. Las corporaciones han capitalizado cada vez más la popularidad de los videojuegos para publicar juegos gratuitos en Internet con sus logotipos y marcas. Estos videojuegos están especialmente dirigidos a los niños. En los últimos años también se ha visto un crecimiento explosivo de “influencers” son personas no profesionales pagadas por empresas para publicar patrocinios en tableros de mensajes o en videos cortos. Una vez más, estos llamamientos están dirigidos especialmente a niños y jóvenes con la esperanza de que se identifiquen más fácilmente con los presentadores que se parecen y actúan como ellos mismos y sean bienvenidos como amigos virtuales. En 2020, nueve de los diez influencers mejor pagados en la plataforma YouTube de Google eran jóvenes o niños. La primera posición la ocupó Ryan Kaji, un niño de nueve años que vive en Texas y que ganó 29,5 millones de dólares con su sitio promocionando juguetes y su propia ropa de marca. Otros influyentes destacados demostraron videojuegos y cosméticos (Berg y Brown 2020).

Los jóvenes “influencers” y los “advergames” (juegos publicitarios o videojuegos creados para publicitar una empresa o marca) también están muy involucrados en la promoción de comidas rápidas como hamburguesas, nuggets de pollo y pizzas preparadas. A menudo etiquetadas como comida “chatarra” debido a su bajo valor nutricional, ilustran perfectamente cómo han llegado de forma atractiva, repetitiva y adictiva fomentando la cultura desechable y llegando a colonizar la vida cotidiana. Estos alimentos están diseñados para no ser completamente satisfactorios, para dejar a los consumidores siempre con ganas de más. Los medios digitales juegan un papel clave en el refuerzo de estos atractivos utilizando a los niños para promocionarlos. McDonalds aparece en más del noventa por ciento de las publicaciones (Airuwaily et. al., 2020). Las comidas rápidas también aparecen de manera destacada en los “advergames” con una investigación de E.U.A. que registra un millón de niños jugando en el transcurso de un mes con ganancias medibles en su consumo de comidas chatarra y refrigerios (Orcián, 2012).

Los alimentos representan entre el diez y el treinta por ciento de la huella de carbono total de los hogares estadounidenses. Es más alto en los hogares más pobres que dependen de la comida chatarra. Sin embargo, la mayoría de las emisiones de alimentos son generadas por la organización de los procesos de producción (68%) y el transporte (5%) que entregan los productos a los puntos de venta (Centro de Sistemas Sostenibles, 2020). La comida chatarra se basa en dos productos básicos, la carne y el aceite de palma.

El aumento de los ingresos reales para un número cada vez mayor de hogares en las economías emergentes ha convertido la carne de una adición ocasional a las dietas en una contribución básica. Si las tendencias actuales continúan, la investigación realizada bajo los auspicios de las Naciones Unidas estima que es probable que el consumo medio global se expanda en un 76% para mediados de siglo (Godfrey, 2018). Las tres carnes principales, res, cerdo y pollo, tienen huellas de carbono considerablemente más altas que las verduras o los granos. La carne de res, el ingrediente esencial de las hamburguesas genera la mayor cantidad de emisiones con 6,61 libras de CO2 por porción frente a 0,16 del arroz y 0,07 de las zanahorias (Centro de Sistemas Sostenibles, 2020). El aceite de palma, el aceite vegetal más utilizado en el mundo es un ingrediente esencial en la fabricación de una variedad de comidas rápidas, su atractivo es su versatilidad. Aporta a los productos fritos su textura crujiente, es un conservador natural que garantiza que el pan, los pasteles y las comidas preparadas tengan una vida útil más prolongada, y es un ingrediente principal en chocolates y cremas para untar.

Satisfacer la creciente demanda de aceite de palma y carne de res, ha requerido la destrucción masiva de bosques y la conversión de la tierra despejada en pastizales y plantaciones. Entre 1978 y 2018, el sudeste asiático, el principal centro de producción de aceite de palma, perdió el treinta por ciento de su cubierta forestal (Afelt, Frutos and Deveaux, 2018: 2) La mayor extensión de selva tropical del mundo, en la cuenca del Amazonas, ha visto acelerado el desmonte de tierras para explotación maderera, minería y más extensivamente para ganadería. En el año entre agosto de 2019 y julio, la tasa de deforestación aumentó casi un diez por ciento (9,5%) (BBC, 2020). Una auditoría global reciente calculó que en 2019 se perdió un área del tamaño de un campo de fútbol de selva tropical primaria cada seis años en algún lugar del mundo (Weisse y Goldman, 2020). Esta es una catástrofe ecológica y climática. Los bosques actúan como “sumideros de carbono” reduciendo el calentamiento al absorber CO2. Los despejes los convierten en emisores netos de CO2. También conducen a pérdidas masivas en la biodiversidad que llevan a la extinción a múltiples especies de insectos y plantas que mantienen el equilibrio del ecosistema terrestre. Además, la tierra convertida para la ganadería aumenta significativamente las emisiones de gas metano de las descargas naturales del ganado, lo que genera un potencial de calentamiento global ochenta y seis veces mayor que los combustibles fósiles (Jackson et. al., 2020).

“La deforestación también es una de las principales causas que contribuyen a las enfermedades pandémicas.”

La deforestación también es una de las principales causas que contribuyen a las enfermedades pandémicas. Las especies animales que anteriormente estaban confinadas al interior del bosque autorregulado son empujadas hacia los bordes y en contacto más cercano con los humanos. Hay más murciélagos que cualquier otra especie y son muy hábiles para adaptarse a nuevos hábitats. Rápidamente colonizan los graneros y dependencias construidas para dar servicio a los nuevos ranchos ganaderos y encuentran abundante comida en los nuevos asentamientos humanos. Los murciélagos también pueden transportar una mayor variedad de patógenos que cualquier otra especie sin dañarse a sí mismos. Las tres pandemias recientes causadas por coronavirus, SARS, MERS y Covid-19, fueron portadas inicialmente por murciélagos y transmitidas a los humanos a través de huéspedes animales intermediarios. Los murciélagos se reúnen en grandes grupos y sus excrementos proporcionan nutrientes para una variedad de otras especies creando rutas adicionales para la transmisión de enfermedades. Como señala un informe reciente, dado que hay 1,7 millones de virus no descubiertos en la vida silvestre en los puntos críticos de enfermedades emergentes, las futuras pandemias son inevitables si los patrones de uso de la tierra, agricultura y producción de alimentos permanecen sin cambios (Daszak, 2020). Los interiores brillantemente iluminados de los puntos de venta de Mcdonald’s y KFC son los últimos eslabones de una cadena que conecta las comidas rápidas y su omnipresente promoción en las plataformas digitales con la rápida desaparición de los bosques del mundo, la intensificación de la crisis climática y los brotes cada vez más frecuentes de enfermedades pandémicas fatales.

Condiciones de sostenibilidad

Al pensar en las condiciones para la sostenibilidad, encontré en la imagen de la rosquilla, propuesta por la economista política radical Kate Raworth (2017), un punto de partida útil. La dona o rosquilla tradicional es un círculo de masa azucarada. Para mantener su forma, tanto el borde exterior como el borde interior, que rodea el orificio central, deben mantenerse intactos y no separarse. Raworth sugiere que pensemos en nuestro espacio habitable en el planeta con forma de dona. El borde exterior está definido por los diversos límites ambientales que debemos mantener dentro. El borde interior comprende las condiciones económicas y sociales que permiten a todos disfrutar de una vida digna y con oportunidades y evitar que caigan en los agujeros creados por la pobreza, la discriminación y las faltas de respeto.

“La lucha por un futuro sostenible es una lucha por la justicia social y el respeto, así como por la estabilidad ecológica y un planeta habitable.”

La lucha por un futuro sostenible es una lucha por la justicia social y el respeto entre comunidades, así como por la estabilidad ecológica y un planeta habitable. Los dos están unidos, la mercantilización ha redistribuido los ingresos y la riqueza hacia arriba, a los ya privilegiados, creando una brecha cada vez mayor en las oportunidades de vida de ricos y pobres, dejando a los que se encuentran en la parte inferior de la escala social más vulnerables a las presiones económicas y con menos recursos para hacer frente a la crisis ambiental. Al idear respuestas a la crisis actual, debemos abordar urgentemente las condiciones laborales a menudo explotadoras y dañinas involucradas en las cadenas de producción digital. Tenemos que recordar a los niños que excavan en busca de cobalto en peligrosas minas a cielo abierto en el Congo, o buscan materiales reutilizables en los grandes vertederos de desechos electrónicos, y no debemos olvidar a las mujeres jóvenes que trabajan en plantas de ensamblaje por salarios que apenas alcanzan para vivir, ni a los marineros en buques de transporte con pocos o ningún sistema de seguridad.

Sin embargo, asegurar la sostenibilidad, tal como la he definido aquí, implica cambios importantes no solo en los modos contemporáneos de organización económica, sino también en las ideologías que empleamos para justificarlos. Necesitamos dejar de pensar en el “progreso” como una carrera por el crecimiento económico sostenido por niveles cada vez mayores de consumo y redefinirlo como un compromiso para asegurar las condiciones que aseguren que todos disfruten de una calidad de vida digna. Esta reorientación requiere un cambio fundamental en nuestra relación actual con la palabra natural. Necesitamos dejar de ver los recursos naturales como un regalo que debe poseerse y explotarse comercialmente al máximo y verlos, en cambio, como un sistema esencial de soporte vital que debe preservarse y reponerse. Este espíritu de custodia y cuidado del medio ambiente natural siempre ha surgido de las cosmologías de los pueblos indígenas y no es casualidad que a menudo hayan estado en la primera línea de las luchas recientes contra las apropiaciones corporativas de tierras y recursos (Murdock, 2017).

La creciente centralidad de los medios digitales, coloca a los académicos e investigadores de la comunicación en el centro del debate e impone una responsabilidad particular para contribuir a la lucha por la sostenibilidad. Una agenda integral para la acción nos llevaría mucho más allá del espacio disponible aquí, pero a modo de conclusión, permítanme sugerir algunos posibles puntos de partida.

En primer lugar, quienes trabajamos en instituciones públicas tenemos la responsabilidad particular de tomar la iniciativa para demostrar que cambiar la base material de las prácticas cotidianas de los medios es posible y practicable. Necesitamos avanzar lo más rápido posible hacia un futuro sin carbono basado en fuentes renovables de energía e infraestructuras y dispositivos de comunicación que sean neutrales en carbono en su producción, sean reparables y reciclables en uso.

En segundo lugar, como investigadores, escritores y profesionales de los medios, debemos desempeñar un papel activo en la configuración del debate público proporcionando un análisis autorizado de los costos sociales y ecológicos de las tecnologías digitales que usamos todos los días y explicando claramente los crecientes riesgos de no tomar medidas radicales para hacer frente a la crisis climática y medioambiental. Sin embargo, las continuas advertencias de una situación que empeora pueden provocar fácilmente sentimientos de impotencia y resignación. Deben ser contrarrestados por relatos de intervenciones exitosas que hayan marcado una diferencia evidente en la vida cotidiana y el bienestar en comunidades particulares.

La comunicación pública también debe proporcionar espacios renovados para la participación popular en las discusiones sobre las opciones disponibles para abordar la crisis climática y las pandemias y sus consecuencias para la vida cotidiana. Las redes sociales de base comercial refuerzan las divisiones ideológicas y hacen circular teorías de conspiración. La reciente reactivación de los jurados ciudadanos y los foros deliberativos demuestran la viabilidad y el valor de formas alternativas de organizar el debate colectivo sobre prioridades y políticas en busca de un terreno común.

El caso que he esbozado aquí a menudo se tergiversa como retrospectivo y hostil a las tecnologías digitales. Esto da la vuelta al argumento. Necesitamos separar los usos potenciales de estas tecnologías de las formas en que se organizan y controlan actualmente. Como argumenté al principio, en el Occidente capitalista, la innovación digital ha sido comandada por un puñado de corporaciones que se han aprovechado de las nuevas arenas de generación de ganancias abiertas por la mercantilización. Debemos oponernos a esta anexión empresarial y redefinir los sistemas digitales como recursos públicos que se desplegarán al servicio de la sostenibilidad social y ambiental.

La experiencia nos enseña que la reintroducción de la regulación de interés público de la actividad empresarial, si bien es absolutamente necesaria para frenar los abusos actuales, no será suficiente en sí misma. El cabildeo político concertado asegurará lagunas y exenciones. Necesitamos proporcionar alternativas sólidas al redefinir las infraestructuras de comunicación clave como servicios públicos, no como activos comerciales, y reinventar el ideal de los medios de servicio público, sin publicidad de ninguna forma y gratuitos para todos por igual en el punto de uso. El financiamiento provendría de las ganancias excesivas que las plataformas digitales obtienen de su control monopólico y la venta de datos personales de los usuarios.

Como he argumentado en otro lugar, si el régimen actual de la comunicación digital se basa en la anexión y comercialización corporativa, la alternativa clara es una común digital que combina las economías políticas de los bienes públicos y las relaciones de donación que sustentan las iniciativas de colaboración voluntaria (Murdock, 2013). Cómo se puede organizar este espacio comunicativo, hacerlo socialmente equitativo y ambientalmente sostenible, y diseñar medidas prácticas para instalarlo en el corazón de la vida colectiva es el mayor desafío y la mayor oportunidad que tenemos por delante. Es una intervención necesaria no sólo en la organización estructural de las comunicaciones sino también en la base imaginativa de las relaciones sociales.

Los medios comerciales se acercan a las audiencias y usuarios como consumidores. Continuamente nos alientan a ver las elecciones de mercado individuales como los espacios primarios de satisfacción personal y expresión social, reforzando poderosamente una cultura ambientalmente destructiva de híper consumo y desechable. En contraste, los bienes comunes digitales se dirigen a los participantes como miembros de comunidades sociales y morales cuya calidad de vida personal está ligada a la calidad de la vida pública que ellos, junto con todos los demás, son responsables de mantener y contribuir. Las emergencias climáticas y del Coronavirus han demostrado con brutal claridad, nuestras responsabilidades por el bienestar colectivo de los demás. No hay lugares seguros, ni escotillas de escape, pero los impactos más severos se sienten más agudamente entre los más pobres y con menos recursos. Las mejoras tangibles en la calidad de sus vidas y sus oportunidades de vida, son la prueba definitiva del progreso hacia un futuro sostenible basado en la justicia social y el cuidado del mundo natural.

REFERENCIAS

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Berg, Madeline y Brown Abram (2020) ‘Las estrellas de YouTube mejor pagadas de 2020, Forbes, 18 de diciembre https://www.forbes.com/sites/maddieberg/2020/12/18/the-highest-paid-youtube -estrellas-de-2020/?sh=e43a63e6e508

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TRADUCCIÓN: Danae Isis Morales García 

TEXTO ORIGINAL

Communication and Catastrophe:

Connectivity, Climate and Coronavirus

It is no exaggeration to say that we have arrived at a decisive turning point in our relations with the multiple other species that share this planet with us and with the natural resources and environments on which we, and they, depend. In language more dramatic than usual in a publication devoted to sober economic analysis, the lead editorial in The Economist for July 24th 2021, recorded the week´s extreme weather events around the world under the heading ‘No safe place’.

“The ground under the German town of Erfstadt is torn apart like tissue paper by flood waters; Lytton in British Columbia is burned from the map just a day after setting a freakishly temperature record; cars float like dead fish through the streets and canals in the Chinese city of Zhengzhou. All the world feels at risk, and most of its” (The Economist, 2021:9)  

We are faced with a stark choice. We can continue as we are and move into a future shaped by the increasingly destructive impacts of our exploitation of the natural world and dominated by multiple anticipated and unanticipated risks to life. Or we can recognize the need for radical change and accept the responsibility to create a future that is socially and environmentally sustainable.

Over the last year, the immediate and tangible threats from climate change, which previously appeared as a slowly unfolding process, mostly visible from photographs of melting ice, far away in the Arctic, have been joined by the virulent Covid 19 pandemic which is continuing to infect and kill people across the globe. Both these emergencies are intimately bound up with the way we currently organize our communication systems. In the space available here I want to outline these connections and suggest how we, as communication scholars and practitioners, can contribute to the struggle for a sustainable future.

Digital Capitalism: Networks and Markets 

The last report from the United Nations Intergovernmental Panel on Climate Change (IPCC), the most authoritative summary we have of the available scientific evidence, concluded that we only have just over a decade left to tackle the accelerating climate emergency. After that point, if we do not act decisively we will be faced with steadily rising temperatures and the strong possibility of destructive chain reactions as shifts in the systems governing global weather, ocean currents, and land temperatures interact in unpredictable ways.

This emergency dates back to the beginning of the industrial period, and particularly to the point when the capitalist societies in the Northern Hemisphere, switched from renewable sources of energy to reliance on the compacted energy locked up in the carbon deposits in coal and later gas and oil. These fossil fuels drove the new machinery of manufacture and transportation. Engines, initially powered by steam and later by petrol and diesel replaced the windmills, water wheels, plough horses and horse drawn carriages of the preindustrial age. This fundamental shift significantly increased economic productivity and consumption, measures that came to be seen as the defining markers of ‘progress’. But releasing the energy stored in carbon deposits also generated cumulative emissions of carbon dioxide, CO2, that stayed in the atmosphere for decades. These emissions threw an expanding blanket over the earth’s surface preventing heat from escaping back into the atmosphere and causing land and ocean temperatures to steadily rise.

Established research reveals average earth temperatures, which had been more or less stable since the second ice age, rising incrementally from around 1750 when industrial capitalism first emerged. Recent studies however show a dramatic acceleration since 1980. This rise is being propelled by a fundamental reorganization of economic activity. 

The 1980’s saw a major shift in economic organization as countries around the world moved away from public ownership and state management and regulation and reorganized their economies around markets, competition and profit generation. This structural shift to marketisation, was underpinned ideologically by the revival of the liberal emphasis on the primacy of personal rights. This new variant of liberalism, neoliberalism, privileged the rights of entrepreneurs to enter every sphere of activity and the right of individuals to search for self-expression and improved quality of life. primarily through their consumer choices. This movement occurred for different reasons and to varying extents in different economic zones. 

The structural crisis that gathered momentum from the mid-1970 In the heartlands of industrial capitalism in the West opened the way for arguments that blamed the problem on overly extensive state management and regulation and for the election of governments, led by Britain and the United States, intent on opening protected markets (liberalization), selling public assets (privatization), relaxing regulations on corporate activity, and weakening the power of organized labor. These defining features of marketisation were exported to newly emerging economies coinciding with a concerted push to develop an expanded industrial base mainly powered by energy from coal emitting high levels of CO2. In some countries, ‘restructuring’ around open markets was imposed as a condition of being granted loans by western financial institutions. The transformation of the South Korean economy in the wake of the Asian financial crisis is a major instance. In other countries, most notably India, the shift to marketisation was propelled by exhaustion with the ideological commitment to economic self-sufficiency that had dominated the post war period of nation building. In Russia and across the former Eastern bloc countries the vacuum created by the collapse of the Soviet system opened the way for buccaneering and often corrupt entrepreneurs. And in China the reforms introduced after the death of Mao created new spaces for enterprise, competition, and profit.

Placing this process of marketisation at the center of analysis is an essential first step in developing a comprehensive account of the role of digital media in accelerating the climate emergency and creating the conditions for pandemics. Unfortunately, debates on digitalization have all too often embraced versions of technological determinism. They start with the arrival of an innovation, the smart phone, virtual reality, artificial intelligence, itemize its technological capacities and go on to trace its social impacts.

Once we accept that the age of digitalization is also the era of marketisation, that the two processes emerged at the same time and are inextricably tied together, we are prompted to ask questions about the distribution of power and responsibility.  Who controls which digital innovations will be developed and how they will be designed, manufactured and marketed? Who decides which possible applications will be promoted and which will be suppressed? Who devises the business models that enable digital media to generate profits? And who pays for the negative social and environmental impacts of these various decisions?  

In capitalist economies control over the most popular everyday uses of the internet is now concentrated in the hands of five companies, all based in the United States: Facebook, Google, Microsoft, Apple and Amazon. Their unprecedented control over the organization of public communication is the direct result of marketisation. They have been allowed to appropriate foundational technological innovations developed by public research initiatives and paid for out of general taxation while returning almost nothing in taxation, moving their mega profits to offshore accounts shielded from scrutiny. Having successfully lobbied to be classified as carriers (like the telephone system) rather than publishers, Facebook and Google’s YouTube have avoided the regulatory and editorial controls imposed on traditional media. As a result, they have consistently failed to prevent lies, conspiracy theories and socially harmful content posted on their sites from achieving wide circulation. They have also evaded the limits on the volume and forms of advertising imposed on the press and broadcasting, creating an mediascape saturated with produce promotion.

The revenues of Facebook and Google come primarily from selling advertising space. Because they offer the chance to direct appeals more precisely advertisers have increasingly migrated away from established commercial media leading to cutbacks and closures, particularly in the press sector. Targeting relies on a novel business model that gives users free access to digital platforms in return for monopoly rights to all the personal information they generate through their on-line interactions. This claim to monopoly is another instance of privatization. Digital data on individuals has many potential public uses, in organizing health care for example, but at the moment it is the exclusive and legally protected intellectual property of the platform companies. The algorithms they employ to classify and target individuals for promotional appeals are also commercially privileged and closed to public scrutiny making it impossible to challenge the social assumption that underpin them.

The economic privileges bestowed by marketisation’s celebration of entrepreneurial ambition and hostility to public regulation have positioned the digital majors among the leading corporations in the global economy and their owners among the richest individuals on the planet. Their only effective global competition comes from the Chinese digital majors developed behind a protective wall and designed to replicate core functions with Baidu offering search, Alibaba providing electronic shopping, and Tencent matching and surpassing Facebook’s array of social media options.   

Two defining features of the way the major digital companies operate are central to understanding why recent decades have seen both worsening climate and environmental crises and successive corona pandemics: the carbon footprint generated by the manufacture, use and disposal of digital devices, and the saturation product promotion that fills users’ screens. 

Destructive Devices; Calculating Carbon Footprints

Communication studies have tended to focus almost exclusively on media industries, content, and audiences. But there is crucial a fourth dimension that has been mostly overlooked; their material basis. The communications devices we use and the networks of wires, satellites and relay stations that connect us to them are made of metals and other materials, consume energy in their production and use, and generate waste when they are discontinued and discarded. The way these stages in their life cycles are currently organized is generating increasing volumes of CO2.

Because digital media are personalized the number of communication devices in circulation has steadily increased. We have moved from the collective experience of hundreds of people watching a cinema screen to a family grouped around a single television set to individuals possessing multiple machines: laptops, tablets, games consoles and smart phones. Each of these devices involves mining and extraction industries to obtain the metals and materials needed to construct them, factories devoted to assembling them, ecologically destructive container ships transporting them to retail outlets, and at the end of their active life huge piles of electronic rubbish. According to Apple’s own calculations 77% of the carbon footprint of their devices is generated by the mining and manufacturing processes involved in producing them, before they reach their end users. (Compare and Recycle 2020) Consequently, when calculating their impact on the climate we need to take account of the carbon footprints left by each link in this chain. 

In addition to multiplying the number of communication devices digitalization has massively increased the volume and diversity of information being transmitted over digital networks… Up until recently data generated by companies or routine internet activity was stored on dedicated hard drives or discs owned and controlled by users. It is now increasingly held in cloud computing facilities, vast factory like complexes owned by the major digital corporations. Operating these storage installations requires substantial amounts of energy and water, for cooling. Transmitting data to and from end users imposes additional, and sharply increasing, demands on energy supplies and rising CO2 emissions. Changes in personal music consumption provide an instructive illustration. Emissions from the manufacture and use of the successive formats provided by vinyl records, cassette tapes and compact discs, remained more or less constant, varying between 140 and 157 million kilograms. By 2016 streaming services were estimated to be generating more than double that figure, up to 350 million kilograms (See Devine 2019). Video is significantly more energy hungry and is expanding rapidly with the rapid growth of streaming film and television services, e-sports, and on-line gaming. According to one estimate, by 2030 video will account for 89% of all data traffic. Another estimate, again for 2030, predicts that communications technologies as a whole will account for 51% of global electricity demand and 23% of total greenhouse gases (see Andrac and Thomas 2015) This may be an underestimate since additional demands will be imposed by the take-up of self-driving vehicles, the expansion of the internet of things and smart machines, the increasing automation of production and distribution, and the application of digital technologies to the management of urban life with the roll out of smart cities. 

The expanding carbon footprints of the digital devices we use and rely on is one central thread we need to follow to understand how digitalization is contributing to the deepening climate crisis. A full analysis however also needs to explore how these devices have come to play a pivotal role in cultivating the general culture of hyper consumption that is imposing unsustainable demands on natural resources and creating the conditions for both ecological catastrophe and periodic pandemics of which Covid-19 is the latest example.

Corona Consumption: Fast Foods and Vanishing Forests

The 1970s structural economic crisis in the advanced capitalist societies was in part a crisis of underconsumption. The mass production-mass consumption system that had driven economic growth since the end of World War II had hit a wall, people had bought the ‘big ticket’ household appliances, refrigerators, washing machines, and television sets, that made life more convenient and pleasurable and increasing numbers had acquired a car. These were all major items of expenditure and people expected to use them for many years. If they broke down there were local tradespeople who would replace or repair damaged parts. Addressing the crisis required a new regime of consumption. People had to be persuaded to consume more, more often and to replace items on a regular basis.

Expanding and intensifying consumption was also central to China’s strategies for growth in the post Mao transition from a state managed to a market oriented economy. The rising real incomes of the new middle class fueled a new consumer culture supported by advertising funded television services and construction of shopping malls in every town and city.

In both China and the West, the rapid rise of digital media, increasingly organized around smart phones, has played two pivotal roles in generalizing and reinforcing the consumer system. Firstly, the development and marketing practices of smart phones have been in the forefront of cultivating the expectation that previous versions of the machines we rely on no longer deliver all the benefits we might wish for and that we urgently need to acquire the latest model. The Apple iPhone is a paradigmatic example of this logic in practice. On a yearly basis each new version has promised additions and modifications: improved cameras, fingerprint security, a new design for the casing, faster speeds. As users we are encouraged never to be satisfied with the version we have since the next one will be so much better. The result is a consumer culture based on accelerated disposability. 

Secondly, this hyper consumerism is insistently generalized by the ubiquity of product promotion on digital media. Traditionally advertising on terrestrial television channels in the West has been clearly separated from programing, confined to dedicated spaces and subject to strong regulations on the amounts and forms of promotion permitted. Advertising to children has attracted additional restrictions. The limits placed on spot advertising have fueled an increasing use of integrated appeals to secure additional space for promotional messages. Sponsorship deals allow corporations to attach their names to popular programs and the increasing use of product placement inserts branded commodities into the program’s visual field and script. Integrated promotion assumes that the emotional attachments viewers have with admired characters and celebrities and the wish to emulate their lifestyles will be transferred to the products they are seen using and enjoying. 

Because social media have expanded with little or no effective regulation of the advertising they carry they have been able to take this drive for embedded persuasion further they have created novel forms that have come to play a central role in promoting fast consumer culture across all areas of everyday life Corporations have increasingly capitalized on the popularity of video gaming to post free games on the internet featuring their logos and brands. These advergames are particularly aimed at children. Recent years have also seen an explosive growth in “influencers”, non-professionals paid by companies to post endorsements on message boards or in short videos. Again, these appeals are aimed particularly at children and young people in the hope that they will identify more readily with presenters who look and act like themselves and be welcomed as virtual friends. In 2020 nine of the ten highest paid influencers on Google’s YouTube platform were young people or children. The top position was taken by Ryan Kaji, a nine year old living in Texas who earned US$29.5 million from his site promoting toys and his own branded clothing. Other leading influencers demonstrated video games and cosmetics (Berg and Brown 2020).

Young influencers and advergames are also heavily involved in promoting fast foods such as hamburgers, chicken nuggets and ready-made pizzas Often labelled ‘junk’ food because of their low nutritional value, they illustrate perfectly how the repetitive and addictive appeals of disposable culture have come to colonize everyday life. They are designed not to be fully satisfying, to leave consumers always wanting more. Digital media play a key role in reinforcing these appeals using children to promote them a US based study of the five most watched YouTube channels featuring child influencers (aged between 3 and 14 years) found that promotions for food and drink were viewed one billion times with McDonalds featuring in over ninety per cent of postings (Airuwaily et al 2020) Fast foods also appear prominently in advergames with US research recording a million children playing them over the course of a month with measurable gains in their consumption of junk meals and snacks. (Orcian 2012).

Food accounts for between ten and thirty per cent of the total carbon footprint of US households. It is highest in poorer households reliant on junk foods. The majority of food emissions however are generated by the organization of the production processes (68%) and transportation (5%) that deliver products to retail outlets (Centre for Sustainable Systems 2020) Junk food relies on two basic commodities, meat and palm oil. 

Rising real incomes for increasing numbers of households in emerging economies have translated meat from an occasional addition to diets to a staple contribution. If present trends continue, research conducted under the auspices of the United Nations estimates that global meant consumption is likely to expand by 76% by mid-century (Godfrey 2018). All three major meats, beef, pork, and chicken have carbon footprints considerably higher than either vegetables or grains. Beef, the essential ingredient of burgers, generates the most emissions at 6.61 pounds of CO2 per serving as against 0.16 for rice and 0.07 for carrots (Centre for Sustainable Systems 2020). Palm oil, the world’s most widely used vegetable oil, is an essential ingredient in the manufacture of a range of fast foods. Its attraction is its versatility. It gives fried products their crispy texture. It is a natural preservative ensuring that bread, cakes, and prepared meals have a longer shelf life. And it is a major ingredient in chocolates and spreads. 

 Meeting the rising demand for palm oil and beef has required the mass destruction of forests and the conversion of the land cleared into pastures and plantations. Between 1978 and 2018 South East Asia, the main center of palm oil production, lost thirty percent of its forest cover (Afelt, Frutos and Deveaux, 2018: 2) The world’s largest expanse of rain forest, in the Amazon Basin, has seen accelerated land clearances for logging, mining and most extensively for cattle ranching. In the year between August 2O19 and July the rate of deforestation increased by almost ten per cent (9.5%) (BBC 2020) A recent global audit calculated that in 2019 a football pitch sized area of primary rainforest was lost somewhere in the world every six seconds (Weisse and Goldman, 2020). This is an ecological and climate catastrophe. Forests act as ‘carbon sinks’ reducing warming by absorbing CO2. Clearances convert them into net emitters of CO2. They also lead to mass loses in biodiversity driving multiple insect and plant species that maintain the earth’s ecosystem in balance to extinction. In addition, land converted to livestock farming significantly bolsters releases of methane gas from cattle’s natural discharges generating a global warming potential eighty six times stronger than fossil fuels (see Jackson et al, 2020). 

Deforestation is also a major contributory cause of pandemic disease. Animal species that were previously confined to the self-regulating forest interior are pushed to the edges and into closer contact with humans. There are more bats than any other species and they are very adept at adjusting to new habitats. They readily colonize the barns and outbuildings constructed to service the new cattle ranches and find abundant food in the new human settlements. Bats are also able to carry a greater range of pathogens than any other species without harm to themselves. All three recent pandemics caused by coronaviruses, SARS, MERS, and Covid-19, were initially carried by bats and transmitted to humans through intermediary animal hosts. Bats assemble in huge clusters and their droppings provide nutrients for a range of other species creating additional routes for disease transmission. As a recent report points out since there are 1.7million undiscovered viruses in wildlife in emerging disease hotspots future pandemics are inevitable if patterns of land use, agriculture and food production remain unchanged (Daszak, 2020). The brightly lit interiors of Macdonald’s and KFC outlets are the last links in a chain connecting fast foods and their ubiquitous promotion on digital platforms to the rapid disappearance of the world’s forests, the intensifying climate crisis, and increasingly frequent outbreaks of fatal pandemic diseases. 

The Conditions of Sustainability

In thinking about the conditions for sustainability I have found the image of the doughnut, proposed by the radical political economist, Kate Raworth (2017), a useful starting point. The traditional doughnut is a circle of sugary dough. To keep its shape both the outer edge and the inner edge, surrounding the hole in the middle, have to be kept intact and not pulled apart. Raworth suggests that we think of our live able space on the planet as doughnut shaped. The outer edge is defined by the various environmental limits that we need to keep within. The inner edge comprises the economic and social conditions that allow everyone to enjoy a life of dignity and opportunity and stop them falling into the holes created by poverty, discrimination, and disrespect. 

The struggle for a sustainable future is a struggle for social justice and respect as well as for ecological stability and a habitable planet. The two are bound together. Marketisation has redistributed income and wealth upwards, to the already privileged, creating a widening gap in life chances of rich and poor and leaving those at the bottom of the social scale more vulnerable to economic pressures and least well-resourced to cope with environmental crisis. When devising responses to the current crisis we urgently need to address the often exploitative and damaging conditions of labor involved in digital chains of production. We need to remember the children digging for cobalt in hazardous open cast mines in the Congo or scavenging for reusable materials on the great dumps of electronic waste, and not to forget the young women working in assembly plants for wages barely sufficient to live on and the seaman on transporter ships with little or no safety systems.

Securing sustainability, as I have defined it here, however, involves major changes not only to contemporary modes of economic organization but also to the ideologies we employ to justify them. We need to stop thinking of ‘progress’ as a race for economic growth sustained by ever increasing levels of consumption and redefine it as a commitment to secure the conditions that ensure that everyone enjoys a decent quality of life. This reorientation requires a fundamental shift in our present relationship to the natural word we need to stop seeing natural resources as a gift to be owned and commercially exploited to the maximum and view them instead as an essential life support system that must be preserved and replenished. This ethos of custodianship and care for the natural environment has always informed the cosmologies of indigenous peoples and it is no accident that they have often been on the front line of recent struggles against corporate seizures of land and resources (Murdock 2017).

The increasing centrality of digital media places communications scholars and researchers at the center of debate and imposes a particular responsibility to contribute to the struggle for sustainability. A comprehensive agenda for action would take us some way beyond the space available here but by way of conclusion let me suggest some possible starting points.

Firstly, those of us working in public institutions have a particular responsibility to take the lead in demonstrating that changing the material base of everyday media practices is both possible and practicable. We need to move as rapidly as possible to a zero carbon future based on renewable sources of energy and communication infrastructures and devices that are carbon neutral in their production and repairable and recyclable in use.

Secondly, as researchers, writers, and media practitioners we need to take an active role in shaping public debate by providing authoritative analysis of the social and ecological costs of the digital technologies we use every day and clearly explaining the escalating risks of not taking radical steps to address the climate and environmental crises. Continuing warnings of a worsening situation can all too easily provoke feelings of helplessness and resignation, however. They need to be counterbalanced by accounts of successful interventions that have made an evident difference to everyday life and well-being in particular communities. 

Public communication also needs to provide renewed spaces for popular participation in discussions around the available options for addressing climate crisis and pandemics and their consequences for everyday life. Commercially based social media reinforce ideological divisions and circulate conspiracy theories. The recent revival of citizens juries and deliberative fora demonstrate the viability and value of alternative ways of organizing collective debate on priorities and polices in search of common ground. 

The case I have outlined here is often misrepresented as backward looking and hostile to digital technologies. This turns the argument upside down. We need to separate the potential uses of these technologies from the ways they are currently organized and controlled. As I argued at the outset, in the capitalist West digital innovation has been comprehensively commandeered by a handful of corporations that have taken advantage of the new arenas of profit generation opened by marketisation. We must oppose this corporate annexation and redefine digital systems as public resources to be deployed in the service of social and environmental sustainability.

Experience teaches us that reintroducing public interest regulation of corporate activity, while absolutely necessary to curb present abuses, will not be enough in itself. Concerted political lobbying will secure loopholes and exemptions. We need to provide robust alternatives by redefining key communication infrastructures as public utilities not commercial assets and reinventing the ideal of public service media, carrying no advertising in any form, and free to everyone equally at the point of use. Funding would come from the excess profits that digital platforms make from their monopoly control and sale of users personal data. 

 As I have argued elsewhere, if the present regime of digital communication is built around corporate annexation and commercialization the clear alternative is a digital common that combines the political economies of public goods and the gift relations that sustain voluntary collaborative initiatives (Murdock, 2013) Imagining how this communicative space might be organized, ensuring that it is socially equitable and environmentally sustainable, and devising practical measures to install it at the heart of collective life is the greatest challenge and the greatest opportunity facing us. It is a necessary intervention not only in the structural organization of communications but also in the imaginative basis of social relations.   

Commercial media approach audiences and users as consumers. They continually encourage us to see individual market choices as the primary spaces of personal satisfaction and social expression, powerfully reinforcing an environmentally destructive culture of hyper-consumption and disposability. In contrast the digital commons address participants as members of social and moral communities whose personal quality of life is bound up with the quality of public life which they, together with everyone else, are responsible for maintaining and contributing to. As the climate and corona emergencies have demonstrated with brutal clarity our responsibilities for the collective well-being of others reaches across the globe. There are no safe places, no escape hatches, but the most severe impacts are felt most acutely among the poorest and least well resourced. Tangible improvements in the quality of their lives and life chances are the ultimate test of progress towards a sustainable future based on social justice and care for the natural world. 

REFERENCES 

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